Serenidad Luciliana Inconfundible

Publicado el 12/21/2024

En la punta de los horizontes más aflictivos, Doña Lucilia mantenía siempre la misma serenidad, que provenía de la confianza en la Providencia. Era una especie de promesa de Dios de que, en el dolor, el lumen con el cual ella acompañaba el vaivén de los acontecimientos no la abandonaría jamás.

Tratando con mi madre, varias veces me hice esta pregunta: ¿Cuál es la proporción entre la gracia y la naturaleza en el conjunto de su personalidad? Es razonable colocar esa cuestión, porque cuando alguien corresponde mucho a la gracia, esta última toma aires de una segunda naturaleza y da la impresión de que la persona es así, desde lo más profundo de su ser. En cierto sentido, esto es verdad.   

Mi madre asumió la gracia y se dejó asumir por ella

La memoria que me quedó en la retina sobre mi madre es la de una persona que, por más profundo que se la viera, no se percibía otra cosa, a no ser el trabajo de la gracia en su alma.

Yo sé, por la fe, que siendo ella concebida en pecado original, debería tener un lado opuesto al de la gracia. Sin embargo, de tal manera ella había asumido la gracia y se había dejado asumir por ella, que parecían ser una sola cosa.

Si no fuese la convivencia continua y mi preocupación de hacer un análisis imparcial, sin dejarme llevar por el afecto de hijo, esa pregunta, de querer saber cuál sería el lado del pecado original en su alma, no parecería justa ni reverente. Sin embargo, yo me puse a mí mismo esa pregunta de otro modo: “¿Qué es gracia, ¿qué es naturaleza?”

Por ejemplo, la suavidad de mi madre, tan y tan notable, tan comunicativa, que marcaba tanto los ambientes donde ella se encontraba, vista bajo un aspecto, tenía consonancia con su temperamento.

Pero no pudiendo haber un temperamento que tuviese únicamente aquella suavidad, era evidente también que debería haber algo contrario a aquello, aunque fuese en algún punto. No obstante, en ella nunca encontré algo negativo digno de nota.

Una vez u otra vi pequeños movimientos de enfado, pero tan pequeños, que sería preciso un microscopio para analizarlos, de tan insignificantes. Parecían no tener raíz en ella, de tal manera se figuraban como una cosa postiza. Mientras que la suavidad, la dulzura ininterrumpida, aquello que vemos en el Quadrinho1, todo eso, sí, parecía tener raíz en su alma.

Por algunos lados, todo eso parecía ser lo natural en ella y, realmente, yo no notaba en la naturaleza de mi madre movimientos dignos de observación, de análisis, adversos a la gracia. Y el carácter sobrenatural de esa acción es sentida por los que van a su tumba en el Cementerio de la Consolación. Muchos van allá con la esperanza de encontrar aquella suavidad, y vuelven con la tranquilidad de haberla encontrado.

No quiero decir que la suavidad fuese un monopolio de ella, pero aquella forma de suavidad era enteramente inconfundible, era ella y de ella.

Suavidad que provenía de la confianza en la Providencia

¿Cómo sería, entonces, esa suavidad y en qué sentido era diferente de las otras suavidades? Sin duda alguna, provenía de la propensión de mi madre de querer bien y de hacer el bien a todo el mundo.

Era algo que no transparecía a primera vista, pero, haciendo un análisis cuidadoso como los que yo hacía, muy reverente, pero no de ojos cerrados, ese análisis me llevaba a la siguiente conclusión: había, en el fondo, sin que la palabra fuera pronunciada, una confianza enorme en la Providencia, la cual marcaba su vida y explicaba la suavidad, dándole el soporte racional. Porque, por más que esa sea una bella virtud, solo lo es porque es razonable.

El Dr. Plinio en el Cementerio de la Consolación en 1990

Serenidad en todas las circunstancias

Naturalmente, yo procuraba hacer eso a propósito de ella y encontraba siempre lo siguiente: en la punta de los horizontes más aflictivos, un acto de confianza. En el extremo de las preocupaciones podían aflorar mil cosas, pero, después, de repente, en el término más pungente, estaba la serenidad. Lo cual explicaba su paciencia y su bondad.

Ella miraba hacia ese fin de horizonte como miraba el sol cayendo sobre la Plaza Buenos Aires o en la Rua Alagoas, entre la arboleda de la alameda aún no contaminada por los horrores que se esparcieron después. A veces ella comentaba cómo estaba bonito. Ella tenía la misma posición de alma y el mismo modo de ver, la misma serenidad. ¿Por qué? La pregunta va hasta allá.

Me acuerdo de ella, ya bien anciana, con una incomodidad digestiva considerablemente más seria de lo común. Mandé a llamar al médico. Para una persona de aquella edad, la visita de un médico puede significar una sentencia de vida o de muerte, Pero ella no se hacía bien la idea de hasta qué punto la muerte pendía sobre ella.

Cuando el médico fue a examinarla, poco antes de que ella entrara en la sala, me dijo: “¡Hijo mío, si supieras qué horror tu madre tiene al cáncer!”

Ahí me di cuenta de que ella pasó la vida entera con esas perturbaciones digestivas y, teniendo esa especie de horror al cáncer, ella podría haber pensado varias veces en esa hipótesis. Habituado desde pequeño a verla con esas incomodidades, nunca me pasó por la mente que ella llegase a tener esa enfermedad. Cuando yo era pequeño no se hablaba de cáncer, ese mal fue un fruto de la modernidad, no la enfermedad en cuanto tal, sino su diseminación.

Yo pensé para conmigo: “De repente lo es. Y la muerte de cáncer es inexorable y muy dolorosa.” Después del examen, el médico fue a la sala para conversar con mi hermana, mi sobrina y conmigo. Durante la exposición, llamé su atención a propósito, corté la explicación y le pregunté:

– Doctor, ¿será cáncer?

Él tuvo un pequeño sobresalto y dio la siguiente respuesta: – Por ahora no hay derecho a pensar en eso.

No habían aparecido los síntomas propios para definir si era o no cáncer. Pero se comprende, por tanto, cómo eso le debe haber causado innumerables preocupaciones a ella. No obstante, mantenía siempre aquella serenidad.

Me acuerdo también una vez que pusieron en sus pañuelos un monograma, que a ella no le gustó. Me dijo, pero con aquella suavidad, que no le había gustado aquello, estaban feos. Yo dije:

– Mi bien, pero usted… ¿Qué se puede hacer? Le conviene aprovechar los pañuelos.

– Sí, no hay duda, pero ¿usar yo esto hasta el fin de la vida?

Era el fin de la vida, pero ella lo mencionaba como algo muy remoto. Lo cual hacía el problema “muero, no muero”, más agudo para el instinto de conservación.

También en tensiones en las relaciones con personas a quien ella quería mucho… En el fondo… aquella serenidad.

¡El lumen de mi vida

no se apagará! Su serenidad era un poco diferente. La nuestra consiste en, al tener delante de nosotros cierta perspectiva, mantenernos serenos por saber que Nuestra Señora no permitirá que tal perspectiva se realice.

Con mi madre no era propiamente así, sino: “Pase lo que pase, cierto lumen que yo espero tener en mi vida, no se apagará.” Era una especie de promesa de la Providencia de que, en el dolor, aquel lumen con el cual ella acompañaba el vaivén de los acontecimientos no la abandonaría nunca. Como si dijese: “Aquello va a continuar, de un modo o de otro, ¡suceda conmigo lo que suceda, sea lo que sea, será, será, será!”

A mi modo de ver, era una especie de flash discreto y permanente. No era una llamarada, pero dentro de un firmamento lila, era como la luz de la luna. Eso explicaba la paciencia de ella y todo el resto.

Un lugar impregnado de paz luciliana

Sin haberla conocido, no obstante, muchas personas notan su presencia en el Primeiro Andar2, sintiéndolo como un lugar de paz, pero de una paz específica que todo mi torbellino no consiguió interrumpir.

Mi sala de trabajo era, en buena medida, su living. En la sala, mi madre permanecía mucho para rezar; en la saleta rosada apenas entraba, para ver si estaba en orden. Ella era económica y ahorraba las cosas, sabía que yo tenía finanzas limitadas y no quería desgastar los muebles, por eso, para rezar, ella lo hacía muchas veces de pie. Y al final de su vida, cuando ya estaba bien anciana, mandaba a poner junto a la imagen del Sagrado Corazón de Jesús una silla sin brazos y rezaba sentada.

El resto del tiempo, mi madre lo dividía entre el comedor, del cual gustaba mucho por causa de la vista de la Plaza Buenos Aires y porque era muy bañado por el sol, y el living pequeño, de ella y de mi padre, donde se quedaba poco, porque entraba menos luz solar; en mi sala de trabajo, ella permanecía un buen tiempo y rezaba mucho. Todo aquello quedó impregnado de alguna gracia.

Ahora bien, si por razones inconcebibles aquel apartamento –con el mobiliario y todo lo que está allá adentro, exactamente como está–, fuese a parar en manos de un tercero y alguien pusiese un cuadro extravagante en una de aquellas paredes o colocase un objeto moderno, aunque fuese pequeño, rasgaría, despedazaría el ambiente.

Si algún día yo notase el ambiente alterado, mandaría a verificar si no hay algún objeto de esos en alguna gaveta de la casa. Yo siento una oposición y una santa incompatibilidad. Expresión, posiblemente, de la firmeza de la persona tan dulce que ella fue, de la reversibilidad. Ahí tenemos la reversibilidad entre la firmeza y la bondad.

El Dr. Plinio a comienzos de la década de 1980

(Extraído de conferencia del
1/5/1981)

____________

1) Cuadro al óleo, que le agradó mucho
al Dr. Plinio, pintado por uno de sus
discípulos con base en una de las últimas
fotografías de Doña Lucilia.
2) Residencia del Dr. Plinio en la Rua
Alagoas, 350, en el barrio de Higienópolis,
en São Paulo.

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