
Plinio Corrêa de Oliveira.
Perteneciendo a una de las más nobles familias del Imperio Bizantino, Teófanes abandonó todas sus riquezas y se dirigió hacia un monasterio, del cual sería Abad. Un emperador, adepto de la secta de los iconoclastas, lo lanzó en un calabozo, donde permaneció por dos años sufriendo horribles privaciones y azotes. Después fue exiliado hacia Samotracia, y allí entregó su bella alma a Dios.
Un hombre común, de la vida corriente, que se llamara Teófanes podría darnos la impresión, antes de conocerlo, de alguien perteneciente a lo que se suele llamar clase media baja, de una manera extremadamente anacrónica dentro de esa clase, vestido a la conservadora, con un cuello almidonado alto y amarillento, una corbata pequeña ensebada, tosiendo muchísimo, con las gafas a media distancia entre la punta y la parte superior de la nariz, con una vocecita ronca, flaco y pretencioso.
Ese podría ser, según nuestra imaginación, el Sr. Teófanes.
Para la sensibilidad de ciertas personas, el nombre “Teófanes” tiene algo de glacialmente sentencioso, rígido. Sin embargo, el sentido etimológico de la palabra es hermoso, porque teofanía es la manifestación de Dios. Ahora bien, un hombre llamado Teófanes debería ser una persona maravillosa, tener una forma de Ángel celeste, héroe, un San Miguel Arcángel, algo así. Pero los conceptos varían y los nombres acaban tomando una connotación peyorativa.
No obstante, cuando se piensa en un Abad Teófanes, ya la cuestión cambia completamente. Porque Abad es un título que evoca a un hombre medio misterioso, aislado, puesto por encima de sus monjes, en general con poca comu- nicación con los otros hombres, y correspondiendo a la frase que leí otro día en una revista de Historia, que ponía en los labios de Moisés: “Señor, hiciste de mí un hombre solitario y poderoso”. Es exactamente la idea que me hago de un abad: poderoso en el orden espiritual, pero solitario.
Todo revestido de un traje benedictino negro, con aquellos pliegues que se desdoblan, una capucha vuelta hacia atrás, un bastón en la mano y un aire lleno de ideas y pensamientos, que habla poco, pero domina a toda una comunidad de cenobitas, todos ellos en silencio o entonando el canto llano, en amplios corredores con arcadas regulares, y que al volver a sus celdas rezan de nuevo, hacen bellas y coloridas pinturas, trabajos e investigaciones inimaginables.
El abad mantiene en la abadía una atmósfera de buen gusto, de lucha guerrera, de polémica y, al mismo tiempo, de recogimiento y de silencio que nos da todo el perfume de la Edad Media; y, más aún, del antiguo monaquismo de Oriente, monasterios griegos situados en montes de nombres fabulosos, en islas del Mediterráneo donde enseñaron los Apóstoles, en colinas de la Tierra Santa donde Nuestro Señor hizo milagros, etc. Esa es la idea que me da un Teófanes abad, incentivándome a conocer su biografía.
Miembro de una de las más nobles familias del Imperio Bizantino
Teófanes, nacido en Constantinopla, pertenecía a una de las más nobles familias del Imperio Bizantino. Al perder a su padre a los tres años de edad, fue educado por el propio Emperador Constantino Coprónimo.
Se casó siendo muy joven, prácticamente obligado, con una joven patricia. Pero ambos, de común acuerdo, hicieron el voto de continencia perpetua. Al descubrir esto más tarde, su suegro se llenó de furor pues deseaba herederos que pudiesen gozar de la inmensa fortuna de su yerno. Entonces, se quejó al emperador quien envió a Teófanes a Sísico, con el título de Intendente Real de los Trabajos Públicos en Helesponto y Lisia. Allí el santo encontró a un monje que lo inició en los caminos de la contemplación y, Teófanes abandonó el mundo recogiéndose en un monasterio, donde llegó a ser abad.
¡Qué cosa linda: un dignatario de la corte imperial de Constantinopla! Para pensar en eso es necesario imaginar a los hombres de aquellos orientes, aquellos emperadores de Constantinopla rígidos, con aquellas caras de íconos, todos rodeados de perlas, con aire sentencioso, con una mano que enseña llevando una vara toda hecha de marfil, con una imagen de oro de San Miguel encima, y mirando a todos los siglos, inmóviles sobre un fondo de oro.
Podemos imaginarnos cómo era el palacio imperial en Constantinopla, junto a las márgenes poéticas del Bósforo y la Basílica de Santa Sofía, donde el emperador Coprónimo educó a Teófanes.
Teófanes es un hombre puro que se casa con una joven pura; y los dos, cosa aún más rara, resuelven guardar la castidad perfecta.
El emperador interviene y lo manda a una especie de exilio dorado, con un título meramente administrativo pero pomposo – todos los títulos bizantinos eran pomposos – para ejercer sus funciones en esa región. Imaginemos cómo era una ciudad de provincia de aquel tiempo: pequeña, pero que tiene un pequeño palacio destinado al representante del emperador, con un pequeño trono, siendo la miniatura – ¡pero qué miniatura! – del fausto imperial, y Teófanes moviéndose dentro de todo aquello, delante de un pueblo genuflexo.
Abandona todo y se va al desierto
Entre los que van a hablar con Teófanes aparece un monje venido de algún desierto, de donde salió llevando consigo todos los silencios, de aquellas puestas de sol incandescentes, de aquellas montañas tostadas por el sol, o azotadas por un viento tremendo, de aquellas contemplaciones característicamente orientales, con aquellos ojos enormes que miran hacia un firmamento lindísimo mientras rezan. Ese monje sale de repente de su aislamiento, va a la ciudad y se encuentra a Teófanes.
Podemos imaginar la conversación de los dos:
– Teófanes, ¿de qué te sirve gozar de estas cosas de la tierra? Veo en ti que eres un hombre puro y Dios te llama para una pureza mayor, dejaste las delicias de la carne. Deja ¡oh Teófanes! los otros deleites, pues te aguardan maravillas mayores.
Y Teófanes pregunta:
– Padre santo, ¿qué he de hacer?
– Id conmigo al desierto, donde los varones amados de Dios se separan de todo cuanto es del mundo para vivir exclusivamente en la familiaridad del Señor.
Entonces, Teófanes deja todo y se va al desierto. Eso es ambiente, eso es vida, eso es historia.
Después de hacer promesas de beneficios, el emperador lo amenaza
Años después, cuando León, el Armenio…
¡Qué lindo nombre para un emperador! Todas estas cosas en Constantinopla tienen otro aspecto. ¿Puede haber algo más banal que un hombre ser llamado León? ¿Hay algo más común que un hombre sea Armenio? Pero, “León, el Armenio”, Emperador de Constantinopla, es algo que sobresale de otras cosas por varios imponderables. El Emperador León, el Armenio, que trae consigo los lujos y los misterios de Armenia al trono de Bizancio, ¡es algo mucho más evocativo!
León, el Armenio, renovó las persecuciones a las sagradas imágenes…
Era la herejía de los iconoclastas, que destruían las imágenes en las iglesias, una forma ancestral de protestantismo y progresismo.
… Y supo que Teófanes gozaba de alta consideración entre los católicos de oriente.
Queriendo atraerlo a su causa, lo llamó a Constantinopla. Al llegar allí, recibió una carta del soberano: “Vuestras pacíficas disposiciones me hacen creer que vinisteis aquí para confirmar con vuestros votos mis opiniones sobre ese problema. Ése es – dicho sea de paso – el medio seguro de obtener mis favores y de conseguir para vos, vuestros parientes y monasterios, todas las gracias que están al alcance del emperador conceder…”
Por lo tanto, todas las que existen, pues el emperador de Constantinopla era omnipotente.
Si, por el contrario, os negáis a atender mis deseos, incurriréis en mi indignación y sentiréis todo su peso, vos y vuestros amigos.
Es bien claro el Armenio. En medio de frases amables deja subentedido el soborno o el castigo.
Echado en un calabozo
Teófanes, que nunca se había intimidado con promesas o amenazas, respondió de esta manera:
“Anciano y enfermo como estoy, tengo sumo cuidado de no ambicionar las cosas que desprecié por Jesucristo en mi juventud, cuando me era fácil gozar de las cosas del mundo”.
Linda respuesta. “¿Usted me ofrece lo que yo desdeñé cuando podía gozar? ¿Piensa comprarme con esas cosas, ahora que no estoy en edad de gozarlas?” Se ve cómo desprecia al Armenio…
En cuanto a mi monasterio y a mis amigos, coloco su suerte en las manos de Dios. En cuanto a lo demás, si pensáis asustarme con vuestras esperanzas como se asusta a un niño con las varas, os engañáis; porque, aunque no tenga fuerzas para caminar y esté sujeto a numerosas otras enfermedades corporales, espero que Jesucristo me dará coraje de sufrir por su causa todos los suplicios a los cuales podríais condenarme”.
Todo queda dicho. Está acabado. O sea: “Sus sobornos no me interesan, sus amenazas no me hacen retroceder. Está listo su balance, ¡oh, León, ¡el Armenio!” Es todo un Teófanes quien lo hace, la manifestación de Dios a través de la boca de un hombre.
Encolerizado, el emperador envió a Teófanes a un calabozo, donde el santo permaneció dos años, sufriendo horribles privaciones. Un día llegaron a darle trescientos latigazos.
¡Era un viejo enfermo!
Saliendo de la prisión, lo exilaron en Samotracia, donde murió el 12 de marzo del año 817.
Aquí hemos acompañado la historia de San Teófanes, podríamos imaginar a Samotracia y a San Teófanes muriendo, tal vez debajo de una palmera, al aire libre, asistido solamente por un auxiliar.
Pero en la hora en que murió una bola de fuego subió al cielo y en la ciudad vieron el fenómeno y comentaron: “Murió Teófanes, el virtuoso”, o algo en esa línea. Sería el cierre legendario y simétrico de esta historia. Con esto nos familiarizamos un poco con los esplendores peculiares que la Iglesia tuvo en Oriente.
Extraído de conferencia de 13/3/1971