Santa Isabel de la Trinidad

Publicado el 11/09/2021

Desde dentro de la propia convivencia celestial, esta mística carmelita es como si nos sonriera, invitándonos a seguir sus huellas en la experiencia trinitaria, en la Tierra y en la eternidad.

A sus siete años ya era una niña inteligente y precozmente contemplativa, de un espíritu firme. Un día se encontraba visitando al canónigo Isidoro Angles, muy amigo de la familia, y en determinado momento —cansada de jugar y de la infantil conversación con su hermana y amigas— se acercó al sacerdote y le susurró al oído:

— Sr. Angles, seré monja. ¡Quiero ser monja!

— ¿Pero qué dice esta traviesa?, exclamó la madre, sobresaltada. Intuitiva como era, la mujer se había dado cuenta que esas palabras tenían una seriedad no muy propias a la edad de su hija. Conocía bien a Isabel y presentía la realización de ese deseo manifestado con tanta firmeza. Estuvo toda la noche atormentada; al día siguiente fue en busca del canónigo y ansiosa le preguntó si realmente daba crédito a esa vocación para su hija. La respuesta le traspasó el corazón como una espada:

— Sí que lo creo.

Victoria sobre un temperamento irascible

Había nacido el 18 de julio de 1880, en el campamento militar de Avor, cerca de Bourges, Francia, donde su padre era capitán; cuatro días después María Isabel Catez era bautizada. Poseía un genio fuerte e impetuoso, personalidad decidida, mirada ardiente, bulliciosa, habladora y muy cariñosa. Se había unido con enorme afecto a su hermana Margarita, tres años más joven, la cual era de índole opuesta: tranquila e incluso tímida.

Cuando tenía sólo siete años vio fallecer a su padre en sus brazos, víctima de un paro cardiaco. Este hecho le marcó profundamente y le dio una sensible experiencia de lo efímero de las cosas terrenas.

Pocos meses después la viuda se mudó con sus dos hijas a un apartamento; desde allí se podía ver a cierta distancia el Carmelo de Dijon.

Esa niña de carácter violento e irascible batallaba por dominarse, ya desde la más tierna edad, con voluntad de hierro. Su hermana atestigua a este respecto: “Llegó a una dulzura angelical a fuerza de luchar consigo misma. La recuerdo muy pequeña con verdaderos accesos de cólera, gritando, pataleando…  Esta niña tan difícil se convirtió en una joven de gran serenidad”. 

En una carta dirigida a su madre el 1 de enero de 1889, demostraba bien ese deseo suyo de vencer su propio temperamento: “Al desearle un feliz Año Nuevo, tengo la alegría de prometerle que seré bien comportadita y obediente; que ya no le daré más una oportunidad para que me regañe; que no lloraré más y que seré una muchachita ejemplar para que usted se sienta complacida en todo”. 

Meses después, en una nueva misiva a su madre, así escribe: “Espero tener muy pronto la felicidad de hacer la Primera Comunión; por eso me portaré más bien todavía, porque le pediré a Dios nuestro Señor que me haga aún mejor”. 

De hecho, el 19 de abril de 1881, día en el que recibió el anhelado Pan de los ángeles, el temperamento de la joven Catez se transformó de forma súbita y profunda. Después de la ceremonia le confió a María Luisa Hallo, su íntima amiga: “No tengo hambre; Jesús me ha alimentado”. Aquel primer contacto con Jesús en la Sagrada Hostia había sido decisivo en su itinerario espiritual. A partir de entonces “el Maestro tomó posesión total de su corazón”.

Ese mismo día en el que había recibido la Eucaristía por primera vez, fue a visitar el Carmelo y sintió una emoción muy honda cuando la priora, la Madre María de Jesús, le explicó que el nombre de Isabel significaba “Casa de Dios”. Tales palabras marcaron indeleblemente a la niña, llamada a una convivencia singular y profunda con la Santísima Trinidad —con “mis Tres”, como diría más tarde—, habitando con especial intensidad en su alma.

Armonía entre la vida mística y la vida social

Dotada de peculiares dones musicales, a los ocho años empezó a estudiar en el Conservatorio de Dijon, donde fue galardonada en varias ocasiones. Con sólo trece años recibió el primer premio de piano, en un concierto que repercutió en la prensa local y por ello pasó a ser conocida en la ciudad como una instrumentista de gran talento.

No fue a la escuela, a parte del Conservatorio. Era costumbre en aquella época que las niñas recibieran la educación en casa, con profesoras particulares contratadas por la familia. Además que las clases de piano le ocupaban mucho tiempo y era invitada constantemente a conciertos o veladas musicales.

La Sra. Catez y sus hijas tenían un gran círculo de amistades. En la Francia del siglo XIX, aún perfumada por la “dulzura de vivir”, las relaciones sociales proporcionaban innumerables placeres inocentes, como las sesiones musicales, el tenis, los picnics y las excursiones a la montaña o a encantadores pueblecitos franceses.

Todas estas actividades mantenían a Isabel y sus amigas continuamente ocupadas, dentro de un ambiente de alegría difícil de imaginar hoy en día.

Así, los paseos, la música y otras muchas diversiones formaban parte del día a día de Isabel. Le encantaban las montañas y los bosques, los juegos, las iglesias y las aldeas francesas. Disfrutaba también intensamente de los frecuentes viajes que su familia hacía por el sur de Francia. Era feliz en medio de una sociedad que no impedía para nada la práctica de la virtud ni creaba dificultades a la vida interior de aquella contemplativa adolescente.

La misma Isabel narra un acontecimiento decisivo en su itinerario espiritual ocurrido en esa época, poco antes de cumplir los catorce años: “Un día, durante la acción de gracias, me sentí irresistiblemente impulsada a escoger a Jesús como único esposo; y sin más dilaciones, me uní a Él por el voto de virginidad. […] la resolución de ser toda suya se hizo en mí más definitiva aún”. 

Una vez que se acabaron las vacaciones la primogénita de los Catez regresaba ya a Dijon, cargada de saudades del Carmelo, cuyo carrillón escuchaba con placer, cuyo jardín divisaba desde su ventana y a cuya capilla dirigía sus pensamientos. Un impulso místico la transportaba a aquellos muros benditos, tan cercanos, pero al mismo tiempo tan distantes.

Anhelo por el encuentro con el Esposo

Después del verano de 1898, cumplidos los 18 años, Isabel tomó la firme determinación de entrar en el Carmelo. Sin embargo, se encontró con un obstáculo insuperable: la perentoria negativa de su madre, a la que, aún sufriendo enormemente, se sometió con resignación. Sólo cuando cumpliera los 21 años, la mayoría de edad de la época, sería autorizada a realizar su anhelo.

Los años de espera no hicieron sino favorecer una evolución espiritual en Isabel, apoyada en grandes maestros del Carmelo, especialmente Santa Teresa de Jesús, San Juan de la Cruz y Santa Teresa de Lisieux, fallecida hacía poco, en 1897. Con especial fuerza resonaría en el espíritu de la futura religiosa la lectura de Historia de un alma, que ya circulaba por toda Francia.

Durante una Misión de los redentoristas, realizada en Dijon en 1898, nació en el corazón de Isabel el deseo de ser víctima expiatoria, de conseguir almas para su Esposo, de ayudarle a cargar la Cruz.

Registró estos propósitos en su Diario Espiritual, el último día de la Misión, que concluía en estos términos:

“¡Oh Esposo mío, mi rey, mi vida, mi amor supremo, susténtame siempre en este camino de la Cruz que he escogido para compartirlo, porque sin ti nada puedo!”.

En junio de aquel año, la Sra. Catez autorizó a su hija a que visitara a las carmelitas e Isabel presentó a la priora del convento su pedido de admisión. De ahí en adelante se fue apartando cada vez más de la vida social. Seguía compareciendo a algunas reuniones, pero su espíritu estaba ausente.

A principios de 1900 participó en unos ejercicios espirituales predicados por un jesuita, el P. Hoppenot.

El día de la clausura, el 27 de enero, anotó en su Diario Espiritual: “Me entregué de tal forma al buen Maestro que me abandoné a Él y le confié todos mis deseos más queridos. Soy su víctima. Que haga de mí lo que le plazca.

Que me asuma en el momento que quiera, porque estoy lista y vivo en la expectativa de eso”. 

Surgieron todavía varios impedimentos que retardaron su entrada en el Carmelo, pero su anhelo, por fin, se hizo realidad el 2 de agosto de 1901.

Aun siendo postulante, ya se sentía carmelita y todas las cosas del convento le encantaban. El jardín, los claustros, la regla, el recogimiento, el silencio… de tal manera todo le hablaba de Dios que llegó a afirmar: “Sólo un ligero velo parece separarnos y que está a punto de aparecerse”. 

En la festividad de la Inmaculada Concepción de ese mismo año tomó el hábito de novicia y menos de dos años después, el 11 de enero de 1903, hizo la profesión religiosa.

Purificada por el sufrimiento

No obstante, durante el noviciado se retiraron esas gracias primaverales. El alma de la esposa de Cristo, a Él ofrecida como víctima por amor, empezaba a ser acrisolada en el dolor y la probación: “A las radiantes claridades de postulante sucedieron, para Sor Isabel de la Trinidad, las tinieblas de una noche profunda”, atestigua la priora de la época, la Madre Germana de Jesús. “Es imposible decir lo que sufrió entonces esta inocente
hija, poco antes asentada en una paz que parecía inalterable”. 

“La mano divina —esclarece el P. Philipon— no le ahorrará las purificaciones supremas por la que Dios acostumbra introducir a las almas heroicas en la paz inmutable de la unión
transformante, y elevarlas por encima de todo gozo y de todo dolor”. 

De este modo, la joven risueña y bulliciosa, acostumbrada a apurar con entusiasmo los inocentes placeres de la vida, aprendía a aceptar con connaturalidad los sufrimientos más terribles.

El secreto más íntimo
Analizando el itinerario espiritual de Isabel de la Trinidad, el teólogo dominico ya mencionado, Marie-Michel Philipon, describe pormenorizadamente la actuación de los dones del Espíritu Santo sobre ella y afirma que ha sido el de la sabiduría —el más divino de todos los dones— el que le permitió participar, en el más alto grado posible en esta Tierra, del conocimiento experimental que Dios tienemde sí mismo en el Verbo, que da origen al Amor.

Isabel se sentía como hija adoptiva de la Trinidad, en una
completa connaturalidad con Ella, de manera que todos sus actos provenían de su alma y, al mismo tiempo, de Dios. Vivía constantemente, por así decirlo, en el corazón mismo de en las relaciones de María con la Trinidad. Se imaginaba al Padre inclinándose sobre Ella, deseando que fuese Madre en el tiempo de Aquel de quien es Padre en la eternidad. Y vislumbraba al Espíritu de Amor —engendrando al Verbo Encarnado, a partir de su Fiat.

“Voy a la vida, a la luz, al amor”

En la primavera de 1905, Isabel empezó a sentir los primeros síntomas de una enfermedad incurable en su época. Se trataba de la enfermedad de Addison

Sabiendo que estaba camino de la muerte, creció en ella el deseo de hacer el bien a las almas, uniéndolas a la Trinidad Santísima. Se multiplicaron los escritos de despedida y las cartas con consejos espirituales. 

Tras su muerte, Sor Isabel continúa siendo un ejemplo de alta espiritualidad y singular vida trinitaria, invitándonos a seguir sus huellas en la experiencia de la vida en Dios. Más que enseñanzas teológicas transmitió para los siglos futuros una rica vivencia mística, madurada de forma impresionante en tan sólo unos pocos años en el Carmelo y abundantemente relatada en cartas y otros escritos.

Este legado para el porvenir es así descrito por el Papa Juan Pablo II en la homilía de su beatificación: “A nuestra humanidad desorientada que ya no sabe más encontrar a Dios o lo desfigura, que busca alguna palabra en la que fundar su esperanza, Isabel le da el testimonio de una apertura perfecta a la Palabra de Dios que ha asimilado al punto de alimentarse de ella verdaderamente su reflexión y su oración, al punto de encontrar ahí todas las razones de vivir y de consagrarse a la alabanza de su gloria”. 

Por eso su mensaje se difunde hoy con una singular fuerza profética.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n° 88, noviembre de 2010; pp.28-32

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