A fin de alcanzar de Nuestra Señora gracias especiales
y eficaces para aquellos que lo seguían, el Dr.
Plinio se ofreció como víctima expiatoria, siendo
en poco tiempo aceptado por la Providencia.
Plinio Corrêa de Oliveira
Conociendo perfectamente el origen de esa crisis, traté sobre eso con algunos miembros del Grupo en conversaciones personales más que en reuniones colectivas, porque en estas, aquellos a quienes incumbía prestar atención, no lo hacían.

El Dr. Plinio en 1973
¡Que esos hijos sean salvados!
Sin embargo, había mucho de bueno –aunque empolvado y sucio– dentro del alma de ellos, y yo quería pedir a Nuestra Señora que tuviese la bondad de volverlos a erguir.
Entonces pensé: pedir eso a Nuestra Señora es fácil, pero yo no confío en el valor de mis oraciones. Lo que puedo hacer es ofrecer un sacrificio y, por su valor, obtener que esos hijos, que no son hijos de la admiración, o, si lo prefieren, son hijos de la admiración de las cosas del demonio, sean rescatados y salvados.
El discípulo debe ser como el maestro y, siendo Nuestro Señor nuestro Maestro, debemos tener sed de almas como Él. Yo tenía sed de almas; sobre todo, de las almas de la TFP. Viendo que estaban en un período de depresión, de falta de entusiasmo y vitalidad, me ofrecí en esa ocasión para lo que Nuestra Señora quisiera, a fin de evitar un gran número de defecciones.

Oración en el Huerto –Convento del Espíritu Santo– Toro, España
Una moción interior
El ofrecimiento hecho por mí tuvo un antecedente sin mucha importancia, pero lo narro para que todo quede claro.
Antes de la muerte de mi madre1 –unos diez años antes de mi accidente–, yo recibí la “gracia de Genazzano”, la cual me trajo una gran distensión, una tranquilidad única. Inclusive en las situaciones más críticas, esa gracia hizo que fuesen suaves como el algodón.
Me acuerdo que cierto día yo estaba viniendo del Monasterio de la Luz en carro, pasando por aquella plaza que queda antes del Estadio Pacaembú. En una esquina de la avenida, al lado derecho de quien va hacia el estadio, hay una casa baja, al nivel del suelo. Yo había terminado las oraciones y, más o menos a la altura de esa casa, iba reflexionando lo siguiente:
“Algo no está corriendo bien conmigo, porque no estoy sufriendo y debo sufrir. Evidentemente, no puedo sufrir en las proporciones que sufrí antes de la “gracia de Genazzano”. Pero estoy acabando por llevar una vida inútil, porque hace casi diez años siento esta suavidad. Durante algún tiempo, para rehacerme, está bien, pero, además, ¿dónde queda el holocausto?”
Sufrir por aquellos que no querían sufrir
Naturalmente, yo podía ofrecer mi vida para el bien de nuestra Causa.
Por otro lado, yo sabía, y tengo certeza de que fue comunicado por Nuestra Señora, que Ella me mantendría vivo hasta que yo cumpliera mi misión. O sea, Nuestra Señora no quería la supresión de mi existencia; si Ella la quisiera, yo la habría entregado y, por lo tanto, no sería serio que yo ofreciese el sacrificio de mi vida, pues era poner en duda su palabra, y estaría en contradicción con la “gracia de Genazzano”. Yo temía que, caso lo hiciera, cometería una infidelidad a esa gracia y, por castigo, Nuestra Señora me llevaría. Yo entonces no debería ofrecer la vida, sino un holocausto.

El Dr. Plinio se despide de la Sagrada Imagen, el 13 de mayo de 1973
¿Qué podría ofrecer? ¿Cuál sería ese holocausto?
Entonces le ofrecí aquello que Ella podría aceptar: que me sucediera alguna gran desventura que me hiciese sufrir mucho, pero compensara el déficit existente; y que ese sufrimiento fuera aceptado y padecido por mí, en reparación por aquellos que no querían sufrir.
Al hacer el ofrecimiento, no se me ocurrió un accidente de automóvil, pues nunca había imaginado que me pudiera suceder que quedara herido y roto físicamente como quedé, pero le pedí a Nuestra Señora que hiciera conmigo lo que quisiese, como quien tiene dinero en el banco: saca lo que necesita. Que Nuestra Señora sacara lo que Ella quisiera de ese modesto banco llamado Plinio Corrêa de Oliveira: “Haced lo que os parezca mejor”. Lo dejé en sus manos.
Claro que, quien ofrece lo más, ofrece lo menos, y quien estaba dispuesto a ofrecer su vida, en todo caso estaría dispuesto a ofrecer lo menos. Además, tendría la relativa y pobre ventaja de conciliar las dos cosas: la vida más el sufrimiento.

El Dr. Plinio a mediados de la década de 1970
“Madre mía, os ofrezco este sacrificio”
Eso no pasó únicamente entre Nuestra Señora y yo, sino yo no lo contaría. Me acuerdo muy bien que el sábado anterior al accidente –que fue un lunes–, en una conversación entre algunos amigos, miembros del Grupo, en el saloncito azul de casa, en el Primeiro Andar, considerábamos las circunstancias generales internas y externas al Grupo y comentábamos la situación peligrosa en que estaba la TFP. Yo entonces dije, en términos más o menos explícitos, no me acuerdo bien, que era necesaria una expiación, porque el Grupo estaba en tal posición de tibieza y me parecía tan difícil cambiar esa mentalidad, que de hecho sería solo una persona ofreciéndose como víctima expiatoria para enderezar las cosas, obtener el perdón de ese estado de espíritu y su apartamiento de nuestro camino.2 De lo contrario, aquello se desmoronaría, y la tristeza de las tristezas sería que el descoloramiento del Grupo fuera no como el de un campo sobre el cual pasa una nube que lo oscurece transitoriamente un poco, sino como el de un campo que va derivando y hundiéndose en el barro. Era necesario evitar eso.
Todos oyeron, pero nadie dijo: “Yo lo hago”. Me dejaron caminar solo. No me acuerdo si dije a mis amigos, pero mientras yo hablaba, pensé conmigo mismo: “Está bien, si crees que eso es necesario, ¡entonces comienza por ofrecerte tú mismo! ¿Por qué otro? ¿Por qué no tú? A nadie le parece bonito que otro haga el sacrificio, si no tiene coraje de hacerlo él mismo. Entonces, ahora ofrécete, ¡quiero ver tu valentía! Si tú eres el jefe, el primer responsable eres tú, ¡y si para alguna cosa tienes que ser jefe, selo para eso! ¡Salta dentro del calderón tú mismo!”

Salón Azul del apartamento del Dr. Plinio
Esa fue mi impresión. Es el diálogo violento de un hombre consigo mismo. La violencia que se tiene con los que desobedecen la voluntad de Nuestra Señora debe comenzar por nosotros mismos. El hombre que no es violento contra sí mismo, no tiene derecho a ser enérgico contra los otros, ni tiene la seriedad de alma por la cual los otros lo toman en serio.
En efecto, el mediocre, tan imprevisor, tonto y despreciable que no ve el asedio de los peores adversarios, siente cuando está tratando con un alma seria y capaz de practicar violencias contra sí misma: pero también siente cuando está tratando con otro mediocre. Delante del alma seria, él queda un poco intimidado; frente a otro mediocre, ellos se miran como colegas y fingen mudamente uno al otro, son amigos…
Eso es un estímulo, de paso, para que no nos hagamos ilusiones y sepamos ser enérgicos con nosotros mismos.
No llegué a hacer un acto formal ni una oración especial en ese momento, pero durante la conversación yo dije interiormente a Nuestra Señora: “Madre mía, yo os ofrezco este sacrificio”.
E incluso comenté con ellos: “Si yo llego a fallecer, diez minutos después de haber muerto, alrededor mío estarán haciendo mundanismo con personas de mi familia y con otros que eventualmente vengan”.
No insistí en el asunto, me despedí de todos. Era tarde, fui a dormir tranquilo, los otros también se dispersaron y yo no tomé ninguna otra deliberación explícita a ese respecto.
Presentimiento de una tragedia
Pasé un domingo común y, al día siguiente, ¡muchos factores llevan a creer que Nuestra Señora aceptó el sacrificio!
Me acuerdo muy bien que el lunes salí de casa alrededor de las nueve de la mañana, con una pequeña inseguridad que no es común en mí. No viajé directamente, pues antes de partir para el Éremo del Amparo de Nuestra Señora,3 donde iría para escribir un trabajo, yo tenía que decir una palabra muy rápida a un miembro del Grupo que en aquel momento estaba en el Éremo de Nuestra Señora de la Divina Providencia. Combiné con él para encontrarnos en una callejuela de Perdizes,4 cerca del éremo, en una especie de belvedere, desde donde se tiene una visión del barrio. Bajé del automóvil – en ese tiempo yo estaba comenzando a usar mi Mercedes bordeaux–, y anduve un poquito con él de un lado a otro, tal vez unos diez minutos, conversando, combinando unas cosas. Después me despedí de él y entré en mi carro para ir a Amparo.
Me acuerdo que estaba con mucho sueño y, al entrar en el vehículo, se dio un hecho curioso: yo, que venía bajo la sombra del lumen de Genazzano y de Fátima que se retiraban, no estaba pensando en el ofrecimiento que había hecho. Me asaltó una duda: “¿Me siento atrás o adelante?” Pensé: “Es más contrarrevolucionario ir atrás”. Pero después reflexioné: “Estoy tan abatido, tan cansado y tan probado. Yo viajo con más comodidad adelante.”
Me vino a la mente lo siguiente: “Voy a dormir y este automóvil de repente sufre un choque –nunca tuve miedo de eso– y me coge durmiendo. Si me siento adelante, puedo ser liquidado. Sería más prudente quedarme en la parte de atrás, que es menos peligrosa para un accidente, y no dormir, porque, si hay un accidente, me protegeré y me defenderé mejor.”
Después pensé: “¡Andando! Eso son sueños, no puedo dejarme llevar por simples impresiones. Esos pronósticos puede que no quieran decir nada. No hay ninguna razón para pensar en un accidente más especialmente que en otra ocasión. Lo razonable es ir adelante, es dormir. Entonces, voy adelante y voy a dormir”.

Carro del Dr. Plinio después del accidente, el 3 de febrero de 1975
Y me senté donde voy siempre cuando viajo, al lado del chauffeur. Si decidiera ir atrás, habría tenido lástima del joven que estuviera adelante, pero en cuanto a mí, me habría salvado. Cuando partí, tuve la terrible impresión de que iba a hundirme en un peligro muy grave. Y pensé: “Siento una dilaceración y que algo me está llevando hacia una tragedia; no sé qué es. ¿Será pura imaginación o una fantasía?” Pero hice eso a un lado.
A veces las personas tienen presentimientos siniestros, que después no se verifican, eran meras impresiones; conmigo ya sucedió dos veces respecto de otras circunstancias.
Rezamos las oraciones comunes del trayecto, el automóvil siguió, y a cierta altura de la salida de São Paulo, después de entrar en la carretera, me dieron ganas de dormir. Incliné el banco para estirarme y me dormí. Esos fueron los presentimientos que tuve antes del accidente.
Consumación del ofrecimiento
Yo solo recuperé la conciencia cuando estaba en el hospital de Jundiaí, todo roto, destrozado, recibiendo las primeras curaciones. Únicamente me quedó la idea de haber visto rápidamente un camión muy alto que colisionaba contra nosotros.
Mi hermana, su hija y su nieto recibieron la noticia del accidente y viajaron de São Paulo a Jundiaí para estar conmigo. Supe que había caído una lluvia tremenda sobre la ciudad, como un verdadero diluvio. Fue tan fuerte, que ellos se vieron obligados a parar el automóvil y se quedaron dos horas en la carretera esperando a que lluvia disminuyese, porque era una locura continuar. Eso fue una señal de tragedia, una cosa horrorosa.
Cuando me encontraba en el suelo, estaba desmayado. Me dijeron que, al ser llevado al hospital de Jundiaí, yo tenía cierto conocimiento de mí mismo, pero solo me acuerdo de destellos. Perdí de nuevo los sentidos y solo desperté cuando entré en el hospital de São Paulo, donde comencé a percibir algo y vi a algunos antiguos miembros del Grupo que me esperaban en la parte exterior del hospital para saludarme. Entonces los reconocí y les dije unas palabras. Pero poco después perdí el conocimiento otra vez.
El accidente había ocurrido, todo había pasado, todo se había liquidado, todo había redundado en este resultado: años de muletas o silla de ruedas, con varias otras secuelas realmente muy pesadas, de diversos órdenes, hasta cosas pequeñitas que siguieron como consecuencia de la operación… Comenzó ahí una serie de padecimientos mucho mayores de lo que yo imaginaba. ¡Una verdadera barbaridad! De aquí en adelante, ¿Cuánto tiempo restará? Dios sabe.

Hospital de Caridad de San Vicente de Paúl, Jundiaí, donde el Dr. Plinio fue socorrido
Un hombre de Admiración
No se puede negar que el holocausto ofrecido por mí fue muy bueno para el Grupo. Nuestra Señora me dio la gracia de hacer eso porque procuré, durante la vida entera, ser un hombre de admiración.
Yo designo como hombre de admiración no a un hombre admirable, hecho para ser admirado o que merece admiración, sino a un hombre que es hecho y vive para admirar. Y como yo era así, Nuestra Señora me dio bastante admiración por la Iglesia, por la Causa Católica, por la Cristiandad, por la Contra-Revolución, para que yo quisiera exponerme a ese lance por entero.

Detalles del carro del Dr. Plinio después del accidente, el 3 de febrero de 1975
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1) Ocurrida el 21 de abril de 1968.
2) Décadas antes, habiendo tomado conocimiento de la vida de Santa Teresita del Niño Jesús, el Dr. Plinio se hizo gran devoto de esa santa y pasó a admirar en ella el carácter expiatorio de su misión. Como otras almas contemplativas, ella se ofreció a Dios por los pecadores, a fin de que estos se salvasen, y para que los planes de la Divina Providencia se realizaran de modo pleno.
3) Localizado en el municipio de Amparo, Estado de São Paulo.
4) Barrio noble de la ciudad de São Paulo.