Su vida se podría resumir en las palabras del Apóstol: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo». Aceptando las pruebas que la Providencia le pedía, dejó que la cruz del Señor la transformara, uniéndola al Redentor.
En el centro de la península italiana se encuentra la ciudad de Mercatello, tierra natal de Úrsula, séptima y última hija del matrimonio Francisco Giuliani y Benedicta Mancini, nacida el 27 de diciembre de 1660.1
La historia de esta mujer se distingue por su íntima relación con la Pasión de Nuestro Señor Jesucristo. No es casualidad que Úrsula pasara a llamarse Verónica, nombre que significa, según la interpretación tradicional, verdadera imagen, pues la Providencia le había reservado el especial llamamiento de asemejarse, a través del sufrimiento, al divino Maestro.
Infancia de un alma predestinada
Hechos cotidianos acaecidos durante su infancia muestran el singular camino que Dios le había trazado.
Cierto día, una criada de la casa se llevó a la niña, que aún no hablaba, de compras. Un comerciante quiso obtener un beneficio injusto en la venta de su aceite; entonces, éste escuchó esta frase pronunciada por Úrsula: «Haz justicia, que Dios te ve».2 El asombro se apoderó de todos, quienes, confundidos, no sabían si centraban su atención en el hecho de que aquellas eran las primeras palabras de la niña o en la sabiduría que contenían.
Otro episodio digno de nota ocurrió cuando tenía unos 4 años, durante la enfermedad que llevaría a la muerte a su madre. En el momento en que Benedicta iba a recibir el viático, la pequeña Úrsula, al ver las sagradas especies, le pidió al sacerdote que se las diera también a ella. Los presentes, para distraerla de este pueril y santo deseo, le dijeron que sólo había una partícula; entonces ella les contestó que se podía sacar un fragmento de ésta, «pues, así como un espejo —símil que ella misma hizo con prodigiosa habilidad— roto en varios pedazos no deja de representar el objeto entero en todas sus partes, así en las fracciones de la sagrada hostia rota todo Jesús estaría por entero».3
Aún en su primera infancia, su mayor entretenimiento era una particular devoción. En una de las paredes de la casa había un cuadro de la Virgen con su Hijo. La niña tenía la costumbre de adornar la sencilla representación con cintas de su propio vestido, y allí conversaba con la Madre de Dios y el divino Infante, incluso se llevaba la comida e invitaba al Niño Jesús a alimentarse. Sus actos de piedad fueron recompensados cuando cierto día escuchó a la Santísima Virgen decirle: «¡Hija, este Hijo mío te ama mucho! Prepárate, que Él será tu esposo».4 Y, en otra ocasión, unas palabras pronunciadas por el Salvador definieron cuál sería la marca de su vida: «Esposa mía, la cruz te espera».5
Para los lectores del siglo xxi, inmersos en una sociedad completamente hecha de materialismo, tales hechos pueden sonar a mera leyenda. Pero aquellos que tienen fe saben ver en los acontecimientos un sentido más profundo. En efecto, la historia nos muestra que, a través de estas gracias, la Providencia le hacía a Úrsula una invitación, que ella aceptó enteramente.
Comienza su lucha
Al enviudar, su padre decidió trasladarse a la ciudad de Plasencia. Úrsula y sus hermanas se quedaron en Mercatello al cuidado de un tío suyo, siguiendo a su padre unos años después. Durante este período, permaneciendo fiel a la alianza establecida con lo sobrenatural, fue cuando decidió hacerse religiosa. Fijó dicho propósito con mucha oración y fervor en sus comuniones y, manteniendo el corazón recogido en Dios, empezó a seguir un camino de penitencias.
Las tentaciones y dificultades no tardaron en aparecer. Una vez, se le presentaron dos demonios con apariencia humana, en actitud poco modesta, para estimularla a desviarse de la práctica de la virtud angélica. Ella no se dejó llevar con tal escena y huyó a toda prisa. Estas luchas fueron continuas en su vida; sin embargo, su alma, absorta en lo que hay de más elevado, siempre salía victoriosa de las insidias del Maligno.
En esta etapa de su vida, no obstante, la batalla más ardua la libró contra el empecinamiento de su padre por conseguir que contrajera matrimonio. Ante la joven se abrían dos caminos: entregarse a los placeres terrenales conviviendo con los suyos o cumplir la voluntad de Dios, que estaba clara en su interior. Úrsula optó por la segunda vía.
Entre los innumerables esfuerzos para que siguiera el camino del mundo, el Sr. Giuliani logró que otra de sus hijas, una religiosa de un monasterio de Mercatello, tratara de persuadirla. Este intento sólo obtuvo de Úrsula la respuesta que bien podría aplicarse a quienes pretenden desvirtuar las vocaciones auténticas: «Ten cuidado de no decirme ni una palabra más sobre esto; y si hablas más de eso, no volverás a verme. Y tú, como religiosa, deberías avergonzarte de semejantes discursos, pues estás en contra de los sentimientos de Santa Clara, que te insta a la religión, no a la vanidad del mundo».6 Tan pronto como estas palabras llegaron a oídos de su padre, éste finalmente dio su consentimiento para que se cumplieran los deseos de su hija.
Ingreso en el convento
La primera tentativa de entrar en el convento de las clarisas capuchinas de Città de Castello se vio frustrada al no haber plaza. Al presentar su solicitud por segunda vez Úrsula fue admitida, ciñéndose el sagrado cordón el 17 de julio de 1677, aún sin haber cumplido los 17 años. Tres meses después tomó el hábito de religiosa, recibiendo el nombre de Verónica. Al finalizar el noviciado, en 1678, hizo los votos de pobreza, castidad y obediencia.
Convencida de su vocación, su principal deseo fue convertirse, a través de la oración y el sufrimiento, en «mediadora entre los pecadores y Dios para destruir completamente los pecados del mundo».7 Unida en sus intenciones a Cristo crucificado, Verónica supo ver en cada prueba que se le presentaba en el monasterio un medio de unión con el Señor.
En la vida comunitaria desempeñó numerosos oficios, como cocinera, enfermera y sacristana. A la edad de 34 años recibió el cargo de maestra de novicias, que ejerció durante veintidós años, hasta ser nombrada abadesa durante más de una década. Varios prodigios acompañaron la ejecución de estas tareas, desde la multiplicación de quesos hasta la curación física y espiritual de los enfermos. En la sencillez de la vida monástica, su lema era: «Confía en Dios».8
Misterioso cáliz de la Pasión de Cristo
Dios le concedió gracias especiales al comunicarse con ella por medio de visiones sobrenaturales, que Verónica llamaba «recogimientos». En una de sus primeras revelaciones, el Señor se le apareció con la cruz sobre los hombros, invitándola a sufrir. Al depositar el madero en su corazón, le hizo comprender el inestimable valor del dolor.
En otra visión, el divino Maestro le mostró un cáliz, que ella comprendió ser un símbolo de la pasión que habría de experimentar dentro de sí misma. Esta aparición se repitió varias veces y de diferentes maneras. En una de ellas le fue revelado que, cuando tuviera que beber de ese cáliz, sufriría tanto por parte de los demonios como por los hombres y hasta por el mismo Dios, con arideces y desolaciones interiores. Sedienta de esa «bebida embriagadora», reservada a los corazones inflamados de amor, Verónica ansiaba sorberla.
En cierta ocasión se le apareció la Virgen con su divino Hijo a su lado. Éste le entregó a su Madre un cáliz lleno hasta el borde. Al recibirlo, María Santísima le dijo a Verónica: «Hija, te doy este don de mi Hijo».9 Ese cáliz quedó grabado en su espíritu, haciendo que su delicada naturaleza se estremeciera de horror. Muchas veces el misterioso líquido allí contenido era derramado sobre ella, abrasándola en un ardor de fuego. Otras veces, caían gotas sobre su comida, volviéndola amarga y de sabor desagradable. Finalmente, algunas se transformaban en espadas, lanzas y flechas que dilaceraban su cuerpo, atravesando su corazón. Mientras tanto, los demonios la tentaban con las más horripilantes inmundicias, y el aparente alejamiento de Dios la llevaba a sentirse privada de todo auxilio, angustiando su alma.
Pero este símbolo de los padecimientos diarios que sufría no sólo le traía amarguras. A veces le proporcionaba una sensación de consuelo, fundamentada en la certeza de que ése era el medio elegido por Dios para su santificación: su felicidad consistía en saber que su alma estaba en orden, al estar cumpliendo la voluntad divina.
Coronación de espinas y desposorio místico
La trayectoria de Verónica seguía los pasos de la Pasión y, un día, el Señor le concedió la gracia de recibir místicamente la corona de espinas. Los dolores provocados por las punzadas la acompañarían, ora más sensible, ora menos, hasta el final de su vida, causándole desmayos a menudo. Además, se notaba un círculo rojizo alrededor de su frente y, en otras ocasiones, se veían pequeñas ampollas y marcas amoratadas redondeadas en forma de espinas, que descendían hacia sus ojos. Una de estas marcas atravesaba su ojo derecho, provocando que derramara lágrimas sanguinolentas.
Como las hermanas del monasterio no hallaban la manera de ayudar a Verónica con su «enfermedad», el obispo diocesano, Mons. Lucas Antonio Eustachi, decidió actuar con cautela. Determinó que la sometieran a un tratamiento médico y una cirugía para tratar de curar esas marcas, que podrían ser causadas por alguna enfermedad desconocida. No se obtuvo ningún resultado y las marcas permanecieron en su rostro. Ante la imposibilidad de curar las heridas, el obispo declaró que dicho fenómeno no podía atribuirse a causas naturales.
Al verla así ceñida con su corona regia, el divino Salvador pensó que había llegado el momento de realizar el desposorio místico con Verónica, que le había prometido desde la infancia. Las nupcias, celebradas durante la comunión del domingo de Pascua de 1694, fueron preparadas por gracias arrebatadoras de amor a Dios y del deseo abrasado de unirse a Él, seguidas de un período de completa aridez y oscuridad interior, durante el cual Verónica repetía con suma resignación: «Dios mío, si es de tu agrado que yo esté así, el mío también es firme en lo mismo. No quiero nada más que tu voluntad y tu completo agrado».10
Las llagas del Señor
Por una acción especial de la gracia, Verónica comprendía el misterio que esconde el sufrimiento. Aceptando y amando el sacrificio, se sintió inspirada a pedir ser crucificada con Jesucristo, petición que no tardó en ser atendida.
Durante una manifestación sobrenatural que tuvo lugar el Viernes Santo de 1697, vio que de las divinas llagas del Señor salían cinco rayos, que se transformaron en pequeñas llamas. Cuatro de ellas contenían clavos, que le perforaron las manos y los pies, y la otra tenía una lanza de oro, que le atravesó el corazón. «Sentí un gran dolor; pero en el mismo dolor me vi y me sentí completamente transformada en Dios»,11 explicó Verónica más tarde.
Habiendo sido informado de tales fenómenos, Mons. Eustachi quiso una vez más asegurarse de la veracidad de los hechos. Para ello nombró al sacerdote jesuita Juan María Crivelli confesor extraordinario del convento por dos meses, con permiso para someter a Verónica a diversas pruebas.
Tras haber escuchado la confesión general de la religiosa y el relato pormenorizado de todos los dones recibidos por ella, el sacerdote le instruyó que se pusiera en oración y le pidiera al Señor y a la Santísima Virgen que le revelaran todo lo que él —el P. Crivelli— le ordenaría por medio de actos interiores, sin mover los labios ni hacer ningún gesto. Las peticiones del sacerdote eran: que la llaga de su costado se abriera y fluyera sangre; que esta misma llaga permaneciera abierta el tiempo que él determinara; que en su presencia se cerrara cuando le fuera indicado; que Verónica padeciera los tormentos de la Pasión delante de él, en el momento que él escogiera; y que sufriera también la crucifixión en su presencia y de pie, y no en su cama, como solía ocurrir.
Después de formular mentalmente estas peticiones, el P. Crivelli le preguntó a Verónica qué le habían comunicado Jesús y María Santísima, y ella enumeró a la perfección las cinco peticiones. En días posteriores, según las instrucciones del jesuita, todo se llevó a cabo al pie de la letra.
Intercambio de corazones
Verónica entendió la sublimidad de los sufrimientos del Hombre-Dios y se unió a ellos con verdadera compasión. De todo lo que le sucedía en el campo sobrenatural, sabía sacar consecuencias inmediatas para su día a día, de modo a conformar sus pensamientos y acciones a los deseos del Señor. Una de sus experiencias místicas más notables demuestra claramente esta realidad.
Un día se le apareció el Señor y le sacó del pecho el corazón. Sosteniéndolo en sus divinas manos, le preguntó: «Dime, ¿de quién es este corazón?». Sin dudarlo, Verónica respondió de inmediato: «Es tuyo, Señor». Nuevamente el Redentor le hizo la misma pregunta, pero esta vez su corazón respondió con ella que le pertenecía. Al repetir la pregunta por tercera vez, Jesús abrió su sacrosanto costado e introdujo el corazón de la religiosa en su propio corazón sagrado, haciéndola sentirse abrasada de amor. Al retirarlo de este divino sagrario, el corazón de Verónica quedó cubierto de llagas, atravesado por una herida de lado a lado y cubierto con los instrumentos de la Pasión, como esculpidos. Marcado indeleblemente con los estigmas del infinito amor del Señor, su corazón fue devuelto a su pecho.
Entonces la Santísima Virgen la cubrió con un vestido blanco y el divino Maestro le entregó el anillo de bodas, pidiéndole que pronunciara las palabras de la profesión religiosa. Al oír la promesa de los votos, Jesús le aseguró la vida eterna, siempre y cuando ella cumpliera todo que en ese momento había prometido. Esta grandiosa ceremonia fue coronada por una serie de revelaciones y comunicaciones celestiales, que ella nunca pudo contar…
Signos grabados en el corazón
Por obediencia, Verónica dibujó los símbolos grabados en su corazón. Para ello, ya que no tenía habilidades artísticas, pidió la ayuda de dos religiosas, sin revelarles de qué se trataba.
Colocaron veinticuatro signos sobre un papel rojo cortado en forma de corazón, entre ellos una cruz con las letras C, F, V y O grabadas en ésta. La interpretación de estas letras lo reveló ella misa: caridad, fe y fidelidad a Dios, humildad y voluntad de Dios, y obediencia.
También dibujaron una corona de espinas y una bandera en una asta que cruzaba la cruz, la cual según decía ella era el signo de la victoria. En la parte superior de la bandera figuraba la letra J, que simbolizaba el nombre de Jesús, y en la parte inferior la letra M, de María Santísima.
Había igualmente dos llamas, que representaban el amor a Dios y al prójimo, además de los símbolos de la Pasión de Jesús: un martillo, unas tenazas, una caña, una esponja, un vestido —símbolo de la túnica inconsútil del Señor—, un cáliz, dos heridas, una columna, tres clavos, un látigo y siete espadas —figura de los dolores de la Virgen. En el corazón aparecían otras tres letras: P, P y V, que significan padecer, paciencia y voluntad de Dios.
Fin del calvario
Finalmente, llegó el término de su viaje terrenal. Después de la comunión, Verónica sufrió un ataque de apoplejía que le hizo perder el movimiento de todo el lado izquierdo, pero sin afectarle la conciencia ni el habla. Con el paso de los días su estado de salud empeoraba con fiebre, dolores y malestar. Tras una agonía de treinta y tres días, fallecía el 9 de julio de 1727.
Dos meses y medio después de su muerte, por orden del obispo diocesano, unos cirujanos, acompañados por autoridades eclesiásticas, realizaron la autopsia a su corazón y pudieron confirmar la existencia de las figuras grabadas en él.
Al hacer un seguimiento de su vida nos vienen a la mente las palabras del Apóstol: «Completo en mi carne lo que falta a los padecimientos de Cristo» (Col 1, 24). Aceptando las pruebas que la Providencia le pedía, Santa Verónica Giuliani dejó que la cruz del Señor la transformara, uniéndola al Redentor. Alcanzó así el fin tan anhelado, es decir, la felicidad eterna en el Cielo. ◊
Notas
1 Los datos hagiográficos contenido en este artículo han sido sacados de: SALVATORI, Filippo María. Vita di Santa Veronica Giuliani. Roma: Salviucci, 1839.
2 Ídem, p. 7.
3 Ídem, p. 9.
4 Ídem, p. 8.
5 Ídem, p. 11.
6 Ídem, pp. 23-24.
7 Ídem, p. 35.
8 Ídem, p. 39.
9 Ídem, p. 48.
10 Ídem, p. 56.
11 Ídem, p. 84.