San Teodoro, mártir lleno de coraje y valor

Publicado el 02/17/2021

Descendiente de una familia noble y rica, el joven Teodoro lleno de gallardía desafía al magistrado, proclama la caducidad de los ídolos, la vacuidad del emperador y la nulidad del imperio. Fue torturado salvajemente y quemado vivo. Así como la sangre de Abel, derramada por Caín, clamaba a Dios por venganza, la sangre de los mártires imploraba a Dios el castigo y, al mismo tiempo, la conversión del Imperio Romano.

Plinio Corrêa de Oliveira.

 

Propongo que veamos juntos un episodio histórico. No es una película de televisión, sino la descripción de un hecho digno de ser recordado en la historia de la Iglesia, contado circunstanciadamente no por mí; voy a leer la narración tomada de la obra  vida de los santos, del Padre René François Rohrbacher.

Se trata del martirio de San Teodoro. Fue denunciado como católico y, convocado por algún magistrado, se negó a abjurar la fe. Fue llevado entonces a un lugar de suplicio donde podría, en cualquier momento, hacer cesar sus tormentos desde que se dispusiera a renunciar a la Fe. Soportó esos tormentos crudelísimos hasta la muerte. Es un mártir.

Una nota particularmente interesante en este martirio es que el juez y él libran una verdadera batalla psicológica, en la cual el magistrado trata de mil maneras de ablandarlo para evitar martirizarlo. San Teodoro resiste desafiando al juez cada vez más. El hecho fue notorio, conocido y presenciado por mucha gente.

Debemos preguntarnos cuál es el efecto de esto en la opinión pública correspondiente al imperio romano, que abarcó toda la cuenca del Mediterráneo. Los romanos no solo se extendían por el litoral, sino que eran señores de las naciones ribereñas del Mediterráneo, adentrándose, por lo tanto, ampliamente por el territorio de África, Asia, Europa y, constituyendo una unidad impresionante.

Este imperio por su inmensa extensión y por la dificultad de las comunicaciones en aquel tiempo se fragmentó en dos: el de Oriente y el de Occidente, aunque se entendía que formaba un solo todo moral e incluso político; y que los emperadores, sin ser hermanos de sangre, lo eran por la misión y debían gobernar cada cual su parte del imperio, en mutua colaboración. Una unidad, por lo tanto, enorme y majestuosa.

El Imperio Romano fue monumental y riquísimo, pero también sumamente corrupto. A medida que se desarrollaba su historia, su poder y riqueza fueron creciendo; pero fue disolviéndose moralmente y terminó en la corrupción moral más espantosa, acumulando dos aspectos diferentes.

Por un lado, estaban los romanos propiamente dichos, no sólo los habitantes de Roma, sino los de Italia, que constituían el núcleo del imperio. Estos se sentían muy seguros y estables en función del poder y de la riqueza que poseían, y por el hecho de que los enemigos estaban lejos, en fronteras que difícilmente serían traspasadas por ellos; y, si las traspasaran, serían contenidos con facilidad por las legiones romanas.

Además de la prosperidad y de la seguridad por ver el peligro bien lejos, contribuía para la disolución de las costumbres el hecho de que la religión de los romanos no daba el más mínimo fundamento para una actitud moralizada. El resultado fue que el imperio se fue corrompiendo, hasta llegar a toda especie de inmoralidad y deterioro.

La Religión Católica se desarrollaba

Junto a esta depravación generalizada estaba la religión católica que, desde el fondo de las catacumbas, nacía y se desarrollaba, presentándoles lo contrario.

Vemos, entonces, al joven Teodoro, nacido en Grecia, de una familia noble y rica, juzgado por un juez de aquella región, que por tanto estaba bajo la influencia de esa familia. Ese joven lleno de gallardía desafía al magistrado y proclama la caducidad de los ídolos, la vacuidad del emperador, la nulidad del imperio, con una fuerza que va creciendo a medida que el juez le ofrece más.

Se da, entonces, un debate entre el juez – que busca despertar en el joven el deseo por la vida cómoda y agradable, sin conseguirlo – y San Teodoro, que quiere comunicar la fe católica proclamando las virtudes cristianas y el nombre de Jesucristo, llevando las verdades de la fe tan alto como se puede llevar un estandarte; y el juez rechazando.

El rechazo de ambas partes da en un choque, que culmina con la muerte del joven Teodoro. Se diría que el hecho está cerrado. Ahora bien, la historia comienza allí. En el cielo hay un mártir rezando, mientras en la tierra los frutos de su sangre se difunden.

Tertuliano profirió aquella famosa frase: “La sangre de los mártires es semilla de cristianos”. Así como la sangre de Abel, derramada por Caín, clamaba a Dios por venganza, la sangre de los mártires imploraba a Dios por castigo y, al mismo tiempo, por la conversión del Imperio Romano. Y la sangre de san Teodoro comenzó a clamar.

Hubo una opinión pública que en parte presenció, en parte conoció este martirio. ¿Qué actitud tomaron esas personas ante los impresionantes diálogos que vamos a leer? Imaginemos a aquellos romanos que hacían fiestas casi todas las noches, comiendo y bebiendo durante horas, llegando al extremo horror de provocarse náuseas, con el auxilio de esclavos que con plumas de pato hacían cosquillas en su paladar, expulsando lo que habían ingerido, vaciando el estómago para continuar bebiendo y comiendo.

Podemos preguntarnos qué efecto tuvo en esa opinión pública el diálogo entre san Teodoro y sus verdugos.

San Teodoro proclama su fe y embiste contra el enemigo de Cristo

Pasemos a la lectura y comentario de la referida ficha.

La persecución se dio poco después de que los emperadores Galerio y Máximo publicaran sus edictos, que ordenaban continuar las persecuciones contra los católicos, ordenadas por Diocleciano.

Diocleciano ordenó una de las peores y más largas persecuciones.

El joven soldado, muy lejos de disimular su fe, la traía como escrita sobre la frente.

Imaginemos un legionario romano con aquella armadura y yelmo característicos, y que traía sobre la frente como que escrita la fe en Nuestro Señor Jesucristo, siendo visto por un holgazán que se embriagó en la víspera y volverá a embriagarse en la noche, y que para llenar su tiempo asiste al martirio mirándolo vilmente con una mirada nublada por el alcohol.

Teodoro fue presentado al Tribunal de la Legión y al gobernador de la provincia, que le preguntaron por qué no adoraba a los dioses, según las órdenes de los emperadores.

Él respondió: Soy soldado de Jesucristo, mi Rey. No conozco otros dioses; mi Dios es Jesucristo, Hijo único de Dios.

Esto es una proclamación. Ahora viene la increpación. Él no se limita a proclamar su fe, sino que embiste contra el otro, diciendo:

“¡Los dioses que queréis que adore no son dioses, sino demonios! Quien les atribuye honras divinas está en el error; he aquí cuál es mi religión, aquella por cuya fe estoy dispuesto a sufrir. Si os chocan mis palabras, golpead, rasgad, quemad, cortad la lengua; es justo que mis miembros sufran por el Creador.”

Este apóstrofe tiene todas las características de un desafío y es metódico. Él proclama su fe, luego dice que la fe de los otros no vale nada, y los desafía: “Ahora, si quieren, martirícenme que yo estoy dispuesto”. ¡Es el completo desafío de un legionario romano!

Podemos imaginar la repercusión de una actitud como ésta en personas incapaces de comprender cómo alguien, pudiendo simplemente decir que adora a los ídolos – no necesitaba verdaderamente adorarlos – se expone a tormentos a los que ellas tienen horror, privándose de diversiones, cuando esa privación ya les parece un tormento.

El Emperador es un príncipe frágil, en el cielo hay un Rey eterno e inmutable

Los jueces, avergonzados con una respuesta tan audaz, deliberaban sobre lo que debían hacer, cuando un oficial queriendo burlarse del santo que había dicho ser fiel al Hijo de Dios, comenzó a decirle:

-Entonces, Teodoro, si tu Dios tiene un hijo, ¿está sujeto a las pasiones como los hombres?

Teodoro respondió:

-No, mi Dios no está sujeto a las pasiones. Sin embargo, Él tiene un Hijo, pero un Hijo nacido de la manera digna de Dios, y bien superior a vuestras ideas bajas y carnales, pues ese Hijo es la Palabra de la Verdad, por la cual Él hizo todas las cosas.

El tribuno le preguntó:

– ¿Podemos conocer a ese Hijo de Dios?

Él respondió:

-A mí me gustaría mucho que Dios os hubiese dado gracias para conocerlo.

Mas dijo el oficial:

-Si nosotros lo hubiésemos conocido, no podríamos abandonar a nuestro em- perador para dar nuestra vida a su Dios.

Dijo Teodoro:

-Si lo hubieseis conocido, en poco tiempo habríais salido de vuestras tinieblas, y en lugar de poner una confianza frágil en vuestro fragilísimo príncipe de la tierra, os entregaríais a Dios, que es el Dios vivo, el Rey y Señor eterno y combatiríais conmigo en su favor.

Esta increpación de que el Emperador es un príncipe frágil de la tierra y que hay un Rey en el cielo, eterno e inmutable, es algo de dejar a esa gente boquiabierta, pues eran personas que tenían una vaga idea de la post vida, pero tan vaga, contradictoria y llena de leyendas, que prácticamente no funcionaba. No tenían más que una idea muy vaga, de vez en cuando algunos destellos de un juicio según leyes que nadie sabía cómo eran.

Sin embargo, viene alguien que afirma, proclamando, la verdad de la fe, teniendo en la frente una especie de prueba de esa fe; nos podemos imaginar el impacto que eso tuvo en el juez, en el tribuno y en la opinión pública.

Exhortaba a los católicos que eran conducidos al martirio

“Dejémoslo por unos días, dijo el tribuno, él cambiará y vendrá por sí mismo y acabará haciendo aquello que le es más ventajoso”.

Es la regla de los paganos, que los caracteriza cien por ciento: ventaja,ventaja, ventaja, no hay nada más.

Le concedieron un plazo dentro del cual debería hacer sacrificios a los dioses, de lo contrario, sería martirizado.

El santo no se entretuvo en vanas deliberaciones, sino que se empleó en rezar y alabar a Dios incesantemente.

Alabar es un estilo de oración, pero en este caso, es casi más bonito que las otras formas de rezar. Una persona que marcha hacia un martirio horrible y que alaba a Dios, por quien será martirizado, ¡qué hermosa alabanza! Se tiene la impresión de que un ángel no cantaría mejor.

Los gladiadores no eran mártires, sino esclavos o personas libres de baja condición que luchaban entre sí para entretener al público. Antes de comenzar el combate, se alineaban ante la tribuna del emperador, y decían la frase: “Ave César, morituri te salutant” – “Ave César, los que van a morir te saludan”. Después comenzaba el combate.

San Teodoro le decía esto a Dios: “Ave, oh, Dios, aquél que va a morir te saluda, pero que sabe que va a vivir en Ti”. ¡Es bello!

Mientras tanto, los perseguidores buscaron cristianos entre los habitantes para ser conducidos también a la cárcel. Teodoro los seguía, exhortándolos a ser firmes y fieles a Jesucristo.

Es decir, el tiempo que se le dio para dudar, lo empleaba rezando o acompañando a otros al martirio. Era, naturalmente, gente menos importante que él, a quien los perseguidores no tenían miedo de matar. Él acompañaba a los demás al martirio, exhortándolos: “¡Sostengan, protesten contra el juez, sean firmes hasta el final, confiesen el nombre de Jesucristo!”

Podemos imaginar la ira de los que le habían dado plazo, al ver cómo lo empleaba. El transporte al lugar del martirio era hecho por una especie de piquete de soldados que llevaban a los condenados a la vista de toda la ciudad. Los paganos abucheaban a los que iban a morir. Fuera del piquete estaba Teodoro, el soldado: “Aguanten, dura poco, la eternidad viene, Dios merece, ¡Jesucristo es nuestro Dios!”

En todas las ocasiones que le dieron, manifestaba de esa manera su celo por el servicio de Dios.

Incendia un famoso templo pagano

Ahora viene un modo de manifestar su celo que hace dudar al padre Rohrbacher, pero lo menciona poniendo al lado de san Teodoro una gran autoridad. Dice el autor:

Había un templo en medio de la ciudad, a orillas del río llamado Ires. Este templo estaba dedicado a la diosa Cibeles, que las fábulas llamaban “la madre de los dioses”. Teodoro, encontrando la ocasión favorable, incendió el templo durante la noche, que fue reducido a cenizas, con los ídolos que en él existían.

Por la discusión que viene después, se ve que, entre otras intenciones, estaba a punto de demostrar que los ídolos no valen nada, cualquiera les prendía fuego. Era, pues, una prueba de que tenía razón, pero también un escarnio a los idólatras.

Lo que San Gregorio de Nisa relata como una generosidad encomiable, aunque el Concilio particular de Elvira parezca censurar acciones de este tipo. Teodoro, sin embargo, no ocultó su acción; se jactaba públicamente, en las conversaciones, de que era él quien había prendido fuego. Por lo que fue denunciado y compareció ante el tribunal del gobernador con tal seguridad que más parecía juez que acusado.

¡Es extraordinario! Con la Fe resplandeciendo en la frente, siendo el juez de su juez, sabiendo que caminaba hacia una muerte terrible.

Reconoció el hecho que le era imputado. El juez le preguntó por qué había quemado a la diosa del lugar, en vez de adorarla. El Santo respondió que había encendido un leño para poner a prueba a la diosa y ver si era combustible o no. Y que el fuego la había atacado y quemado, porque toda su fuerza había consistido sólo en materia y eso se quema.

Ahora bien, él estaba dando un argumento para no adorar: “¿Cómo puede ser una diosa, si yo la quemé? ¿Qué vale eso?” El juez hizo lo que tantas veces hacen los impíos, es decir, cuando los buenos dan un argumento, no contra argumentan porque no tienen nada que decir. Entonces se indignan.

El juez se encolerizó, mandó azotarlo y lo amenazó con otros suplicios mucho más severos si no obedecía las órdenes de los emperadores.

Como era de una familia influyente, el juez ordenó que lo azotaran, pero no lo condenó a muerte. Quería ver si apostataba, para no tener problemas con la familia, o al menos un problema lo más pequeño posible.

El Santo respondió que los suplicios más terribles no le harían obedecer a los hombres contra lo que Dios mandaba, y que la esperanza que él tenía en los bienes del cielo le quitaba todo temor de los males que le amenazaban en esta tierra.

Uno de los lados de su cuerpo fue desgarrado con uñas de hierro

El gobernador, viéndole insensible a estas amenazas, trata de sobornarlo con promesas magníficas que le hacían esperar honores, dignidades e incluso la calidad de pontífice de uno de esos dioses.

Teodoro se burló de estas promesas y volvió a sus amenazas, cuyo efecto era muy cercano; le aseguró al juez, haciendo una señal de la cruz sobre todo su cuerpo, que, aunque el juez lo hiciera derretir en el fuego, lo cortase en pedazos, no dejaría de confesar a Jesucristo hasta el último aliento.

El juez, renunciando entonces a todos los medios de dulzura, hizo poner al Santo sobre un caballete. Y ordenó que le rasgaran uno de los lados con uñas de hierro, lo que fue ejecutado con tanta crueldad que sus huesos quedaron todos al descubierto.

¡Podemos imaginar el dolor lacerante que una cosa de esas puede causar!

No le dijo nada al juez, sino que cantaba: “Bendeciré al Señor en todo momento, su alabanza estará siempre en mi boca”.

Este versículo que cantaba es de un salmo. “En todo momento”, es decir, en los momentos buenos, o en los momen- tos difíciles. “Por más que sufra, ¡yo lo alabaré!” Si eso no es grandeza de alma, ¡no sé qué es grandeza de alma!

Luces envolvían al santo

El juez, asombrado por tanta fortaleza en el sufrimiento, le dijo:

– ¿No tienes vergüenza, miserable como eres, de poner tu confianza en ese hombre que llamas Cristo, que te está haciendo morir como un infeliz? ¿Tú no te avergüenzas de exponerte sin consideraciones a los tormentos y a los suplicios?

Teodoro respondió:

– Esta vergüenza es para mí y para todos los que invocan el nombre de Jesucristo una razón de alegría y de gloria.

Entonces fue expuesto a la tortura y luego enviado a prisión donde Dios manifestó las maravillas de su poder a propósito de Teodoro. Porque, según cuenta San Gregorio de Nisa, se escuchó durante la noche la voz de una multitud de personas y se vio algo así como una multitud de lámparas. El carcelero, sorprendido por este doble prodigio entró en la cárcel y no vio otra cosa que al Santo que descansaba plácidamente en medio de los prisioneros.

¡Es admirable! ¡Un hombre que ha sufrido estas torturas consigue dormir! ¡Es inconcebible! En la víspera de otras torturas, tranquilamente.

Las voces y luces lo envolvían y eran notorias para el carcelero.

El juez ordenó a la mañana siguiente que fuera llevado de nuevo para someterlo a otras torturas. Y considerándolo invencible en todos los puntos, dictó la sentencia de muerte y lo condenó a ser quemado vivo, lo que se hizo inmediatamente.

Fortaleza sobrehumana de los mártires

Así termina la historia de San Teodoro. Si no fuera por el hecho de que hay una corriente de episodios similares, podría llamarse “San Teodoro el Grande”. Pero la cuestión es que el concepto de grande tiene dos sentidos: uno es delante de Dios, y en esa acepción todos los santos son grandes; otro es delante de los hombres. En este sentido, por más profundo que sea el concepto de grandeza, se llaman “grandes” los que son mayores que los del mismo género. Ahora bien, los mártires gloriosos son tan numerosos que se duda en decir que él es mayor que muchos otros. ¡Sin embargo, pudimos ver cuán grande es!

Consideremos ahora la repercusión de estos hechos en la opinión pública.

Nosotros no tenemos los documentos directos, tanto más cuanto que las fuentes paganas no tratan del cristianismo sino muy poco y de paso. ¿Cómo entonces podemos saber cuál es la reacción de la opinión pública? Por la marcha progresiva de las conversiones. Torturas, conversiones; torturas, conversiones… Se comprende que, ante un mundo dividido, actos como estos despertaban, en el fondo de las almas, restos de razón natural naufragados dentro de la podredumbre romana. Junto con estos restos venía la gracia de Dios que daba a las almas un discernimiento, una apetencia de bienes sobrenaturales que, de sí, la naturaleza humana no tiene, despertando por su luz, por su fuerza, incluso en las almas más pútridas, impulsos generosos.

En la lucha de siglos entre los mártires y sus perseguidores vemos dos cosas espantosas. De un lado la fortaleza sobrehumana de los cristianos al soportar tales tormentos. De otro, la crueldad de los verdugos.

Causa sorpresa ver que instrumentos no quirúrgicos, sino de tortura, manipulados no por manos de cirujanos condenados al éxito de la curación y que duela lo menos posible, sino empeñados en maltratar, los cuales toman el hierro caliente y ponen a fondo, regocijándose cuando el paciente gime, y que cortan, cortan y destrozan… ¡Que las personas dotadas de nuestra naturaleza hayan soportado cosas así es un milagro patente! El ser humano no tiene fuerza para ello por su naturaleza. Tendrá vigor para ir a un combate, siempre con la esperanza de salir ileso, pero caminar hacia la tortura de esa manera el hombre no tiene fuerza.

Ahora bien, los mártires aguantan desafiando y mueren en la serenidad de sus almas. ¿Cómo se puede comprender eso sin el milagro? Hay, pues, un milagro evidente invitando a esa gente a convertirse.

Fuerza de Dios que penetra, empapa y toma cuenta de todo

Otra cosa que excede también la estatura humana es la maldad de los hombres que ordenan estas ejecuciones y las practican. Se diría que la criatura humana baja por debajo de sí misma cuando hace eso. ¡Se encuentran menos raramente hombres que realizan eso, pero que multitudes enteras lo practiquen es inimaginable! Aún más multitudes del más grande, más civilizado, más culto y más rico imperio que había en la Tierra.

Esas multitudes se entregan al placer de ver el tormento de los demás, esa manifestación de sadismo colectivo que da la impresión de psicosis sin serlo, eso es una cosa también increíble, dentro de la cual se ve la acción del demonio combatiendo contra la acción de Dios. Este es un choque mayor que los meros hombres comprometidos, de lado a lado, que da toda la belleza al episodio. La pulcritud del episodio viene de un modo relevante, a mi juicio, de esto: el shock en el que Dios vence y escarnece del demonio.

En efecto, a lo largo de una tortura así, en la opinión pública muchos se ponen peor. ¡Se entregan así al demonio! Algunos se ponen mejor. Ellos ya saben que, si mejoran, se expondrán a una tortura así, y que su camino es el que están viendo. No es como una conversión de hoy, en la que el individuo es bautizado, el sacerdote felicita, se va a su casa tranquilo; si su familia es católica le hace una fiesta. No es eso, ¡no! En ese momento, el convertido sabía: “Esto me llevará a aquellos padecimientos. Mi conversión me está poniendo en la fila de los que van a morir. Está bien, ¡me pongo en la fila!” ¡Es realmente admirable!

Se podría objetar que el efecto de eso en la opinión pública es nulo. Una opinión pública de gozadores y bandidos sólo puede ser insensible a eso, y jamás los católicos dejarán de ser una minoría.

Sin duda, esa era la apariencia. Los católicos vivían bajo la tierra. Cuando Constantino dio libertad a la Iglesia e hizo un edicto ordenando cerrar los templos paganos, no hubo protestas y todo terminó, porque, a decir verdad, no había más paganos en Roma.

La ilusión era que los paganos tenían la popularidad y todo el poder. De hecho, existe una dinámica del mal a la manera de un gas venenoso que se dilata y conquista fácilmente. Sin embargo, hay una fuerza de Dios que muchas veces es subterránea, no se percibe, pero que penetra, empapa, cuida de todo sin que se tenga idea. En cierto momento, cuando se va a ver, Él venció.

Seamos como San Teodoro y vamos con coraje hacia adelante

Eso se da con los que, en nuestros días, luchan por la Contrarrevolución [1].

Constituyen una minoría azotada por todas las severidades de la guerra psicológica revolucionaria; acosada con las múltiples formas de tortura del desdén, de la ignorancia, de la persecución de sus más cercanos, y dentro de la propia Iglesia, de tal manera que un católico contrarrevolucionario podría decir: alienus factus sum in Domus matris meæ – Me he convertido en un extraño en la casa de mi madre (cf. Sal 69, 9). De tal manera el contrarrevolucionario es insultado, aislado, expulsado de todos lados. Se diría: “Minoría sin futuro, condenada eternamente a ser insignificante y para quien no trabaja la victoria.”

¡Seamos nosotros como «Teodoros» y sigamos adelante con coraje! Quizás no nos demos cuenta, como San Teodoro no notó las conversiones que él mismo iba determinando; pero una cosa es verdadera: el sufrimiento de los que padecen por la Virgen es semilla de nuevos cristianos. Esta es la lección que san Teodoro nos da. Oremos a él.

Notas
[1] Por Revolución el Dr. Plinio entendía el movimiento que desde hace cinco siglos viene demoliendo a la cristiandad y cuyos momentos de apogeo fueron las grandes cuatro crisis del Occidente cristiano: el protestantismo, la Revolución francesa, el comunismo y la rebelión anarquista de la Sorbona en 1968. Sus agentes impulsores son el orgullo y la sensualidad. De la exacerbación de esas dos pasiones resulta la tendencia a abolir toda legítima desigualdad y todo freno moral. A su vez, denominaba a la reacción contraria a ese movimiento de subversión como Contra-Revolución. Estas tesis están expuestas en su ensayo Revolución y Contra-Revolución
(cf. CORRÊA DE OLIVEIRA, Plinio. Revolução e Contra-Revolução. 5.ª ed. São Paulo: Retornarei, 2002), publicado por primera vez en la revista mensual de cultura Catolicismo en abril de 1959

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