Por: Luis Felipe Marques Toniolo Silva
Entre los católicos de nuestros días, el interés por el conocimiento de la vida de los santos ha crecido sensiblemente. Cierto pesar, sin embargo, experimentan quienes investigan la biografía de los miembros de la Iglesia Católica naciente, no los de los primeros siglos, sino los de los primeros años y decenios, los que convivieron con Jesús. Los evangelistas fueron muy sucintos al contarnos sus vidas. Narran de forma breve y sencilla la historia de personajes que despiertan la curiosidad de todo cristiano que se dedica a su estudio a lo largo de los tiempos. ¿Quiénes eran los Apóstoles o los discípulos? Aquel grupo de mujeres que seguían a Jesús, ¿qué virtudes tenían? Los que fueron objeto de milagros —ciegos, paralíticos, resucitados—, ¿qué fue de ellos después de ser curados? Pocas palabras y cortas líneas, pequeños rasgos biográficos; esto es todo lo que la posteridad ha heredado.
No obstante, entre los evangelistas destaca el médico San Lucas. Este escritor sagrado, quien al comienzo de su narración anuncia que lo investigó «todo diligentemente desde el principio» (Lc 1, 3), presenta a algunos de los protagonistas del Evangelio con rica información biográfica. ¡Y él no es más que la pluma del Espíritu Santo! Llamado el evangelista de la infancia de Jesús, recoge hechos y personas que no aparecen en otros relatos del Nuevo Testamento, lo que nos lleva a creer que su «diligente» investigación lo condujo hasta testigos oculares, personas aún vivas que habían presenciado los primeros pasos del Redentor, o incluso hasta los protagonistas de los sublimes episodios narrados.
Entre los personajes descritos tan sólo por San Lucas se encuentra Zacarías, padre de San Juan Bautista; y, entre los acontecimientos exclusivos, leemos el anuncio del ángel y el nacimiento milagroso del Precursor.
Zacarías, el levita
«En los días de Herodes, rey de Judea, había un sacerdote de nombre Zacarías, del turno de Abías» (Lc 1, 5). Como primoroso narrador, el culto San Lucas señala el momento histórico de la circunstancia: fue durante el reinado de Herodes. Se trata de Herodes I, llamado el Grande, que reinó sobre toda Palestina del 37 a. C. al 4 d. C. Zacarías, derivado de Zicrí, primo de Aarón, era un nombre común entre los descendientes de Leví (cf. Éx 6, 21 y Neh 12, 16) y significa Dios recordó.
Los levitas formaban la tribu de Israel cuya prerrogativa era el culto y el servicio en el Templo. En tiempos del rey David (cf. 1 Crón 23, 1-5), un censo indica, además de su número, cómo estaban organizados: veinticuatro mil se dedicaban directamente a los sacrificios; seis mil eran escribas o jueces; cuatro mil, porteros; y otros cuatro mil, músicos. El rey-profeta los dividió en veinticuatro grupos o clases, que se alternaban en las funciones sagradas. La octava clase fue la de Abías.
Tras el exilio babilónico y la reconstrucción del Templo, se reorganizó el culto y se restableció el servicio de las clases sacerdotales. Cuando les tocó su turno, el grupo debía reunirse en Jerusalén para desempeñar sus funciones. Así fue como Zacarías, habitante del pueblo montañoso de Ain Karim, a siete kilómetros al oeste de la Ciudad Santa, tuvo que acudir allí para el sacrificio.
El elogio de las Escrituras
Zacarías se había casado con Isabel, cuyo nombre significa Dios juró. Ella también descendía de Aarón. Sobre ellos, el evangelista comenta que «los dos eran justos ante Dios, y caminaban sin falta según los mandamientos y leyes del Señor» (Lc 1, 6). Las Escrituras, siempre parsimoniosas en su descripción de personajes, no escatimó palabras para tejer elogios a la conducta del sacerdote. En el Antiguo Testamento, las almas santas eran llamadas justas, adjetivo dado a varias figuras bíblicas. En el caso de Zacarías, a esta dignidad se suma el hecho de que caminaba «sin falta según los mandamientos y leyes del Señor». ¡Qué elogio! Zacarías era un varón recto, íntegro y fiel.
A las alabanzas a la dignidad del levita se le añade una nota de tristeza: no tenía hijos. Contrariamente a los parámetros modernos, que condenan la prole numerosa, en el Antiguo Testamento los hijos eran un signo de la bendición de Dios, mientras que la esterilidad era considerada una maldición, aunque abunden en las páginas sagradas ejemplos de madres infértiles con hijos milagrosos: Sara, a pesar de ser estéril, concibió a Isaac (cf. Gén 11, 30); Ana en circunstancias similares dio a luz al profeta Samuel (cf. 1 Sam 1, 2-6); y Sansón nació también por un prodigio (cf. Jue 13, 2). La fidelidad de Zacarías se hacía, pues, aún más meritoria, ya que en la adversidad se mantenía irreprochable.
Del Evangelio podemos inferir algunos rasgos más del santo personaje. Como judío fiel, según se desprende de las palabras de San Lucas, su conducta como sacerdote debía ser ejemplar. Los ritos sacrificiales, la forma de oración y el culto vigente entre los israelitas, los realizaba con piedad y fervor. En una época de decadencia moral y religiosa del pueblo elegido, el amor de este sacerdote por las Escrituras contrastaba ciertamente con la frialdad e indiferencia de los levitas de entonces.
He aquí el perfil moral y psicológico de Zacarías, cuya trama de vida pronto se uniría al acontecimiento culminante de la historia.
La prueba de Zacarías
A Zacarías le correspondía ofrecer aquel día el incienso en el santuario del Señor. Era un momento solemne del culto, y todo el pueblo esperaba afuera, porque a este acto le seguía la bendición. Allí, en el ambiente más sagrado de la religión judía, en medio de la nube perfumada que se apoderaba de todo el recinto, se apareció el ángel Gabriel, portador de una buena noticia: «No temas, Zacarías, porque tu ruego ha sido escuchado» (Lc 1, 13a).
¿A qué súplica se refería el celestial mensajero? Ciertamente, Zacarías le había pedido a Dios que pusiera fin a la humillación de la esterilidad y le diera descendencia. Pero las oraciones del santo sacerdote no se centrarían sólo en sus propios intereses. Debe de haber pedido la venida del Mesías, porque había llegado el tiempo de las profecías; debe de haber rogado a Dios que preparara al pueblo elegido para recibir al Prometido; debe de haber implorado al Altísimo que curara el estado de tibieza manifestado entre la clase sacerdotal de Israel, tan recriminado por los profetas.
«Tu mujer Isabel te dará un hijo, y le pondrás por nombre Juan» (Lc 1, 13b), prosigue el ángel, revelando que ese niño «será grande a los ojos del Señor», poseerá «el espíritu de Elías» para cumplir una misión: «preparar al Señor un pueblo bien dispuesto» (Lc 1, 15-17).
El mensaje era demasiado grande para el corazón de aquel anciano. El justo Zacarías sintió la desproporción entre su pequeñez y la magnitud de la promesa divina. Escuchó, vaciló, dudó. Su actitud no sorprende, pues no hay batalla más intensa para el hombre que la de la fe. El sacerdote que había superado todas las luchas de la vida, volviéndose irreprochable, titubeó por un momento.
Por algún misterioso designio, Dios permitió la flaqueza de Zacarías, similar al doble golpe de Moisés en la roca (cf. Núm 20, 11), que lo privó de la entrada a la tierra prometida. Quizá la Providencia aprovechara ese instante de debilidad para enseñar a las generaciones futuras cuán duras son las pruebas de fe, que estremecen incluso el corazón de los hombres más escogidos. Además, esta defección daría oportunidad para que la mediación de María Santísima se manifestara por primera vez en la historia. Sin embargo, el ángel Gabriel anuncia que Zacarías se quedará mudo porque no había creído.
En la compañía de María Santísima
Una vez que Isabel concibió, su prima fue a visitarla en la fase final de su embarazo. El momento de la llegada se convierte en una sinfonía de exclamaciones y cantos sublimes. Isabel, tomada por la gracia, prorrumpe en alabanzas a María: «¡Bendita tú entre las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! Bienaventurada la que ha creído» (Lc 1, 42.45); Juan el Bautista exulta en el seno materno, porque oyó la voz bendita de la Madre de Dios; la Santísima Virgen canta el magníficat.
Pero de estas armonías, Zacarías no participó. Privado de oído, no escuchaba nada; mudo, no exclamaba nada y no cantaba nada.
No obstante, el anciano pudo gozar unos meses de la compañía de María, durante los cuales aprendió verdaderas lecciones de fe de aquella joven tan llena de unción, no por medio de palabras, sino con el ejemplo. Ciertamente se maravilló de que María, elegida para la misión más alta de la historia —¡ser la Madre de Dios! — se ofreciera a ayudar a su prima en las tareas domésticas, como preparar la comida, lavar la ropa o limpiar una habitación.
¡Qué preciosas enseñanzas observó y recogió Zacarías, tal vez el único testigo de estos actos de virtud de Nuestra Señora! Ese retiro mariano preparó su corazón para el nacimiento de su hijo. Y si, por un lado, Zacarías analizaba a la joven, María Santísima también lo observaba. ¡Cuántas veces no habría rezado Ella por el silencioso anciano!
«Juan es su nombre»
«A Isabel se le cumplió el tiempo del parto y dio a luz un hijo» (Lc 1, 57). Y, el día de la circuncisión, surge la discusión entre los familiares: ¿qué nombre ponerle al niño? Interpelado por medio de señas, Zacarías, ahora lleno de fe y obediente al ángel Gabriel, escribe ante los ojos atónitos de todos: «Juan es su nombre» (Lc 1, 63). Al instante, el sacerdote recupera el habla. En ese momento, sin embargo, cualquier palabra sería banal; ¡Zacarías abre los labios para cantar!
Lleno del Espíritu Santo, entona el cántico que la Iglesia recuerda diariamente en las laudes de la liturgia de las horas: el Benedictus. Sus palabras, retenidas durante tantos meses por la mano del ángel, serán repetidas hasta el fin de los tiempos por la voz de la Iglesia: «Bendito sea el Señor, Dios de Israel, porque ha visitado y redimido a su pueblo» (Lc 1, 68). ¡Zacarías canta un himno de fe!
Un corazón sanado por la presencia de María
La pluma del evangelista silencia el resto de la vida de San Zacarías. Es comúnmente aceptado que, ya ancianos, él y su esposa Isabel no permanecieron mucho más en esta tierra; pronto se reunieron con sus padres, mientras su privilegiado hijo comenzaba a ser preparado misteriosamente para su misión.
No obstante, si la atención de San Lucas se centra en la misión de Juan el Bautista y en la vida del Mesías, los breves acontecimientos relatados en el primer capítulo de su evangelio son suficientes para transmitir una preciosa lección sobre la vida de los santos. Incurren en gran error quienes piensan que el camino de las almas virtuosas en la tierra es como un agradable paseo, en el que las luchas, las pruebas y los dolores están ausentes. Al contrario, los santos combaten y sufren, y por eso mismo son dignos de alabanza.
Por último, la biografía de este venerable levita también nos hace comprender que la presencia y el trato con María Santísima pueden restaurarlo todo, incluso un corazón herido por la duda y la desconfianza en Dios.
Además del Evangelio de San Lucas, en este artículo se han utilizado, para la información histórica y exegética, las siguientes obras: TUYA, OP, Manuel de. Biblia comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, t. V, pp. 749-759; IGLESIAS, Salvador Muñoz. Los Evangelios de la infancia. Madrid: BAC, 1986, t. II, pp. 96-97.
La palabra griega que aparece en el Evangelio de San Lucas —kophos— puede significar mudo o sordo, o ambas cosas a la vez. Lo que se infiere de la lectura es que Zacarías se quedó sordomudo, aunque el evangelista no lo diga explícitamente.