Magníficos frutos fueron dados a la Iglesia en Japón, gracias a la fidelidad de un pueblo que se maravilló con las enseñanzas recibidas de sus misioneros.
Plinio Corrêa de Oliveira
Los datos sobre los mártires del Japón que vamos a considerar son tomados de la Vida de los Santos de Rohrbacher.
Deseando la gloria del martirio
El cristianismo fue introducido en Japón en 1549 por San Francisco Javier y logró maravillosos progresos, incluso después de la muerte del santo.
Esto es extraordinario, porque se podría suponer que, falleciendo el Santo, el cristianismo dejaría de tener el impulso que tuvo, ya que él fue el gran resorte propulsor de la cristianización allí. Ahora bien, por el contrario, ésta continuó floreciendo extraordinariamente. Hubo medio siglo de expansión pacífica del cristianismo en esa nación.
En 1596, a raíz de revoluciones políticas, comenzó una persecución bajo el reinado del emperador Taicosama, quien se hacía adorar como a un dios. […] La noticia de que todos los cristianos que fueran encontrados en las iglesias serían arrestados continuó difundiéndose por todas partes; y ella despertó en el corazón de todos los fieles tal alegría y deseo de martirio que provocó la admiración de los idólatras.

San Francisco Javier bautiza a un rey pagano
¡Vemos así el floreciente estado de fe que esto representa! Es como si de repente se extendiera entre nosotros la siguiente noticia: la casa está rodeada de enemigos que van a atacarnos. Y todos dijeran: “¡Oh! Qué maravilloso, ¡Qué felicidad es la gloria del martirio! ¡Que vengan! Lucharemos contra quien podamos y luego moriremos felices. Habremos abatido a algunos enemigos de la Iglesia y habremos muerto por ella”.
Los miembros de esa cristiandad maravillosa, tan distante de Roma y de la Europa católica, cuando oyeron la noticia de que había una persecución religiosa, se alegraron tanto que ni siquiera los paganos podían entender cómo esto podía suceder.
El primero que dio tan maravilloso ejemplo fue un general del ejército, Justo Ucondono, hijo de Tacaiama. Unos meses antes había visto morir en sus brazos a su ilustre padre, alabando al Señor hasta el último suspiro y dándole gracias por haberle juzgado digno de morir confesando a Jesucristo. Este general era hijo de un ilustre mártir.

Los veintiséis mártires del Japón
Ucondono estaba en casa de su amigo, el rey de Canga, cuando, al oír la noticia de la persecución, se dirigió a Meaco, a casa del padre Gnecchi, jesuita, para morir con el religioso, cuya virtud tanto respetaba. Estando allí, vio llegar con la misma intención a los dos hijos del Virrey de Tensa, gran maestre de la casa del Emperador.
Un señor muy rico y poderoso, quien recientemente bautizado, mandó publicar en sus tierras que castigaría severamente a cualquiera que, interrogado por orden del emperador si el amo era cristiano, disimulase la verdad. Otro, sabiendo que no se atrevían a ir a buscarlo en persona, fue con su esposa, llevando consigo a un niño de diez años, y ella, con otro niño de brazos, para presentarse a uno de los que comandaban Meaco.
Un pariente de Taicosama, a quien el príncipe había dado tres reinos, fue a encerrarse con unos jesuitas para no perder la oportunidad de morir con ellos.
Japón tenía una organización marcadamente feudal. Los señores feudales, de la categoría de príncipes, eran partidarios del cristianismo. Aunque debían grandes favores al emperador, éste sólo era un instrumento de los dones divinos. Por lo tanto, era a Dios a quien tenían que obedecer.
Tejiendo las prendas para el propio martirio
Un día, la ilustre Reina de Tango, que en su Bautismo había recibido el nombre de Gracia, fue vista trabajando con sus hijas en la confección de magníficos vestidos, “para aparecer con mayor pompa el día del triunfo”, como ella solía decir.
Era la reina de una provincia, sujeta a la orden del emperador, que preparaba hermosos vestidos para el día del martirio, junto con sus hijas. Uno puede imaginar el interior de este pequeño palacio provincial, con ese estilo típico de los edificios japoneses: el murmullo de una fuente, un jardincito hecho de rincones y pequeñas sorpresas, arbolitos, plantitas, florecitas rojas, animalitos, y allí la reina tejiendo tranquilamente el vestido de su martirio. ¡Qué belleza, qué linda escena! ¡Preparándose para el martirio como se prepara para el compromiso matrimonial!
Ongasaiara, gentil-hombre de Bungo, sabiendo que se estaban elaborando listas de cristianos, declaró públicamente que nadie podía disputarle la honra de estar registrado en ellas entre los primeros.
Hicieron lo que él deseaba, y luego él se dedicó a asegurar para su familia la felicidad que creía haber conseguido para sí mismo. Sin embargo, en el caso del anciano padre, que tenía ochenta años y había sido bautizado sólo seis meses antes, se consideró apropiado pedirle que se retirara a una casa de campo, donde nadie lo buscaría. A pesar de las súplicas, el anciano no quiso oír hablar de fuga, pues pensaba morir por Dios, pero con las armas en la mano, como correspondía a un viejo soldado. Luego entra conmovido en la habitación de su nuera, y la ve ocupada haciéndose para sí misma vestidos adecuados; al mismo tiempo, ve a los sirvientes, e incluso a los niños que preparaban, éste un relicario, aquél un rosario, otros un crucifijo; entonces pregunta cuál es la causa de todo aquel movimiento, y le responden que se preparan para el combate.
— ¿Qué armas y qué especie de combate! – exclama.
Se acerca a su joven nuera:
—¿Qué haces, hija mía? – le pregunta.
—Preparando mis vestidos —responde ella
— para presentarme con más decencia, cuando me crucifiquen, porque, según se dice, todos los cristianos serán crucificados. Habla con tanta dulzura, tranquilidad y alegría que deja a su suegro asombrado. Él, en silencio, la miró fijamente durante un rato; luego, como saliendo de un profundo letargo, abandona las armas, saca el rosario y, sosteniéndolo entre las manos, dice:
—Entonces, también yo seré crucificado con Uds.
La gracia pidió a este anciano que muriera sin combatir con armas contra sus adversarios. Que él nos asista desde el Cielo con sus méritos y nos dé fuerza para hacer siempre lo que la gracia nos pide.
Posición audaz frente a la perfidia del padre
La más tierna edad dio ejemplo de la más heroica valentía. Un niño de diez años era hijo de un padre que, después de haber abjurado cobardemente de la fe, quiso convencer a su hijo de abrazar la apostasía. Pero encontró una resistencia inesperada. Aún más sorprendido quedó cuando el muchacho, cansado de palabras, le respondió:
—El padre que sea hombre de honor sólo debe tener un interés: conducir a sus hijos a la práctica de la virtud. Es asombroso, mi querido padre, que después de haber renunciado por cobardía al culto del verdadero Dios, queráis hacer a vuestro hijo cómplice de tan gran infidelidad. Debéis, por el contrario, procurar volver al seno de la Iglesia y no apartarme de él. Pero en cuanto a vos, haréis lo que bien os parezca; no hay ley que obligue a un hijo a imitar la perfidia de su padre. Y espero que Dios me conceda la gracia de serle fiel hasta el final, a pesar de todos vuestros esfuerzos.
Ese niño es el magnífico patrono de los hijos que se ven obligados a resistir los malos consejos de sus padres.
Voto de castidad, magnífica réplica en el peligro.
A partir de 1598 la persecución comenzó a extenderse. El emperador era instigado por algunos recién llegados. Los protestantes de Holanda e Inglaterra continuaban su comercio de Judas en todo el mundo. Para suplantar mejor a los católicos portugueses y españoles en sus relaciones comerciales con los japoneses, instigaron a estos últimos a declarar una guerra de exterminio contra todos los católicos del imperio.
En 1613, una nueva ola de mártires coronó la Iglesia japonesa. Allí conoció a Julia Ota, una coreana, ilustre de nacimiento, notable por sus méritos y muy estimada por Kubosama, quien había decidido convertirla en la persona más importante de la corte. La valiente joven, en cuanto vio que la tormenta estaba a punto de desatarse, hizo voto de castidad perpetua, para atraer gracias del Señor.
Kubosama era un príncipe que quería casarse con ella. ¡Qué alta categoría de alma: “¿Va a caer una desgracia? “Está bien… hago voto de castidad perpetua”. ¡Qué magnífica réplica!
Convertida por este vínculo sagrado en esposa de Jesucristo, se sintió tomada por una fuerza divina, y nada pudo conmoverla. El príncipe, incapaz de resignarse a ser derrotado por una joven extranjera a la que había colmado de riquezas, la sometió a los ataques más duros, los cuales, sin embargo, sólo sirvieron para dar mayor realce a su gloria. Finalmente, la dejó en manos de una compañía de soldados que la llevaron de isla en isla, con sus dos compañeras Lucía y Clara, y la dejaron, sola, en otra isla donde sólo había unos pobres pescadores que se alojaban en miserables chozas.

El Dr. Plinio en 1969
Con dificultad logró encontrar un lugar donde refugiarse, y vivió allí cuarenta años, sin ningún consuelo de los hombres, pero colmada de favores del Cielo, que le permitieron descubrir un verdadero paraíso en el desierto. Al principio se entristeció porque, según dijo, no había sido considerada digna de dar su sangre por la fe; pero el padre Pasio, jesuita, a quien escribió sobre el asunto, respondió que la Iglesia reconocía como mártires a varios santos que sólo habían sufrido el exilio.
Ella fue completamente aislada de los católicos en esta pequeña aldea junto al mar. Podemos imaginar una tarde con un sol rojo en el poniente – me imagino el Mar del Japón lleno de pequeñas olas rizadas, al estilo japonés–, ella está allí pensando, con ardientes deseos de oír Misa, de rezar, de contemplar la Sagrada Eucaristía, de comulgar, tal vez en la necesidad de confesarse para la paz de una conciencia pura. Al cabo de cuarenta años, murió, después de un exilio que fue para ella un verdadero martirio.
Estos son los frutos que ha producido la Iglesia Católica en Japón.
(Extraído de conferencia
del 2/6/1969)