La verdadera amistad

Publicado el 01/16/2021

Humanamente hablando, es imposible en la tierra. Si ponemos nuestra confianza en las cualidades humanas de los demás, acabaremos decepcionándonos. Entonces, ¿cuál es el criterio para elegir a un amigo en quien se pueda confiar verdaderamente?

 

angelo_lion_-_st_dominic_and_st_francis

En el ser humano el instinto de sociabilidad es muy sensible y más profundo aún que el de conservación, hasta el punto de que Aristóteles llega a afirmar que “el que no se comunica con los demás es o un bruto, o un dios”. 

Precisando la ruda afirmación del filósofo, Santo Tomás de Aquino explica que únicamente hay dos tipos de personas capaces de vivir en soledad: los anacoretas o quienes, por “la crueldad de su ánimo”, se volvieron animales salvajes. Los primeros se retiraron al desierto para entregarse mejor a Dios; los segundos se apartaron de la convivencia con los hombres porque no resisten su compañía.

Toda persona precisa de un amigo para practicar el bien

En la vida en sociedad todo hombre siente el natural deseo de encontrar a alguien que lo apoye en sus dificultades, comparta sus ideales y sueños y sea, al mismo tiempo, objeto de su benevolencia.

Dos individuos juntos, dice el Eclesiastés, son más felices que uno solo, porque “si uno cae, el otro lo levanta; pero ¡pobre del que cae estando solo, sin que otro pueda levantarlo”

Y Santo Tomás añade que el hombre feliz necesita amigos “para hacerles bien, y para que, al verlos, le agrade hacer el bien, y también para que le ayuden a hacerlo”. 

San Francisco de Sales insiste en la importancia del apoyo recíproco cuando dice: “Los que viven entre los mundanos y abrazan la verdadera virtud necesitan aliarse unos a los otros en una santa y sagrada amistad, pues por medio de ella se animan y se ayudan mutuamente a obrar el bien. […]

Los que andan por caminos escabrosos y resbaladizos se cogen unos a otros, para caminar con más seguridad; […] los que están en el mundo necesitan esas particulares amistades ,para apoyarse y socorrerse los unos a los otros en medio de los difíciles parajes que han de atravesar”.

El hombre, en suma, precisa de amigos “para practicar el bien, tanto en las obras de la vida activa como en las de la vida contemplativa”.  No obstante, ¿quién encontrará el gran tesoro de una auténtica amistad, en la cual podrá confiar ciegamente, seguro de no ser defraudado nunca?

Existen sólo dos amores

La verdadera amistad es identificada por Aristóteles como el amor que entraña benevolencia, que hace desear el bien a aquel por quien uno siente afecto. Y siendo la bienaventuranza eterna el supremo beneficio a que todo hombre debe aspirar, se concluye que solamente es posible una forma de amistad genuina: la que lleva a querer bien al otro por amor a Dios, anhelando para él la santidad.

San Agustín  enseña que en el mundo no hay más que dos amores: el amor a Dios llevado hasta el olvido de sí mismo y el amor a sí mismo llevado hasta el olvido de Dios. Noexiste una tercera opción.

En la amistad verdadera no cabe el sentimentalismo, que no es amor, sino mero deseo de sentir emociones que nos agraden. Quien busca relacionarse con los demás para satisfacer su propia sensibilidad, sin buscar el bien del prójimo, se ama a sí mismo y no a Dios. Desea ser querido, admirado y comprendido por sí mismo, por sus propias cualidades, sin remontarse a Dios.

La amistad perfecta se fundamenta en la virtud

Humanamente hablando, la amistad verdadera es imposible en esta tierra. Al haber sido concebidos con el pecado original somos susceptibles de caídas mientras vivimos en este valle de lágrimas.

Embebido de ese principio de sabiduría, aconseja el Eclesiástico: “Si haces un amigo, ponlo a prueba, y no tengas prisa en confiarte a él. Porque hay amigos de ocasión, que no resisten en el día de la desgracia” (6, 7-8).

Si ponemos nuestra confianza en las cualidades naturales de los demás, tarde o temprano acabaremos decepcionándonos. Por eso advierte el profeta Jeremías: “Maldito quien confía en el hombre, y busca el apoyo de las criaturas, apartando su corazón del Señor” (Jer 17, 5).

En Dios, en la Virgen y en los santos es donde debemos depositar todas nuestras esperanzas.

En el momento de elegir un verdadero amigo hay, por lo tanto, un criterio siempre infalible: cuanto más unida está una persona a Dios, más es digna de confianza.

En su Introducción a la vida devota el gran San Francisco de Sales advierte: “No entables amistad sino con aquel los que puedan transmitirte cosas virtuosas; y cuanto más exquisitas sean las virtudes con las que tratas, más perfecta será tu amistad. Si comunicas ciencia, tu amistad es, ciertamente, muy loable; y lo es todavía más si esa comunicación tiene por objeto las virtudes de la prudencia, discreción, fortaleza y justicia. Pero si vuestra mutua y recíproca comunicación es hecha de caridad, de devoción, de perfección cristiana, ¡oh, Dios mío, qué preciosa será esta amistad! Será excelente porque viene de Dios, excelente porque tiende a Dios, excelente porque su vínculo es Dios, excelente porque durará eternamente en Dios”. 

Estar dispuesto a dar la vida por el otro

La bienquerencia y el amor mutuo son, según las enseñanzas del Salvador, el signo distintivo entre los hijos de la luz y los hijos de las tinieblas: “En esto conocerán todos que sois discípulos míos: si os amáis unos a otros” (Jn 13, 35).

Sin embargo, obrar con caridad con relación al prójimo exige, en este valle de lágrimas, estar dispuesto a un verdadero holocausto. Por eso, in- mediatamente después de repetir el mandamiento nuevo, el divino Maestro les enseña a sus discípulos: “Nadie tiene amor más grande que el que da la vida por sus amigos” (Jn 15, 13).

Para que todos nos mantengamos unánimes y concordes con “un mismo amor y un mismo sentir” (Flp 2, 2) es necesario que no hagamos nada con espíritu de partidismo o vanagloria.

Cada uno de nosotros, por el contrario, debe tener en vista los intereses de los otros antes que los de uno mismo. Dios “no nos trata como merecen nuestros pecados ni nos paga según nuestras culpas” (Sal 102, 10). Al convivir con otros no podemos, por tanto, analizarlos en función de sus pecados, sino en función del amor que nuestro Salvador tiene por cada uno.

Él “quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4), y esto nos invita, como tantas veces lo hace el propio Dios, a pasar por alto mil y una miserias que hay actualmente en cada uno de nosotros y a que nos fijemos en lo que hemos sido llamados a ser en la vida eterna.

El Dr. Plinio Corrêa de Oliveira, para figurar esta cuestión, comparaba el alma humana a una acacia: vista de lejos es lindísima, llena de flores coloridas; pero cuando se la mira de cerca se perciben vulgares espinas, insectos, suciedades y otras muchas imperfecciones.

Al considerar a los otros debemos procurar admirar las cualidades que Dios ha puesto en ellos. Y si la proximidad de la convivencia nos pone en evidencia sus defectos, tratemos de tener siempre en la mente la visión noble y transcendente que tuvimos al contemplarlos en función de su vocación.

Sólo así tendremos fuerzas para mantener unas relaciones repletas de respecto, consideración y afecto, incluso con aquellos que no nos tratan bien.

La amistad no puede conciliarse con el pecado

Evitar mirar los defectos de los otros no significa, sin embargo, aprobación o connivencia con ellos.

Al relacionarse con otra persona es casi imposible que uno no se influencie por sus cualidades o defectos.

 

Esto nos lleva, según San Francisco de Sales, a ser vigilantes, pues “cada uno ya tiene bastante con sus malas inclinaciones y no necesita echarse sobre sí las de los demás; y la amistad no sólo no exige esto, sino que, al contrario, nos obliga a ayudarnos unos a otros, para librarnos mutuamente de toda clase de imperfecciones”. 

En consecuencia, el santo doctor nos invita a “soportar con delicadeza al amigo en sus imperfecciones, pero sin reforzarlo más en ellas, por las adulaciones, y mucho menos trasladarlas a nosotros por complacencia”.

En el momento en que el otro se aleja de Dios por el pecado, sólo nos quedan dos posturas: en cuanto aún haya esperanza de que se corrija, debo auxiliarlo, pues “es una amistad débil o mala ver a un amigo perecer y no socorrerle, verle morir de una apostema y no atreverse a clavarle el bisturí de la corrección para salvarle”; pero si se obstina en el mal de manera que ya no sea susceptible de enmienda, debemos apartar- nos de él porque “la verdadera y viva amistad no puede perdurar entre los pecados”. 

“Una de las señales más seguras de una falsa amistad es verla que se mantiene hacia una persona viciosa”, concluye San Francisco de Sales. Por eso el Eclesiástico nos advierte: “Apártate de tus enemigos y sé cauto incluso con tus amigos” (6, 13).

Ejemplos sacados de la Sagrada Escritura

En el Antiguo Testamento encontramos ejemplos de amistades paradigmáticas, fundadas en el amor a Dios, entre las cuales la que floreció entre Rut, la moabita, y su suegra Noemí.

Tras la muerte de su marido y de sus dos hijos, Noemí decidió regresar a Judá y les aconsejó a sus dos nueras que volvieran a su casa materna.

Sin embargo, Rut quiso quedarse con ella: “Iré adonde tú vayas, viviré donde tú vivas; tu pueblo será mi pueblo y tu Dios será mi Dios” (Rut 1, 16).

Por encima de la simpatía natural que sentía por Noemí y los lazos terrenos que las unían, flotaba sobre el espíritu de Rut la admiración por la religión judía. Prefería rendir culto al único y verdadero Dios junto a su piadosa suegra que regresar al paganismo en el que había nacido.

También David y Jonatán nos dieron un luminoso ejemplo de amistad. Este último era hijo del rey Saúl y le correspondía heredar el trono de Israel. No obstante, al ver a David por primera vez, después de la derrota que éste infligió al gigante filisteo, “lo amó como a sí mismo” (1 Sam 18, 1). Lejos de envidiar a aquel pobre pastor de ovejas que el pueblo aclamaba como héroe, se llenó de admiración. Habiendo discernido el altísimo designio de Dios que recaía sobre la persona de David, el hijo de Saúl renunció a su propia condición: “Tú reinarás sobre Israel y yo seré tu segundo” (1 Sam 23, 17).

Los doce pares de Carlomagno

Mucho más numerosos son los ejemplos de genuina amistad en la Historia de la cristiandad, época fundada en el mandamiento del amor y fecundada por la Preciosísima Sangre de Cristo.

Uno de ellos se encuentra en los doce pares de Carlomagno, nobles guerreros honrados con la mayor confianza por el gran patriarca de la Europa medieval. Luchaban siempre al lado del emperador y su misión era tal que los convirtió en modelo de fidelidad para todos los tiempos.

Se narra, por ejemplo, que cuando Roland agonizaba mortalmente herido en pleno campo de batalla sintió que alguien se le acercaba y como ya no veía con claridad pensó que era un enemigo. Le asestó entonces un espadazo en la cabeza con tanta fuerza que casi se la abrió.
Pero se trataba de su amigo Olivier que había ido a socorrerlo… Al escuchar el grito de dolor, Roland reconoció enseguida la voz de su compañero y, afligido, le preguntó: “¿Te he herido?”. No obstante, la amistad entre ellos era tan fuerte que Olivier respondió, sin una pizca de resentimiento o pena de sí mismo: “No, hermano mío. No me ha pasado nada, estoy aquí para ayudarte”.

Cristo cargó sobre sí nuestros dolores

Por muy conmovedores que nos puedan parecer esos episodios históricos no son nada en comparación con el supremo ejemplo dado por Nuestro Señor. Acaso no fue Él quien dijo: “Ya no os llamo siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor; a vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer” (Jn 15, 15).

Tan sublime afirmación no se aplica solamente a los Apóstoles, sino a todos los bautizados. Cristo aguantó nuestros dolores y soportó nuestros sufrimientos (cf. Is 53, 4), abriéndonos así el camino de la salvación. Nos enseñó a dar la vida por nuestros amigos dándonos un incomparable, perfecto e infinito ejemplo de ello. Sepamos ser recíprocos, amando con todas
nuestras fuerzas al Dios que se hizo pequeño por amor a nosotros.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio nº198, enero 2020, p.30-33

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->