San Gregorio Magno

En el Evangelio hoy proclamado (Mt 13, 44-52), queridísimos hermanos, el Reino de los Cielos es declarado semejante a las realidades terrenales para que el alma se eleve de lo que conoce a lo que no conoce, de manera que sea llevada a las cosas invisibles por el ejemplo de las cosas visibles, y como calentada por el contacto de lo que ha aprendido de la experiencia.
Así, el amor que siente por lo que conoce le enseña a amar igualmente lo que no conoce.
“El amor es fuerte como la muerte”
El Reino de los Cielos es comparado aquí, en primer lugar, a un tesoro escondido en un campo: “el que lo encuentra, lo vuelve a esconder y, lleno de alegría, va a vender todo lo que tiene y compra el campo” (Mt 13, 44).
El tesoro es el Cielo, al que aspiramos, y el campo en el que ha sido escondido es nuestra persistente aplicación en alcanzarlo. Venderlo todo para comprar ese campo es renunciar a las voluptuosidades y pisotear todos nuestros deseos terrenales manteniendo una conducta celestial, de modo que nada de lo que halaga a la carne le plazca y que el espíritu no tema nada de lo que destruye la vida carnal.
Asimismo, el Reino de los Cielos es declarado semejante a un comerciante que busca perlas finas. He aquí que encuentra una de gran valor; y también lo vende todo para comprarla. Pues quien conoce, tan perfectamente como le es posible, la dulzura de la vida celestial abandona de buen grado todo lo que amaba en la tierra.
Todo le parece carente de importancia en comparación con esa vida de bienaventuranza: abandona lo que posee y distribuye lo que había acumulado; su alma se inflama por las cosas del Cielo; ya no le agradan nada las de la tierra; todo aquello cuya belleza le encantaba en este mundo le parece ahora deforme, porque solamente el brillo de la perla preciosa centellea en su espíritu. Tan ardiente es ese querer que Salomón afirma acertadamente: “El amor es fuerte como la muerte” (Cant 8, 6).
Dios nos pide que dominemos los deseos de la carne
En efecto, así como la muerte destruye el cuerpo, el amor a la vida eterna extingue la pasión por las cosas corporales, y aquel a quien posee por entero lo vuelve como insensible a los deseos de la tierra.
Santa Inés, cuya fiesta celebramos hoy, no habría podido morir corporalmente por Dios si antes no hubiera muerto espiritualmente a los deseos de la tierra. Su alma, elevada a la cima de la virtud, despreció los tormentos y pisoteó las recompensas.
Llevada en presencia de reyes y gobernadores rodeados de soldados, permaneció firme, más fuerte que quien la golpeaba, superior incluso a aquel que la juzgaba. Y nosotros, adultos llenos de flaqueza, que vemos a jovencitas marchar hacia el Reino de los Cielos a filo de espada, ¿qué acertaríamos a decir ante tales ejemplos, nosotros que nos dejamos dominar por la cólera, henchirnos de orgullo, turbarnos por la ambición y contaminarnos por la lujuria?
Si no podemos conquistar el Reino de los Cielos a través de la guerra de persecución, sintamos al menos vergüenza de no querer seguir a Dios a través de la paz. Dios no nos está diciendo ahora a ninguno de nosotros:
“Muere por mí”, sino únicamente: “Haz morir en ti los deseos prohibidos”. Si en la paz no queremos dominar los deseos de la carne, ¿entonces cómo en la guerra entregaríamos esa misma carne por el Señor?
Amar el Reino, temer el castigo
El Señor concluye su discurso precisamente por donde lo había empezado. Primero afirma que el Reino se asemejaba a un tesoro escondido y a una perla fina; después describe las penas del Infierno, a propósito de los tormentos que allí sufren los impíos; y añade para terminar: “Pues bien, un escriba que se ha hecho discípulo del Reino de los Cielos es como un padre de familia que va sacando de su tesoro lo nuevo y lo antiguo” (Mt 13, 52).
Es como si dijera claramente: “En la Santa Iglesia, el predicador instruido es aquel que sabe expresar cosas nuevas hablando de la dulzura del Reino y, al mismo tiempo, decir cosas antiguas hablando del miedo al castigo, para que al menos los tormentos atemoricen a los que las recompensas no atraen”.
Escuchemos lo que se nos dice del Reino, para amarlo; escuchemos lo que se nos dice del suplicio, para temerlo, a fin de que si el amor no es suficiente para arrastrar al
Reino a un alma adormecida y fuertemente apegada a la tierra, al menos el temor la conduzca hasta allí.
Así es como el Señor habla de la Gehena: “Allí será el llanto y el rechinar de dientes”.
Eternas lamentaciones siguen a los placeres de ahora. Por ello, queridísimos hermanos, si teméis llorar aquel día, huid hoy de la vana alegría. En efecto, es imposible regocijarse ahora con el mundo y reinar con el Señor ese día. Contened el oleaje de la alegría pasajera, domad enteramente los placeres de la carne.
Que el pensar en el fuego eterno os haga amargo todo lo que vuestro espíritu encuentra de agradable en este mundo. Reprimid, por la severa regla de vida que conviene a los
hombres adultos, las pueriles diversiones a las que os entregáis, de modo que, huyendo de las cosas pasajeras, podáis alcanzar sin dificultad las alegrías eternas, con la ayuda de Nuestro Señor Jesucristo.
“Homilías sobre los Evangelios”.Homilía XI, pronunciada en la basílica de Santa Inés el día de su fiesta: PL 76, 1114-1118