
El secreto de confesión perdura siempre, estando el penitente vivo y después de su muerte; es eterno, así como Dios es eterno. Esto debe inspirarnos coraje y confianza absoluta y sin límites para confesar sinceramente nuestros pecados, pudiendo tener la certeza que nuestros pecados estarán sepultados eternamente.
P. Luis Chiavarino
Discípulo — Padre, ¿será que alguna vez puede suceder que el confesor cuente algún pecado oído en confesión?
Maestro — ¡Absolutamente nunca! Un triple secreto le cierra la boca; en esto entra la voluntad de Dios que no permita que se cometan faltas en este sentido. De hecho, la confesión existe hace mil novecientos años y nunca sucedió que un confesor haya revelado por ningún motivo un solo pecado oído en confesión.
Ni siquiera Martín Lutero, que renegó de su fe, se hizo protestante y se convirtió en enemigo de la Iglesia, hablando y escribiendo calumnias e infamias sin fin contra ella, jamás habló ni una sola vez acerca de las cosas oídas en la confesión.
Cierto día, Lutero se encontraba en una posada con algunos amigos y éstos viéndolo medio borracho, tuvieron la idea de interrogarlo justamente acerca de este punto. ¡Más les valdría no haberlo hecho nunca! De un momento a otro, Lutero quedó furioso y agarrando una botella, habría quebrado la cabeza de aquellos malvados, si ellos no hubieran sido más rápidos en huir.
El secreto de confesión es inviolable, incluso delante de la muerte.
Discípulo — ¡¿De verdad es así?!
Maestro — ¡Así es, hijo mío! He aquí uno de los mil hechos que podría citar como prueba: justamente durante la Cuaresma de 1873, un famoso misionero predicaba con gran suceso en una de las principales iglesias de París. En medio de la enorme multitud que acudía para oírlo, también habían algunos incrédulos, quienes habiéndolo oído hablar sobre la inviolabilidad de la confesión, quisieron hacer una experiencia.
Después de haber tramado el plan, uno de ellos se hizo el enfermo y los otros dos buscaron al sacerdote y lo invitaron para acudir al lecho del enfermo. El misionero de Dios accede y acompaña a los dos hombres que haciéndolo entrar en un carruaje cerrado, le vendan los ojos; después de media hora de viaje lo hacen bajar en frente de una mansión y subiendo por una escalera, lo introducen en un aposento junto a la cabecera de un hombre que se confiesa realmente.
Terminada la confesión, vuelven los dos compañeros y lo hacer bajar por escaleras hasta un subterráneo, donde le quitan la venda y apuntándole con dos pistolas cargadas lo intimidan para que revele lo que escuchó en la confesión.
Con total calma, el misionero les responde:
— ¿Tal vez ustedes no sepan que la confesión es un secreto?
— ¡Déjese de disculpas que aquí nadie nos ve ni nos escucha; hable ya o morirá!
— Si así es, estoy en sus manos, disparen cuando quieran y que Dios sea testigo de mi deber cumplido. Diciendo esto, se arrodilla, desabotonándose la sotana, y poniéndole el pecho a las balas.
En aquel momento, la escena se transforma: los dos hombres lo levantan pidiéndole perdón al misionero por la dura prueba a la que lo habían sometido y añaden: “ Ahora nosotros también creemos en la confesión y dentro de poco estaremos arrodillados en el confesionario”.
Nuevamente le vendaron los ojos y lo llevaron hasta el sitio donde lo habían recogido, renovando una vez más las disculpas por lo sucedido.
Discípulo — ¿Padre, en un caso de esos, todo sacerdote, sería obligado a hacer lo mismo?
Maestro — ¡Con toda certeza! Y Dios no dejaría de darle la gracia y fuerza necesarias; ya que tenemos mártires del sigilo sacramental. San Juan Nepomuceno era confesor de la Reina Juana, esposa de Wenceslao, rey de Bohemia. Éste, por causa de injustas sospechas motivadas por los celos, pretendía que Juan le dijese las culpas de la reina, oídas en confesión. Como el santo se opuso con inquebrantable resistencia, el rey impío mandó que lo encerrasen en una prisión, donde sería maltratado con una crueldad extrema.
Finalmente, llamándolo a su presencia, después de nuevas promesas y amenazas aún más terribles, el rey ordenó que lo metiesen dentro de un saco de cuero, amarrado con una cuerda a la que debían amarrar a una pesada piedra y tirarlo así al Río Moldava.
El impío rey Wenceslao quería que el padre muriese y se apodreciera su cuerpo en lo profundo del río, escondido de todos. Pero, ¡Oh, prodigio! En aquella misma noche el saco flotaba levemente sobre la corriente, escoltado por una luz vivísima y escoltado por una armonía suave como voces de ángeles.
Después de sacarlo de las aguas, lo enterraron con pompa y solemnidad. Y en 1729, cuando fue proclamado santo, casi cuatrocientos años más tarde, su lengua estaba intacta y fresquísima como si fuese un premio a su silencio.
Fue entonces que San Juan Nepomuceno fue llamado “el mártir del secreto de la confesión”.
No hace mucho tiempo que por los diarios de Rusia, se difundía la noticia de un padre condenado a trabajos forzados como asesino de un inquilino de una pequeña villa.
Su fusil descargado y encontrado en la sacristía atestiguaba el crimen.
Transcurrieron veinte años: el organista de la parroquia está a punto de morir; llama al juez y confiesa que él era quien había matado al infeliz inquilino para casarse con la viuda, lo cual efectivamente había pasado.
Había acusado al padre y para probar su culpabilidad había puesto el fusil en la sacristía. Como medio seguro de impedir que el padre hablara, se había confesado con él, contándole todo lo que había hecho.
Ante esta declaración, las autoridades se comunicaron sin demora a San Petersburgo ordenando que el sacerdote fuese puesto en libertad inmediatamente.
La respuesta que llegó fue que el sacerdote había muerto hacía algunos meses. El heroico padre se había llevado a la sepultura el secreto de confesión, porque el confesor puede ser un mártir, pero jamás será un traidor.
¿Y ahora, estás convencido del gran secreto de la confesión?
Discípulo — ¡Estoy muy convencido! ¿Pero, ese secreto dura hasta la muerte del penitente y después ya no hay más obligación de guardarlo?
Maestro — El secreto perdura siempre, estando el penitente vivo y después de su muerte; es eterno, así como Dios es eterno. Esto debe inspirarnos coraje y confianza absoluta y sin límites para confesar sinceramente nuestros pecados, pudiendo tener la certeza que nuestros pecados estarán sepultados eternamente.

Condenados siendo conducidos al infierno por los demonios, detalle del Juicio final, ca. 1230. Bourges (Francia), catedral de Saint-Étienne, tímpano del Juicio final, portal oeste.
Pero, si al contrario, nos dejamos llevar por un pudor mal comprendido escondiendo y callando nuestros pecados ante el confesor, éstos serán un día manifestados ante todo el mundo en el juicio universal, contra nuestra voluntad y para vergüenza nuestra y ruina irreparable. Por lo tanto, es necesario que tengamos sinceridad.
Discípulo — ¿Padre, entonces procede mal quien dice: yo no me atrevo a confesar mis pecados pues tengo miedo que el confesor se los cuente a terceros?
Maestro — Quien habla así, miente para sí mismo y lanza la más infame de las calumnias contra los confesores.
Discípulo — Una última pregunta: ¿El sacerdote puede utilizar en su favor las cosas oídas en la confesión?
Maestro — No, no puede ni debe hacerlo y jamás lo hará. Al contrario, si sucede que el confesor venga a tomar conocimiento de una culpa que ya conocía anteriormente, sea por haberla visto, sea porque se la han contado, el confesor nunca más habla de ella, justamente para que no piensen que se sirvió de la confesión y que violó el secreto. ¡He aquí hasta que punto llega el sigilo sacramental!
Tomado del libro Confesaos bien