El Cielo es, sin duda, la patria de la virginidad; allí mora, y es cortesana de aquella invisible ciudad, que no de la tierra, donde está sólo de paso.
¿Pues qué es la castidad virginal sino integridad corporal, libre de toda mancha? ¿Y quién puede ser su autor sino el inmaculado Hijo de Dios, cuya purísima carne no padeció ni pudo padecer contagio de culpa?
Por eso amó tanto esta virtud que no quiso venir al mundo sino acompañado de ella, naciendo de una madre virgen. Habiendo sido engendrado por el Padre en la eternidad, busca para encarnar en el tiempo un vientre virginal. Siendo Dios eterno por su naturaleza, toma nuestra carne mortal en las entrañas de una virgen, para nuestra salvación; siendo eterno como el Padre, se hace hombre temporal en favor nuestro y por obediencia al Padre.
¿Qué más? Cristo es virgen y esposo de virgen, y si se admite la frase, diré que es esposo de la castidad virginal, porque la virginidad es propia de Él, y no al revés. Virgen era la esposa que lo concibió y trajo encerrado en su seno; virgen la que le dio a luz y amamantó. De Ella estaba escrito: “¡Cuán grandes cosas no hizo la Virgen de Israel! Gracias a Ella, no faltarán las riquezas a la tierra ni las nieves al Líbano” (cf. Jer 18, 13ss).
Tomado de San Ambrosio, de su obra titulada Tratado de las vírgenes