Una persona que todos reconocen, distinguen, comentan y, en realidad, nadie —o casi nadie— sabe quién fue. San Nicolás de Bari es el famoso santo de los regalos de Navidad y, curiosamente, pocos conocen su historia y los motivos que lo hicieron tan célebre en todo el mundo.
Una biografía quizá exagerada…
Nicolás vino al mundo, según cálculos aproximados, en el año 280. Hijo único, acomodado, probo, con una excelente educación, nació en el seno de una familia católica en la ciudad de Patara (Licia), en Asia Menor.
Su biógrafo más renombrado fue San Juan Damasceno. Sin embargo, antes de conocer su vida, las palabras de éste pueden parecernos, aunque muy poéticas, alejadas de la realidad, exageradas, fruto de un entusiasmo poco irreflexivo:
«Ni la arena que está a la orilla del mar ni la multitud de las olas, ni las gotas de rocío, ni los suaves copos de nieve, ni el coro de las estrellas, ni las gotas de lluvia, o las corrientes de los ríos y el murmullo de las fuentes jamás igualarán, oh padre, el número de tus milagros».
De hecho, aunque una biografía nunca pueda contener ese número de milagros, no dejan de ser impresionantes todos los que en ella se describen, con una repercusión que supera ya la distancia de dieciséis siglos. Y no sólo es asombrosa la cantidad, sino también la magnitud de los prodigios realizados.
Realmente, ¿sería todo una exageración?
Voluminoso regalo de un ignoto donante
Cuentan que, un día, Nicolás escuchó la triste historia de un padre que, empobrecido y preocupado por no tener la dote necesaria para casar a sus tres hijas, planeaba enviarlas a una vida disoluta. Después de pensarlo mucho, Nicolás llenó una gran bolsa de monedas de oro de su propio patrimonio y esperó que llegara la noche.
Cuando ya no se podían reconocer las caras en las calles, se dirigió a la residencia de esa familia, encontrándose, providencialmente, una de las ventanas abiertas. Sin hacer ruido ni levantar sospechas, lanzó la considerable suma al interior de la casa y regresó a donde vivía, en la otra punta de la ciudad.
Al día siguiente, ¡sorpresa! ¿Quién habría dejado aquella bolsa? Había suficiente dinero para que el afligido padre casara a una de sus hijas.
Ocultándose en la oscuridad de la noche siguiente, Nicolás fue por segunda vez hacia esa casa. Buscando total discreción, encontró de nuevo la ventana abierta de par en par y dejó otra bolsa repleta de monedas de oro. Por la mañana temprano, se podía ver al padre febrilmente contando la «dote» recibida y dando gracias a Dios. Asombrado y contento, en su interior latía un interrogante: ¿quién estaría patrocinando de esa manera el matrimonio de sus hijas?
Nicolás llevaba la misma cantidad la tercera noche, escabulléndose una vez más entre las sombras para no ser identificado. No obstante, el pobre padre había planeado una emboscada que revelaría al autor de tales favores. Cuando se acercaba a la casa, incluso antes de llegar a la ventana, Nicolás fue sorprendido por ese hombre que, con gozo indescriptible, saltaba sobre él para abrazarlo y agradecérselo efusivamente.
Recuperado del susto, Nicolás le exigió secreto absoluto. El anciano padre le prometió perentoriamente que así sería. Pero al día siguiente toda la ciudad sabía, admirada, de la hazaña del santo.
Patrón de marineros y navegantes
Quien más beneficio recibió de San Nicolás no fue, de ninguna manera, el hombre por cuya ventana entraron bolsas llenas de monedas de oro, sino la Iglesia, que vio al propio santo entrar por las sagradas puertas del sacerdocio.
«Esta dignidad le dio un nuevo lustre a su santidad, y el sacerdocio, al encontrar una moral tan pura y un alma tan cristiana, le comunicó un nuevo brillo a su virtud, y le imprimió un nuevo vigor a su celo».3
Aunque deseaba una entrega a Dios sin reservas, el P. Nicolás nada temía más que el episcopado. Al fallecer su tío, obispo de Mira, receló ser elevado a esta dignidad, ya que antes había prestado un esmerado y fructífero auxilio en el gobierno de la diócesis. En este contexto, se dispuso a viajar a Palestina.
En el momento en que embarcaba, le dijo al piloto que durante el viaje sobrevendría una violenta tormenta. Sonriendo e ignorando la advertencia, se preguntaba qué conocimientos acerca de las cosas del mar podría tener aquel clérigo…
Pero la prueba de sus palabras no tardó en llegar. Olas enormes, vientos fortísimos, una tempestad que anunciaba el fin: el barco estaba a punto de sucumbir. Al acordarse de la predicción del P. Nicolás, el piloto le contó el hecho a la tripulación. Acudieron corriendo al santo quien, recogido, rogó al Cielo que cesara la tormenta. Entonces el mar se serenó, las negras nubes se alejaron y la calma volvió a los corazones, suscitando, una vez más, la agradecida admiración de todos.
El obispo Nicolás
Buscando refugiarse en la vida monástica, en el recogimiento de las ermitas y en la austeridad de los ejercicios espirituales más excelentes, el P. Nicolás descubrió por revelación divina que debería regresar a Mira, donde el obispo Juan, sucesor de su tío, acababa de morir.
La elección del nuevo obispo se presentaba difícil, pues no se llegaba a un acuerdo. En cierto momento, uno de los miembros de la asamblea se levantó. Tomando la palabra, anunció por inspiración divina que el Señor deseaba como obispo de Mira al santo varón que al día siguiente entrara en la iglesia para rezar. De hecho, Dios ya había elegido al prelado de su agrado…
Sin saberlo, a la mañana siguiente el P. Nicolás salió del monasterio, cosa que rara vez hacía, y entró en la iglesia para rezar. El pueblo entero se alegró al ver que él sería el nuevo obispo. Aunque trató de excusarse, no le fue posible. Entre la estruendosa alegría de los fieles y del clero, lo consagraron obispo de la Santa Iglesia.
Compasión por el dolor de una madre
Ni se había dispersado aún la gente que lo habían acompañado en la ordenación episcopal cuando una mujer, saliendo de entre la multitud con un niño en sus brazos, se acercó al obispo Nicolás implorándole que la ayudara.
Ella le mostró a su hijo, cuyo cuerpo formaba una sola enorme llaga, pues había sido rescatado de un gran incendio. Las quemaduras eran impresionantes y le habían causado la muerte. Desconsolada, la pobre madre le dijo: «¡Dale la vida a mi pequeño! Cayó en el fuego y no pudo soportar las horribles quemaduras… ¡Murió! Míralo, pobrecito, todo quemado y muerto… ¡Ten pena de mí! ¡Dale la vida!».
Emocionado y lleno de compasión por el dolor de una madre que había visto morir a su hijo, el obispo Nicolás se puso de pie y trazó la señal de la cruz sobre el niño. Allí mismo, en presencia de toda la multitud y de los prelados, ¡resucitó!
No se podía negar; todos lo habían visto, no era una exageración…
Taumaturgo de su siglo
Reanudada la persecución del emperador Licinio, el obispo Nicolás sufrió sus graves consecuencias, soportando el exilio, las cadenas, la flagelación y los malos tratos. Así demostró que un santo obispo nunca es más valiente y arrojado que cuando se trata de luchar por la religión, porque su deseo de martirio lo llevaba a despreciar las órdenes de los oficiales.
Con la derrota de Licinio por Constantino, Nicolás regresó a Mira, lo que causó un gran revuelo y fue motivo de abundantes conversaciones. El número de milagros que obró a partir de entonces es incalculable, llevándolo a ser considerado el taumaturgo de su siglo.
Se cuenta, por ejemplo, que San Nicolás resucitó a dos jóvenes estudiantes asesinados en Mira y que, en otra ocasión, tres niños degollados, cuyos cuerpos habían sido escondidos en una cuba, también volvieron a la vida por orden del santo.
Otra crónica narra que tres oficiales de Constantinopla habían sido injustamente condenados a la pena capital y se salvaron porque invocaron el auxilio del obispo Nicolás, al que conocieron en una reciente visita a Mira.
La víspera de la ejecución, el santo prelado, que aún vivía, se le apareció en sueños al primer ministro y al emperador Constantino, amenazándolos con la cólera divina por el crimen que cometerían al ejecutar a tres inocentes. Cuando a la mañana siguiente contaron uno al otro el sueño que habían tenido, ambos se impresionaron vivamente y el emperador decidió devolverles a los oficiales la libertad y, con ella, la vida.
Como reconocimiento, Constantino le envió al obispo de Mira, por medio de los tres hombres que había salvado de la muerte, un ejemplar del Evangelio escrito con letras de oro, un cáliz enriquecido con piedras preciosas y dos vinajeras de oro.
Conocedor del día y de la hora final
Saber el día y la hora de la propia muerte puede ser para muchos ocasión de desesperación, y para otros, de alivio. Unos lo considerarían un privilegio, otros dirían que es un castigo. Ante todo, sería extremadamente peligroso para quienes no aman a Dios, pues el arrepentimiento de los pecados, la práctica de la virtud y la conversión correrían el gran riesgo de ser planificados, por supuesto, para el último minuto… Nadie cuestiona, no obstante, que el hecho de poder marcar en la agenda el postrer día de vida es un poco desconcertante para todos. O para casi todos…
Sobre la muerte de San Nicolás se cuenta lo siguiente: «El Señor quiso, finalmente, recompensar su virtud y sus trabajos; le dio a conocer el día y la hora de su muerte. Esta revelación lo llenó de una alegría [poco conocida por los hombres]».4
Al acercarse el día señalado, después de despedirse de los fieles, el santo obispo se retiró a un monasterio. Allí, tras una breve enfermedad, recibió los últimos sacramentos y entregó su alma a Dios.
En cuanto al año de este acontecimiento, hay divergencias. Unos dicen que ocurrió en el año 327, otros dicen que San Nicolás vivió hasta cerca del 350. El único dato cierto es que cruzó el umbral de la eternidad el 6 de diciembre.
Se multiplican los milagros tras su muerte
Todo parecía haber terminado. El cuerpo del santo yacía en la tumba y muchos lloraban su fallecimiento cuando de su sepultura comenzó a manar un líquido que tenía el poder de curar enfermedades. Nicolás continuaba realizando milagros después de muerto…
Cuando los turcos invadieron y saquearon Siria, su cuerpo fue trasladado a Bari, en Apulia (Italia), donde Nicolás ganó numerosísimos devotos y se convirtió en uno de los santos más famosos de la Iglesia por la cantidad de milagros y prodigios obrados por su intermedio.
En palabras de San Juan Damasceno, todo lo que podría parecer una gran exageración no se corresponde con la realidad: «El universo entero tiene en ti, Nicolás, un socorro inmediato en las aflicciones, un descanso en el dolor, un consuelo en las calamidades, un amparo en las tentaciones, un remedio saludable en las enfermedades».5 Oír tales afirmaciones ya no sorprende…
Estímulo para la inocencia en la Noche Santa
La devoción a San Nicolás se extendió por toda Europa y, posteriormente, por todo el mundo cristiano. Se construyeron iglesias y catedrales en su honor. Su existencia santa, noble y generosa, que a
tantas almas hizo progresar en la virtud y a tantos cuerpos recobrar la salud e incluso la vida, no se parece en nada a una figura sonriente y regordeta, vestida de rojo, procedente del Polo Norte en un trineo tirado por renos, en una noche de fiesta.
En efecto, San Nicolás es el que viene a bendecir, en Nochebuena, a los hombres de buena voluntad que le agradecen a Dios su nacimiento; es el que viene a resucitar en el corazón de los pecadores la dulce añoranza de la inocencia; es el que, silenciosamente, viene a darnos las riquezas que él mismo posee en el Cielo, necesitando sólo que le dejemos una ventana abierta en nuestras almas.
Notas
1 SAN JUAN DAMASCENO. Hymnus in Sanctum Nicolaum Myrensem, «Ode IX»: PG 96, 1390.
2 Los datos históricos mencionados en el presente artículo han sido tomados de: ROHRBACHER, René François. Vies des Saints. Paris: Gaume Frères, 1854, t. VI, pp. 389-395; GUÉRIN, Paul. Vie des Saints. Paris: J. Lefort, 1894, pp. 217-218.
3 ROHRBACHER, op. cit., p. 392.
4 Idem, p. 394.
5 SAN JUAN DAMASCENO, op. cit., «Ode III», 1383.