“Seamos apóstoles de apóstoles…”

Publicado el 04/13/2021

El acendrado amor con el que Santa Teresita del Niño Jesús consideraba el sacerdocio marcó los sufrimientos y oraciones de la carmelita de Lisieux. Y creció aún más cuando pasó a “hacer el bien en la tierra” desde el Cielo.
 
París, últimos años del siglo XIX. Los esplendores de la Belle Époque, la alegría de vivir, grandes fiestas como las realizadas con ocasión de la visita del zar de Rusia, Alejandro III, deslumbran a los franceses y al mundo entero. En 1897, en las proximidades de la Ciudad de la Luz, una fantástica “maquina voladora” logra elevarse 300 metros del suelo; y los hermanos Lumière exploran comercialmente su prodigioso invento: un aparato cinematográfico.
 
En aquellos tiempos cargados de racionalismo ateo, hechos como éstos alimentaban el sueño utópico de una perpetua felicidad terrenal y ayudaban a difundir la idea de que el progreso de la ciencia resolvería todos los problemas de la humanidad.
En esas circunstancias, en un pueblo de 16.000 habitantes, situado no muy lejos de París, agonizaba bajo los terribles efectos de una tuberculosis una carmelita de tan sólo 24 años, inmolada como víctima expiatoria al Amor Misericordioso de Jesús.

La población: Lisieux. La joven: Santa Teresa del Niño Jesús y de la Santa Faz, patrona universal de las misiones, doctora de la Iglesia y profeta de una nueva vía de santificación para las almas.

Ya se ha escrito mucho sobre ella y su “pequeña vía” de santidad, no obstante, en este artículo queremos resaltar un aspecto de su vocación poco comentado.

“He venido al Carmelo para rezar por los sacerdotes”

El 2 de septiembre de 1890, en el examen canónico previo a la profesión religiosa, le fue preguntado por qué deseaba ser monja carmelita y dio esta admirable respuesta: “He venido [al Carmelo] para salvar almas y, sobre todo, para rezar por los sacerdotes”.

¿De dónde procedía ese amor apostólico por el ministerio ordenado en una adolescente de 17 años? Podíamos responder que de su profunda fe, de su inocencia, de la excelente formación religiosa recibida en la intimidad familiar. Pero si analizamos su itinerario espiritual, su pequeña vía, veremos como ese amor inicial se fue desarrollando a lo largo de los años hasta alcanzar una intensidad verdaderamente fuera de lo común.

Cuenta, en su encantadora Historia de un alma, que en una clase de catecismo preparatoria para su primera Confesión le preguntó a su hermana María si tenía que decirle al confesor que “lo amaba de todo corazón”, puesto que era a Dios a quien le iba a hablar en la persona de su ministro. Con esa inocencia y elevación de espíritu consideraba, en tan tierna edad, la figura del sacerdote.

Recordemos, desde esta perspectiva, algunos aspectos de la historia de esa alma.

Choque entre la visión elevada y la miseria humana

Cuando, a la edad de 15 años, se encendió en el alma de Teresa Martin el vehemente deseo de hacerse carmelita, enfrentó todos los obstáculos para realizar dicho anhelo. Como en Francia se le cerraban todas las puertas, decidió, con el apoyo de su padre, ir a Roma para pedirle al Papa León XIII la suspirada autorización.

Teresa, su hermana Celina y su padre, uniéndose a la peregrinación de la diócesis de Coutances, compuesta por personalidades de la alta sociedad normanda y por numerosos miembros del clero. Y ahí se dio el choque entre la elevada visión que tenía de la vocación sacerdotal y la inevitable miseria humana. Así narra la adolescente provinciana sus observaciones:

“La segunda experiencia que hice tiene relación con los sacerdotes. Como no había vivido nunca en su intimidad, no podía entender el principal propósito de la reforma del Carmelo. Rezar por los pecadores me encantaba, pero rezar por las almas de los sacerdotes, que las creía más puras que el cristal, me parecía bastante sorprendente… ¡Ah, comprendí mi vocación en Italia!”.

Y explica a continuación: “Durante un mes he convivido con muchos sacerdotes santos y he visto que, aunque su sublime dignidad los eleva por encima de los ángeles, no dejan de ser hombres débiles y frágiles… Si los sacerdotes santos, a los que Jesús llama en el Evangelio ‘sal de la tierra’, muestran en su conducta que tienen una enorme necesidad de oraciones, ¿qué se puede decir de los que son tibios? […].

“¡Oh madre! ¡Qué hermosa es la vocación que tiene como objetivo conservar la sal destinada a las almas! Ésta es la vocación del Carmelo, ya que el único fin de nuestras oraciones y de nuestros sacrificios es ser apóstol de apóstoles, rezando por ellos mientras evangelizan a las almas con sus palabras y, especialmente, con sus ejemplos”.

“Celina, recemos por los sacerdotes”

Siendo ya religiosa y avanzando en las vías de la santidad, trata de comunicar a Celina, su hermana y confidente, ese celo apasionado por la santificación del clero: “Oh, Celina, vivamos para las almas… sea- mos apóstoles… salvemos sobre todo las almas de los sacerdotes, almas que debieran ser más transparentes que el cristal… ¡Ay!, cuántos malos sacerdotes, sacerdotes que no son lo bastante santos… Recemos, suframos por ellos, y en el último día Jesús nos lo agradecerá”

En otra carta, entusiasmada con ese apostolado, invita a su hermana a que, juntas, amen a Jesús hasta la locura y a rescatar almas para Él, y añade: “Oh Celina, siento que Jesús nos pide a nosotras dos que calmemos su sed dándole almas, principalmente almas de sacerdotes”.

El último día de 1889 vuelve a la carga: “Celina, si quieres, convirtamos almas, ¡necesitamos lograr que este año muchos sacerdotes sepan amar a Jesús!… ¡que lo acaricien con la misma delicadeza con la que María lo acariciaba en la cuna!”.

Seis meses después, nueva insistencia: “Celina, recemos por los sacerdotes, ¡oh sí!, recemos por ellos. Que nuestra vida esté consagrada a ellos; Jesús me hace sentir todos los días que eso es lo que quiere de nosotras dos”.

Hermana espiritual de dos misioneros

La alegría de la joven religiosa llega a su auge cuando recibe el encargo de ser “hermana espiritual” de dos misioneros. He aquí como narra este hecho: “Desde hacía mucho tiempo, venía deseando algo que me parecía irrealizable: tener un hermano sacerdote. A menudo pensaba que si mis hermanitos varones no hubieran volado al Cielo, habría tenido la dicha de verles subir al altar. Pero como Dios los eligió para hacerlos sus angelitos, ya no podía esperar ver mi sueño hecho realidad. Y he aquí que Jesús no sólo me ha concedido la gracia que deseaba, sino que me ha unido por los vínculos del alma a dos de sus apóstoles, que se han convertido en hermanos míos”.

El primero ocurrió en el priorato de la Madre Inés. Ésta le propuso ser hermana espiritual de un joven seminarista que pedía al Carmelo la designación de una religiosa que rezase por la salvación de su alma y, después de ser ordenado, por el éxito de su misión en África; y prometía a su vez acordarse siempre de ella en el Santo Sacrificio del Altar.

Maurice Bellière cursaba su segundo año de teología en el seminario diocesano cuando escribió una carta a la priora del convento carmelita de Lisieux pidiéndole que, como él decía, “confíe a las oraciones de una de sus hermanas, la salvación de mi alma para que me obtenga la gracia de permanecer fiel a la vocación que he recibido de Dios “.  Así comenzó una amistad espiritual entre Maurice Bellière y Teresa de Lisieux .

Un tiempo después, otra priora, la Madre María de Gonzaga, le encargó que rezase por el progreso espiritual de un joven misionero que pronto sería enviado a China. Así reaccionó nuestra santa:

“Madre, expresaros mi felicidad sería algo imposible; ver mi deseo cumplido de una manera tan inesperada ha hecho que en mi corazón naciera una alegría que yo llamaría infantil, pues he de remontar a los días de mi infancia para encontrar el recuerdo de esas alegrías tan vivas que el alma es demasiado pequeña para contenerlas; hacía muchos años que no saboreaba esa clase de felicidad. Sentía que a ese respecto mi alma estaba renovada, era como si hubieran tocado por primera vez unas cuerdas musicales que permanecían hasta entonces en el olvido. Entendía las obligaciones que me imponía, por eso me apliqué tratando de redoblar mi fervor”.

Inmensos deseos que son un auténtico martirio

Admirada por la elevación de alma de Santa Teresa, sor María del Sagrado Corazón —su hermana de sangre y madrina de Bautismo— le pidió que le enseñase su vía espiritual. Sor Teresa le respondió con una carta de 37 páginas manuscritas, uno de los textos más elevados de toda la espiritualidad católica. En esas líneas impregnadas de santidad, describe su vocación —“en el corazón de la Iglesia yo seré el amor”— y sus inmensos deseos que serán para ella un auténtico martirio. Entre ellos, manifiesta su amor sacerdotal en términos ardientes de celo por las almas:

“Ser tu esposa, oh Jesús, ser carmelita, ser por mi unión contigo madre de almas, debería bastarme… Pero no es así… Sin duda, estos tres privilegios —carmelita, esposa y madre—, son mi vocación. No obstante, siento en mí otras vocaciones: siento la vocación de guerrero, de sacerdote, de apóstol, de doctor, de mártir; en fin, siento la necesidad, el deseo de llevar a cabo por ti, Jesús, las hazañas más heroicas… Siento en mi alma el valor de un cruzado, de un zuavo pontificio; querría morir en un campo de batalla por la defensa de la Iglesia… Siento en mí la vocación de sacerdote; con qué amor, oh Jesús, te llevaría en mis manos cuando, a mi voz, bajaras del Cielo… Con qué amor te entregaría a las almas…”.

Poco después exclama:

“¡Oh sí!, a pesar de mi pequeñez, desearía iluminar a las almas como los profetas, como los doctores; tengo vocación de apóstol… desearía recorrer la tierra, predicar tu nombre y plantar en suelo infiel tu cruz gloriosa. Pero para mí, amado mío, no sería suficiente una única misión; desearía anunciar el Evangelio al mismo tiempo en las cinco partes del mundo, e incluso en las islas más remotas. Desearía ser misionero no solamente durante algunos años, sino que querría haberlo sido desde la creación del mundo y serlo hasta la consumación de los siglos… Pero por encima de todo, mi amado Salvador, desearía derramar mi sangre por ti hasta la última gota”.

Hemos de tener en cuenta que la que está escribiendo esas líneas embebidas de amor y de robusta fe, en términos de altísima teología, es una joven sin estudios, sólo poseía la cultura religiosa de una buena monja de aquella época. Por consiguiente, sus consideraciones son fruto de la acción del Espíritu Santo en un alma inocente y especialmente elegida.

Pasar el Cielo haciendo el bien en la tierra

Atacada por una horrible tuberculosis, sujeta a altísimas fiebres y frecuentes hemoptisis, ante las cuales la medicina de entonces se mostraba impotente, la joven religiosa lo enfrentaba todo con el valor de guerrero en el campo de batalla. Sus hermanas anotaron sus últimas palabras y gestos, sin percibir que estaban recopilando verdaderos tesoros. En más de uno de esos “postreros coloquios”, sor Teresa manifiesta su amor por los sacerdotes y el deseo de ofrecerse por ellos en holocausto.

 

En mayo de 1897, cinco meses antes de subir al Cielo, dijo: “Estoy convencida de la inutilidad de los medicamentos que tomo para curarme; pero me las he arreglado con Dios para que de esto saque partido en beneficio de los pobres misioneros enfermos, que no tienen ni tiempo ni medios para tratarse. Le pido que los cure a ellos, en vez de a mí, por medio de los medicamentos y del reposo que me obligan tomar”.

Ese mismo mes de mayo su hermana, sor María del Sagrado Corazón, la vio andando por el jardín con mucha dificultad, obedeciendo el consejo que le había dado la enfermera. Sorprendida al verla casi sin fuerzas le recomendó que interrumpiera el paseo y descansara; y recibió esta respuesta: “Bueno, estoy caminando por un misionero. Creo que allí, bien lejos, uno de ellos tal vez anda agotado en sus recorridos apostólicos y, para disminuir su cansancio, le ofrezco a Dios los míos”.

El 13 de julio le dijo: “No puedo pensar mucho en la felicidad que me aguarda en el Cielo; una sola espera hace latir mi corazón: el amor que recibiré y el que podré dar. Y también pienso en todo el bien que me gustaría hacer después de mi muerte: hacer que los niños pequeños sean bautizados, ayudar a los sacerdotes, a los misioneros, a toda la Iglesia…”.

Ese mismo día le confió: “ ‘Si supieras los proyectos que hago, y las cosas que haré cuando esté en el Cielo… Empezaré mi misión’. —¿Y qué proyectos tienes? ‘Proyectos de volver con mis hermanas, y de ir allí lejos a ayudar a los misioneros, y además impedir que los pequeños salvajes mueran sin estar bautizados’ ”.

Veinte días después, una queja: “¡Oh, qué poco amado es Dios en la tierra!… incluso por los sacerdotes y los religiosos…”.

Tras sufrir una horrible hemoptisis durante la madrugada del 17 de julio, le dijo a sor Inés de Jesús, su hermana Paulina: “Percibo que voy a entrar en descanso… Pero sobre todo noto que mi misión va a comenzar, mi misión de hacer amar a Dios como yo le amo, de darles a las almas mi pequeña vía. Si Dios satisface mis deseos, pasaré mi cielo en la tierra hasta el fin del mundo. Sí, quiero pasar mi cielo haciendo el bien en la tierra”.

Y añadió al día siguiente: “Dios no me daría ese deseo de hacer el bien en la tierra después de mi muerte, si Él no quisiera realizarlo”.

“Teresa es el ángel de tu ministerio”

¿Dios habrá realizado realmente ese deseo? Respondemos con toda seguridad: Sí.

El número de milagros obtenidos por ella después de su muerte es impresionante. Bajo el título Lluvia de rosas, fue publicada una colección de varios volúmenes que contiene relatos muy detallados de los mismos, con declaraciones de testigos, de médicos y con otros datos concretos. Gran parte de esos milagros beneficiaron a sacerdotes y misioneros en tierras lejanas.

Especialmente significativo para el tema que nos ocupa es el testimonio que el sacerdote jesuita Anatole-Armand-Marie Flamérion hizo en el proceso de beatificación de sor Teresa del Niño Jesús, donde narraba la asistencia recibida en el ejercicio de su ministerio como formador de sa cerdotes y exorcista de la diócesis de París.

El P. Flamérion describe como la santa carmelita se esfuerza por ayudar a los que trabajan en la obra de santificación del clero y a librar a los sacerdotes de los demonios que los tientan. Y explica que los ángeles caídos temen, como muy contrarios a sus confabulaciones y favorables al progreso de las almas, los actos de obediencia, humildad, abandono confiado y amor practicados según el espíritu de la pequeña vía, enseñada por la santa carmelita. “Para apoyar estas aserciones —declara en el proceso—, he aquí, entre muchos, algunos hechos que he recogido”.

Difícil elegir entre tantas maravillas. Reproducimos unos pocos de los ejemplos más ilustrativos:

“El demonio declaraba, por la boca de varios posesos, absolutamente desconocidos entre sí, que sor Teresa del Niño Jesús me asiste en mi ministerio, precisamente porque me ocupo de la santificación de los sacerdotes. ‘Teresa te estaba preparando desde hace mucho tiempo’; ‘Ella es quien dirige tu brazo’; ‘Es la Virgen la que te la ha enviado’ (exorcismo del 20 de enero de 1910)”.

Muchas veces, en diversas circunstancias, el espíritu maligno se vio forzado a confesar, especialmente en el exorcismo del 30 de julio de 1910: “Teresa es el ángel de tu sacerdocio y de tu ministerio junto a los sacerdotes”. Y en el del 9 de diciembre del mismo año: “Teresa te ha sido dada a causa de tu misión… Te ayuda a favor de los sacerdotes”.

Murió de amor, como lo había pedido

En medio de espantosos sufrimientos y una terrible aridez espiritual, Santa Teresa expiró el 30 de septiembre, presentándole a Jesús su último acto de amor en este valle de lágrimas. Y un maravilloso éxtasis, que duró el tiempo de rezar un Credo, observado por todos los que tuvieron el privilegio de estar presentes, da testimonio cierto de que ella enseguida alcanzó la gloria celestial.

Murió de amor, como lo había pedido. Y ahora, en vista de su celo por la santificación de los sacerdotes y de las personas consagradas al servicio de la Iglesia, bien podemos conjeturar que, en el momento de dicho éxtasis, tuvo conocimiento del alto grado de santidad de muchas almas dedicadas íntegramente a la causa de la Iglesia y de numerosos sacerdotes que la servirán en el futuro.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio nº 141; abril de 2016; pp. 17-21

 
 
 
 

 

 

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