San Pablo de la Cruz: siguiendo los pasos de Jesús Crucificado

Publicado el 10/18/2020

Hermana Adriana María Sánchez García, EP.

Llamado a fundar una Orden religiosa con la finalidad de contemplar y reparar la Pasión de Cristo, le fue exigido que sufriese en sí mismo el dolor y el desconcierto, como fundamento de su gran obra.

                                                                  

Al percibir los religiosos pasionistas que la muerte de su padre espiritual estaba cercana, le comunicaron al Papa la gravedad de su estado de salud, y andaban pensando en la organización de un funeral a la altura de tan gran fundador. No obstante, cuando el pontífice se enteró de la noticia le dio una obediencia al moribundo: tenía que permanecer un poco más de tiempo en la tierra.

Aunque ya deseaba marcharse al Cielo, San Pablo de la Cruz, que había estado dieciocho meses en cama, se sometió a la orden del Vicario de Cristo y, contra toda expectativa, recuperó la salud para realizar aún los últimos proyectos de su obra.

Preparación de su futuro

En la pequeña localidad de Ovada, Italia, el 3 de enero de 1694, nacía Pablo Francisco, primogénito de la familia Danei. Desde tierna infancia brotó en su alma una fuerte inclinación hacia la piedad, incentivada por la formación católica recibida en su hogar. “Si me salvo, como lo espero, en gran parte se lo deberé a la educación recibida de mi madre”,  comentaría más tarde.

Jugaba construyendo altares a la Virgen, con su hermano Juan Bautista. A veces, con la intención de hacer penitencia, pasaban las noches en el granero, durmiendo sobre tablas o en el suelo. Así transcurrió la infancia de los dos hermanos, a los que Dios estaba preparando cariñosamente para una altísima misión.

Con 19 años, al oír un sermón del párroco, se dio lo que él llamaría su “conversión”. Profundamente conmovido, le pidió al sacerdote que lo atendiera en una confesión general y, a partir de entonces, comenzó una vida de sacrificios, rompiendo con el mundo, en un ardiente deseo de entregarse únicamente a Dios. Creyendo que tal vez Dios quisiera verlo luchando por Él, se alistó, en 1715, en el ejército reclutado por la República de Venecia para defender a Europa de la amenaza otomana. Sin embargo, algo le decía en su interior que esa no era la voluntad divina.

Se perfila su vocación

En 1720 tuvo una visión en la cual, según narra él mismo, se veía “revestido en espíritu de una vestidura negra que llegaba hasta el suelo, con una cruz blanca en el pecho, y bajo la cruz iba escrito el nombre santísi- mo de Jesús en letras blancas”. 2 Pero no sabía si Dios lo llamaba a la vida eremítica o a que ingresara en una Orden religiosa, o incluso a que fun-dase una nueva comunidad. Había recibido algunas inspiraciones divinas, no obstante, en ninguna le había sido revelado explícitamente cuál sería su misión.

Consulta a tres amigos sacerdoTes y, a instancias de uno de ellos, va en busca del obispo de Alessandria, Mons. Francisco Arborio di Gattinara, que lo somete a duras pruebas; y al ver la mano de Dios en sus intenciones, finalmente termina revistiéndolo de la túnica de penitente, con la cual se había visto revestido.

Empieza a vivir de la caridad, en oración y recogimiento, en un pequeño cuarto, situado debajo de la escalera de la sacristía de la iglesia de San Carlos de Castellazzo. Aquí escribe la regla de su futura congregación en tan sólo cinco días, “tan rápidamente, —dice— como si alguien estuviera en la cátedra del profesor dictándome”

Sus primeras misiones

Tras un fracasado viaje a Roma para pedirle al Papa que le ayudara a discernir su llamamiento, aconsejado por Mons. Di Gattinara, se traslada a la ermita de San Esteban, y en esta ocasión le acompaña su hermano Juan Bautista, también revestido
de la túnica negra de penitente.

Unos meses después se establecen en la ermita de la Anunciación en la localidad de Monte Argentario, de la diócesis toscana de Pitigliano, por donde había pasado Pablo al regresar de Roma. Alejados de todos, los dos hermanos se dedican con más ahínco a la penitencia y a la meditación de las cosas santas, plasmando en sí mismos la Pasión del Salvador. Duermen pocas horas por la noche para levantarse varias veces a rezar. Viven de limosnas, toman una sola comida por día, se alimentan de hierbas y raíces recogidas por los alrededores.

Al mismo tiempo, comienza su vida misionera. El obispo de la diócesis, Mons. Fulvio Salvi, piensa que la vocación de los dos hermanos no es estrictamente solitaria y los envía a instruir a los fieles en la catedral, a visitar a las familias y a preparar a los Nagonizantes para la muerte. Además, Pablo resuelve disputas en- tre enemigos y, muchas veces, por su influencia, hay auténticos bandidos que se enmiendan.

Así, andan de ciudad en ciudad, portando consigo un gran crucifijo. “Sus palabras serán chispas de fuego, porque proceden de un corazón inflamado de amor; sus reproches serán dardos penetrantes, porque son dirigidos por un celo fuerte y ardiente; sus amenazas serán rayos que golpean a los pecadores, porque su virtud es una brillante y abrasadora luz ante los hombres”.

Esta fructífera acción misionera provenía de una intensa contemplación y piedad. En efecto, pasaban largas horas de rodillas adorando al Santísimo Sacramento, siendo siempre los primeros en entrar en la iglesia y los últimos en salir.

Albores frustrados de la congregación

La fama de santidad de los dos hermanos llegó a oídos de Mons. Pignatelli, obispo de Gaeta, que los invitó a que ejercieran allí su apostolado. Al discernir en esta petición la voz de Dios, a partir del verano de 1723 ambos empezaron a vivir, en régimen de rigurosa austeridad, en la ermita de Nuestra Señora de la Cadena, próxima a la ciudad, donde ya se encontraban algunos ermitaños.

Más tarde, entre la vida activa y la contemplativa, los dos hermanos llegaron en misión hasta Troia, en el Año Santo de 1725, y fueron recibidos por el obispo, Mons. Cavallieri. Entonces Pablo le desveló los planes de su anhelada fundación y el prelado, tras haber leído atentamente las reglas, afirmó: “Esta es una obra toda de Dios. Veréis cómo sale adelante aunque sea por senderos misteriosos”.  Con cartas de presen-
tación, el obispo los envió al Papa Benedicto XIII.

Llenos de esperanza, viajaron a Roma, donde su singular indumentaria llamó la atención de Mons. Crescenzi, canónigo de la Basílica de San Pedro, que los abordó en la calle y les preguntó al respecto. Encantado con la humildad de estos dos varones de Dios, los presentó al cardenal Corradini, quien les invitó a que prestaran sus servicios en el hospital San Gallicano y les prometió que los llevaría ante el Papa. La oportunidad para tan anhelado encuentro tuvo lugar durante la visita del Sumo Pontífice a la iglesia de Santa María in Dominica (en la plaza Navicella). De rodillas, los dos hermanos ¡ le exponen sus planes, el Vicario de Cristo los escucha y “de viva voz” les autoriza “a realizar la inspiración divina que han recibido”.

Volvieron a Gaeta a fin de iniciar la congregación con sus hermanos de ermita, pero el intento se vio frustrado por la heterogeneidad de la comunidad en germen. La austeridad de vida asustó a algunos, la aprobación del Papa era sólo de palabra y ahuyentó a otros. Entonces Pablo y Juan Bautista se dirigieron solos a Itri, donde en la soledad y penitencia esperaban una inspiración de la gracia.

El sacerdocio y, por fin, la fundación

Sin desistir de su propósito, a mediados de agosto de 1726, decidieron trasladarse a Roma, para servir nuevamente en el hospital y prepararse para recibir las órdenes sagradas: “Si Dios quiere que fundemos, según nos ha dado a entender claramente, y para ello es imprescindible ser sacerdote, es evidente que también nos llama al sa-
cerdocio”,  pensaron.

En pocos meses recibieron las órdenes menores y el 7 de junio de 1727 fueron ordenados presbíteros por el mismo Benedicto XIII, quien al concluir la ceremonia dejó escapar la expresión “Deo gratias”, que no forma parte del ritual, “como una premo- nición del bien que la Iglesia recibirá de los dos neo sacerdotes”.

Al año siguiente, obtuvieron el permiso del Papa para retirarse de nuevo a la soledad de Monte Argentario y, en poco tiempo, reunieron a los primeros compañeros, entre ellos Antonio Danei, otro de sus hermanos. Era, finalmente, el comienzo de la congregación cenobítica dedicada a la contemplación de la Pasión del Salvador, los Pobres de Jesús. Estaba definida la voluntad de Dios.

La pequeña obra crecía despacio. Muchos iban a la ermita de San Antonio Abad, donde se alojaban, para recibir los sacramentos, atraídos por el perfume de santidad de los hermanos.

Las pruebas: el pilar del instituto

En cierta ocasión, mientras Pablo rezaba ante el Santísimo Sacramento, en Orbetello, el Señor se le apareció, declarándole que el primer retiro —así eran llamadas las casas de los Pasionistas— en honor de la Presentación de la Virgen sería construido en esa ciudad. Sin embargo, sólo dos años después fue posible comenzar la construcción, cuyo plano había sido diseñado por el mismo Pablo, armonizando la “santa pobreza con la decencia monástica”.

Muchas pruebas tendría que pasar para llevar adelante su obra, porque era menester que sintiera en su alma el abandono de Cristo en la cruz. Fue objeto de calumnias e incomprensiones en gran número, de dificultades dentro de su propia comunidad, y encima, con la muerte de Benedicto XIII, a pesar del apoyo verbal que éste le había concedi do años antes, en Roma se habían cerrado las puertas a la aprobación
de la Regla de su instituto.

Siguiendo los pasos de Jesús crucificado, Pablo vivió momentos de dolor y desconcierto. “Dios me castiga, pero con mano amorosa. Y cuanto más crecen los problemas, más confío yo en el Señor”, llegó a afirmar. Más de una década le hizo esperar la Providencia, porque solamente cuando subió al Solio pontificio Benedicto XIV — el cardenal Lambertini, que le había ayudado mucho en sus primeros tiempos en Roma—, fueron aprobadas las reglas y constituciones, el 15 de mayo de 1741. Al conocerlas, el Papa declaró: “Esta Congregación de la Pasión de Jesucristo debía haber sido la primera en la Iglesia, y resulta que llega la última”.

La Orden adquiría cuerpo, y el 11 de junio siguiente se lleva a cabo la primera profesión de votos simples de la congregación, en la cual el santo fundador toma el nombre de Pablo de la Cruz, y su hermano el de Juan Bautista de San Miguel Arcángel.

Desarrollo y consolidación de la Orden

Una enfermedad, de la que nunca se recuperaría del todo, lo postró en cama casi seis meses. Durante cuarenta días no durmió un minuto siquiera y las oraciones de los suyos no tenían ningún efecto, e incluso parecía que redoblaban sus sufrimientos.

Pasada esa tormenta, poco a poco iban apareciendo nuevos discípulos y la institución ya contaba con un noviciado. Pablo siempre visitaba los nuevos retiros que surgían y “si percibía el mínimo relajamiento o abuso en la comunidad, dejaba a un lado todo respeto humano y no descansaba hasta haber hecho la corrección necesaria y haber erradicado el mal completamente”.

El peso de la edad y una salud debilitada no le impedían seguir con las misiones. Dejaba muy claro el destino que les esperaba a los que no se convertían. “Veía el in- terior de las almas como se ve el sol al mediodía”. Por donde pasaba llevaba de vuelta al seno de la Iglesia a personas que hacía tiempo estaban alejadas; los pecadores públicos se acusaban delante de todos, después de haberse confesado; y, en cierta región, los habitantes se volvieron tan fervorosos que llegaron a abstenerse incluso de las diversiones lícitas. Con motivo de una guerra, Pablo también se convirtió en apóstol de los soldados. Un oficial de alto rango, después de haberse confesado con él, le dijo: “Padre, he estado en el campo de batalla, he estado bajo el fuego de los cañones, y nunca he temblado; pero usted me ha hecho temblar de la cabeza a los pies”.

Los retiros pasionistas se multiplicaban a petición de la población y de los obispos. Invariablemente, en cada fundación recomendaba a sus hijos la santidad: “El convento deberá ser un espejo de perfección para todos, próximos y lejanos”.

Pérdida de su hermano y aprobación definitiva de su congregación

El 30 de agosto de 1765, tras una prolongada enfermedad, Juan Bautista muere. Pablo llora la pérdida de su compañero de siempre, sobre todo porque ya no tenía quien le corrigiera sus defectos. “Me he quedado huérfano y solitario, sin padre. Aunque tengo razones para confiar que sea nuestro abogado desde el Cielo”, escribió.

Unos años más tarde es elegido Papa Clemente XIV. Pa-blo se dirige a Roma para pedir la aprobación definitiva de su congregación, con votos solemnes y demás privilegios.  Aquel anciano, que hacía cincuenta años había sido rechazado en la Ciudad Eterna, ahora es acogido por el propio Sumo Pontífice, el cual le da la obediencia de permanecer allí, predicando misiones.

El Maligno no podía dejar que dicha obra prosiguiera en paz. Habiendo intentdo causarle diversos daños a lo largo del tiempo, en este período atacó al fundador de una dolencia de la cuál él mismo afirmó: “El mío no es un caso médico, pues mi enfermedad es provocada por los demonios”. Cuando empezaba a mejorar empeoraba nuevamente, sintiéndose más cerca de la muerte que nunca. Y solo recuperaba la salud por la obediencia dada por el Vicario de Cristo, exigiéndole su permanencia en este mundo, como hemos visto al principio de estas líneas.

De hecho, tenía otro proyecto más que realizar: la fundación de la rama femenina de su Orden.

Venciendo innumerables dificultades, consiguió llevarla a cabo e inició el primer convento con diez fervorosas monjas. Y entre sus hijas espirituales más ilustres figurará, años más tarde, la gran Santa Gema Galgani.

Con los ojos fijos en Jesús crucificado

Consolidada la obra, se acercaba el momento del encuentro con el Señor. Al sentir que su fin estaba llegando, Pablo visitó todos los retiros por última vez, para dar a los suyos las postreras instrucciones y exhortarlos a cumplir fielmente la Regla.

En mayo de 1775 presidió su último Capítulo General, en el cual el santo fundador pidió perdón por todas las deficiencias de su gobierno y suplicó la caridad de morir en la congregación, siendo elegido superior general por determinación papal.

A finales de junio empeoró su salud. Sus sufrimienteos eran atroces y no lograba ingerir ningún alimento sólido. Sin embargo, su serenidad era completa: “Cuanto más su cuerpo estaba débil y enfermo, más su espíritu era fuerte y lleno de vida, e inflamado con un deseo de estar perfectamente unido a Dios”.

Al recibir el Viático, pidió otra vez perdón por lo que a sus ojos constituían faltas y dio una bendición especial a todos los Pasionistas. La gravedad de su estado duró algunas semanas.

Al entrar en agonía, con los ojos fijos en Jesús crucificado y en la Madre Dolorosa, los bió entrar en su habitación , acompañados por un cortejo de santos, entre ellos su hermano Juan Bautista y otros pasionistas falllecidos, ” que habían llegado para asistir a su feliz paso y conducirlo al Cielo”.

A los 81 años, el 18 de octubre de 1775, Sna Pablo de Cruz completaba su carrera y su pasión en esta vida, entrando para la gloria en la eternidad.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio, nº159, octubre de 2016, p.32-35

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