Sobre el subjetivismo – Una lección de vida a través de Santa Catalina de Siena

Publicado el 04/30/2024

Hoy la idea de verdad es sustituida por la de cambio, de progreso, de consenso… es la persona individual quien «crea» la verdad, quien establece lo que es verdadero y lo que es falso, lo que es bueno y lo que es malo.

Padre Bruno Espósito, OP.

Empecemos con un chiste…, que no es sólo un chiste.

Un día, entra en la autopista un sujeto con su potente Maserati y al cabo de un rato, al encender la radio del coche y sintonizar el noticiario, escucha atónito las agitadas palabras del locutor: «Presten especial atención en la A1, ¡porque hay un loco circulando en sentido contrario por uno de los carriles!». A lo que este individuo, levantando la mirada, exclama enojadísimo: «¿Uno?… ¡Pero si hay miles!».

Me parece que este conocido chiste refleja bastante bien el contexto en que vivimos y al mismo tiempo confirma, por desgracia, cómo la realidad a menudo supera con creces la fantasía: se toman cada vez más decisiones subjetivas que no tienen en cuenta a los demás, a la creación, a la realidad que somos; y si los demás no las aceptan, son ellos los que tienen problemas, los que no entienden, ¡los que están «locos»!

De hecho, cada vez más personas, tarde o temprano, experimentan actitudes y comportamientos que tienen su origen en un patológico egocentrismo y egoísmo, de los cuales, la mayoría de las veces, ni siquiera son conscientes, sino que más bien los sienten como necesaria manifestación de una equivocada «sacrosanta libertad», de un querer hacer lo que uno siente y quiere, rechazando toda regla, toda norma de comportamiento, que como tales, en cambio, son propicias, y no podrían dejar de serlo, para el bien de todos.

Por lo tanto, son percibidas como una indebida limitación de sus propios derechos, a menos que, al obrar así, se les impongan a los demás en realidad sus propios intereses individualistas, sus propias reglas. 

Basta pensar en quienes desempeñan un papel cualquiera en la sociedad, desde el más humilde hasta el más importante, y aprovechando su posición señorean en los demás, buscando sobresalir, dominar, incluso esclavizar y humillar a los demás, en lugar de estar agradecidos por la posibilidad de serles útiles (cf. Flp 2, 3-5).

En nuestros días se registran la multiplicación de los comportamientos, paroxísticos en los jóvenes y que van mucho más allá de una simple falta de educación, que desprecian por completo la dignidad y el respeto que se ha de tener hacia el prójimo y la común dignidad humana, patrimonio de todos y no privilegio de unos pocos. Manifestantes de la llamada “Primera Línea” en Bogotá, Colombia

Se podrían derrochar ejemplos en todos los ámbitos y en todos los tipos y niveles de relaciones, pero prefiero dejarle al lector que intente enumerarlos y seguro que algún nuevo Freud o Jung ¡tendría mucho que diagnosticar! Donde —evidentemente, sin juzgar las intenciones— se registran la multiplicación de los comportamientos, paroxísticos en los jóvenes y que van mucho más allá de una simple falta de educación, que desprecian por completo la dignidad y el respeto que se ha de tener hacia el prójimo y la común dignidad humana, patrimonio de todos y no privilegio de unos pocos.

Sobre todo, haciendo que aquellos que pretenden observar las reglas y, por tanto, lo que no es sino atención y respeto hacia los demás o hacia determinados lugares y momentos, aparezcan y se sientan como los «intolerantes», los inflexibles que coartan mi libertad de hacer lo que quiera, sin importarles que esto pueda perjudicarle a alguien. Con esto, evidentemente, no pretendo abrazar la concepción kantiana de libertad, que ya ha entrado en el ADN de la cultura moderna, a saber, que mi libertad termina donde empieza la libertad del otro. Esta visión, a primera vista respetuosa y comprensiva, es en realidad limitativa de la dignidad de la libertad humana.

Debemos hacer un serio examen de conciencia diario, teniendo presente la regla de oro que nos dejó Cristo: «Todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos; pues esta es la ley y los profetas» (Mt 7, 12).

De hecho, el hombre, por su naturaleza racional y social, puede ser verdaderamente libre con y para los demás. Por esta razón, creo que todos, empezando por quien escribe, debemos hacer un serio examen de conciencia diario, teniendo presente la regla de oro que nos dejó Cristo: «Todo lo que deseáis que los demás hagan con vosotros, hacedlo vosotros con ellos; pues esta es la ley y los profetas» (Mt 7, 12). Para evitar, como ocurre cada vez más a menudo, ser, en efecto, unos déspotas y exigir o incluso echarles en cara a los demás aquello que se les ha negado.

Continuemos con un breve análisis

«Rouget de Lisle cantando la Marsellesa», de Isidore Pils – Museo de Bellas Artes, Estrasburgo (Francia)

Mirándola de cerca, la modernidad, y en particular nuestro tiempo, se distingue del pasado por una armonización cada vez más difícil, hasta el punto de llegar a una clara contraposición, entre la centralidad de la persona y, por otra parte, el respeto —y no la tolerancia, pues siempre se tolera un mal…— del pluralismo cultural y ético, que a menudo y voluntariamente desemboca en un auténtico y peculiar relativismo. Comúnmente, sobre todo en algunos ambientes eclesiales, se cree que el relativismo cultural y el pluralismo ético son los verdaderos problemas actuales, pero estudiando más detenidamente la cuestión se ve que en realidad no son más que los efectos.

El verdadero problema es la cada vez más absoluta e intransigente afirmación de una subjetividad individualista, que se traduce cada vez más en subjetivismo ético. De este último se deriva el relativismo en las valoraciones y el fundamentalismo que no tiene en cuenta al otro. Quien proclama, como hacemos todos, que es necesario reafirmar la centralidad de la persona y el respeto a ella debe entonces plantearse también el problema y considerar cómo cada persona elabora subjetivamente dicha centralidad, con el peligro real de que se convenza de «su verdad» y de sus «valores».

Por lo tanto, en esta búsqueda, y la realidad lo confirma, existe el peligro de que acabemos en un auténtico y peculiar subjetivismo ético, que de hecho socava la naturaleza social del hombre. Ése es, pues, ¡el verdadero peligro! Repetición de ese pecado original que se niega a ser criatura y se engaña con hacerse creadora de sí misma (cf. Gén 3, 5), que no acepta la objetividad de una naturaleza que ha sido creada por Dios, con sus reglas y exigencias intrínsecas que no pueden cambiarse si no es encontrando otra naturaleza, y olvidando la advertencia del profeta: «¡Ay del que pleitea con su artífice, siendo una vasija entre otras tantas! ¿Acaso le dice la arcilla al alfarero: “Qué estás haciendo. Tu obra no vale nada”?» (Is 45, 9; cf. Jr 18, 6).

De hecho, los dañinos y devastadores efectos que registramos a todos los niveles y en todos los ambientes sociales, no derivan tanto del pluralismo ético y religioso, sino de una subjetividad concebida como absoluta e infinita que se convierte en subjetivismo ético, prisionero de su ego, que frustra o instrumentaliza todo tipo de relación. Llegando, por tanto, casi a querer justificar lo absurdo: ¡el hombre, un ser finito, que pretende tener una libertad infinita!

Por consiguiente, si se afirma la centralidad de la persona, su primacía, también debemos considerar a qué puede conducir esto, sobre todo cuando no se presenta correctamente, o porque no se tiene en cuenta cómo puede ser entendida por la mayoría de las personas. Esta centralidad de la persona puede llevar a que cada individuo elabore en su subjetividad interna un tipo de investigación y de decisiones éticas de forma meramente autorreferencial y sin confrontación alguna con las verdades objetivas, tanto a nivel de la razón como de la fe.

He ahí que, en última instancia, es la persona individual quien «crea» la verdad, quien establece lo que es verdadero y lo que es falso, lo que es bueno y lo que es malo, lo que es justo y lo que es inicuo, lo que es conforme a derecho y lo que es arbitrario.

He ahí que, en última instancia, es la persona individual quien «crea» la verdad, quien establece lo que es verdadero y lo que es falso, lo que es bueno y lo que es malo, lo que es justo y lo que es inicuo, lo que es conforme a derecho y lo que es arbitrario. Y, puesto que el espíritu humano vive en el tiempo, la verdad que establece cambia con el tiempo y las circunstancias, afirmando efectivamente la primacía no sólo del relativismo, sino necesariamente también del historicismo.

De hecho, hoy la idea de verdad es sustituida por la de cambio, de progreso, de consenso, de deseo, de sentimiento, de emoción. La convicción de que es imposible que el individuo llegue a la verdad, de que ésta es objetiva y constituye un término de comparación ineludible, conduce, en la práctica y a todos los niveles, a no prestar atención al contenido y a limitarse a la realización técnica y a las meras formalidades.

La cultura hoy dominante trata inexorablemente de convencernos de que la conciencia no es más que subjetivismo y de que la verdad se resuelve en un auténtico y peculiar relativismo, ¡sólo para luego tener que lidiar con el producto final del fundamentalismo y los inevitables conflictos que produce! De ahí que el tema de la conciencia moral, hoy más que nunca, sea objeto de malentendidos, tergiversaciones, hasta llegar a verdaderas caricaturas e instrumentalizaciones ideológicas.

Amanecer en Puerto Príncipe, Haití

En una cultura contemporánea donde todo tiende a ser cada vez más «subjetivo», en el sentido de la libertad de arbitrio, entendida como absoluta: hago lo que quiero, lo que siento, lo que deseo, lo que me da «bienestar», olvidando, sin embargo, que esto es distinto del verdadero «bien» —una «droga» ciertamente hace sentir bien en un momento dado, pero ¿es el bien de esa persona? Hay que recordar y hacer comprender que ese «subjetivo» es expresión de una persona con una naturaleza que ha recibido —y que, en todo caso, no se ha dado por sí sola—, con características y necesidades propias que no permiten el «subjetivismo», salvo a un alto precio, para los individuos y la comunidad.

En otras palabras, hay que subrayar que cada persona no es y no puede sentirse «ley para sí misma», y al mismo tiempo no es y no puede comportarse, en consecuencia, con aspiraciones infinitas y absolutas que se contraponen a las de los demás, encerrada en sí misma, como una auténtica «mónada». Así, el verdadero problema hoy no es tanto reafirmar la centralidad de la persona, sino que debemos preguntarnos: ¿cómo seguir y hacer crecer su subjetividad de modo que respete su propia dignidad y la de los demás?

Concluimos con la Santa de Fontebranda

Santa Catalina de Siena, de Pascual Pérez – Museo de Arte Sacro de Santa Mónica, Puebla (México)

Ciertamente, podemos encontrar una posible respuesta en la enseñanza que el Señor le reveló a Santa Catalina y, a través de ella, a cada uno de nosotros. Consiste en una verdad sencilla, pero elocuente e instructiva, que nos transmitió su biógrafo: «Tú eres la que no es; yo, en cambio, soy el que soy».1 Verdad que encontramos reiterada en el Antiguo y en el Nuevo Testamento (cf. Éx 3, 14; Jn 18, 6). Somos porque Dios nos ha llamado a la existencia y nos ha confiado un proyecto a realizar, dotándonos de todo lo necesario para ello; por eso el Apóstol nos invita a preguntarnos: «¿Tienes algo que no hayas recibido? Y, si lo has recibido, ¿a qué tanto orgullo, como si nadie te lo hubiera dado?» (1 Cor 4, 7).

Por consiguiente, sin Él no somos ni podemos ser nada (cf. Jn 15, 5). Cada día, cada hora, cada minuto, es un don de Dios que nos mantiene en la existencia y nos permite actuar, en todo momento: eres la que no eres y todo es don de Dios, y viviremos de verdad si cada uno obra «según la gracia recibida, poniéndola al servicio de los demás, como buenos administradores de la multiforme gracia de Dios» (cf. 1 Pe 4, 10). Teniendo en cuenta que a los administradores sólo se les exige que sean fieles (cf. 1 Cor 4, 2).

Meditemos estas profundas verdades y pidamos al Señor, por intercesión de Santa Catalina, que nos dé a cada uno la capacidad de traducirlas en la vida cotidiana, para que las relaciones entre nosotros sean conformes a la naturaleza que nos ha sido dada y, por tanto, más humanas y no contaminadas por ese delirio de omnipotencia que sólo conduce al conflicto y, en último término, a esa terrible soledad egoísta que ningún «aturdimiento» podrá superar.

Porque es cierto que podemos hacer muchas cosas, pero no todas son útiles para nuestro verdadero bien (cf. 1 Cor 10, 23), y sobre todo, ningún «sucedáneo» o «compensación» podrá jamás ahogar nuestra vocación al verdadero Amor. «El que tenga oídos para oír, que oiga» (Mc 4, 23). 

Notas

1BEATO RAIMUNDO DE CÁPUA. Santa Catalina de Siena. L. I, c. 10. Barcelona: La Hormiga de Oro, 1993, p. 113.

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