Sobre la piedra que es Pedro

Publicado el 02/20/2023

Cada legítimo sumo pontífice perpetúa el mismo primado de Cefas. En cierto modo, también reciben del Maestro la mirada que, además de convocarlos para el cargo, los invita a reafirmarse en su amor.

Javier Antonio Sánchez Vásquez

La tecnología ha hecho progresos asombrosos en el campo del armamento a lo largo de las últimas décadas. Con frecuencia se informa sobre innovaciones de este tipo, aún más a propósito del amenazante conflicto en Ucrania. El poderío bélico de una nación, sin embargo, no puede limitarse a la mera producción y almacenamiento de armas. Como es praxis en las guerras, cada bando trata de apropiarse del arsenal enemigo, estudiarlo y utilizarlo contra su antiguo dueño.

De manera análoga, desde sus orígenes, el papado ha sido una institución ferozmente combatida por hombres y demonios. Por supuesto que en esta batalla hay un claro vencedor, pues las puertas del infierno jamás prevalecerán contra la Iglesia (cf. Mt 16, 18). Hay momentos, sin embargo, en que el núcleo de la lucha se extiende hasta el corazón de Pedro, y los enemigos buscan hacerlo palpitar contra la propia institución que debería proteger. En estas condiciones, ¿qué pueden hacer por él los fieles que militan en la tierra?

Retrocedamos a los orígenes de la misión del sumo pontífice para responder mejor a esta pregunta.

¿Quién es Pedro?

A lo largo de los siglos, se han ido desarrollando expresiones muy singulares para referirse al primer Papa. Entre otras denominaciones que se remontan a tiempos lejanos encontramos éstas: «Príncipe de los Santos Apóstoles», «corifeo de su coro», «boca de todos los Apóstoles», «columna de la Iglesia».1 Como señaló el papa León XIII, estos títulos preconizan brillantemente que Pedro fue puesto en el más alto grado de dignidad y poder.

De hecho, el Señor lo constituyó —y en él también a sus legítimos sucesores— como cabeza visible de la Iglesia militante, concediéndole directa e inmediatamente un primado de verdadera y propia jurisdicción, y no sólo honorífico.2 En virtud de su cargo como representante de Cristo y pastor de la Iglesia, el sumo pontífice tiene autoridad suprema y universal sobre toda la institución.3

Pero el primado de Pedro, cuyo reconocimiento y sumisión son necesarios para la salvación,4 se ejerce en armonía con la constitución colegial de la Iglesia, es decir, con los obispos del mundo entero que están unidos a él. Se trata, por tanto, de un primado de comunión.5 Nuestro Señor Jesucristo, a fin de cuentas, es quien gobierna a su Esposa Mística por medio del Papa y de los legítimos pastores.6 Así pues, no le corresponde al desempeño de esta autoridad un régimen tiránico y totalitario.

El Santo Padre también preside en la caridad,7 o sea, le incumbe la primacía en el amor al Señor. ¡Precedencia en la caridad! Una mirada retrospectiva a los albores del papado podrá ayudarnos a comprender mejor la grandeza de esta institución divina. Sobre todo, nos alentará a tener por ella una dilección más fervorosa, ya que una dedicación desinteresada de las ovejas puede ayudar a Pedro en su ardua misión en el transcurso de los siglos.

La primera mirada de Jesús a Simón

El Evangelio de San Juan registra, con singulares pormenores, el acontecimiento que transformó la vida de un pescador de Galilea.

Andrés era uno de los dos discípulos que acompañaban a San Juan Bautista cuando éste, al avistar a Jesús, declaró: «Éste es el Cordero de Dios» (1, 36). Habiéndose quedado aquel día con el Maestro, Andrés salió enseguida a buscar a su hermano y le manifestó: «Hemos encontrado al Mesías» (1, 41). ¡Qué luz no debió haber iluminado el alma de Simón al oír el anuncio de la llegada del Salvador!

Hemos de considerar que, desde toda la eternidad, el Señor sabía a quién iba a elegir como piedra fundamental de su Iglesia. Había llegado, pues, el momento de encontrarse con él en el tiempo. Narra el evangelista que Andrés llevó a su hermano ante el divino Maestro, y «Jesús se le quedó mirando y le dijo: “Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que quiere decir Pedro, o piedra)”» (1, 42).

Esta mirada de eterna dilección jamás abandonará a Pedro. Es la revelación inicial que Jesús le hace a su futuro vicario, y sobre esta verdad fundamental se yergue la misión de la «columna de la Iglesia».

Fijándose en él, el Maestro contempló a todos los que le sucederían en el solio pontificio. En efecto, por institución del propio Cristo —por derecho divino, por tanto— es por lo que el bienaventurado Pedro tiene perennes sucesores en el primado sobre la Iglesia universal.8 Cada legítimo sumo pontífice perpetúa el mismo primado de Cefas. En cierto modo, también reciben del Señor la mirada que, además de convocarlos para el cargo, los invita a reafirmarse en su amor.

En la primera mirada de Jesús a Pedro, el papado encuentra su verdadero horizonte. La fuerza de esta mirada continuó sustentando a Cefas a lo largo de los siglos, asegurando la firmeza de la roca sobre la cual se erige la Iglesia.

Una confesión, un premio, un encargo

San Pedro poseía la virtud de la fe en tal alto grado que fue el varón elegido para confesar la divinidad de Jesús. Esta proclamación se realizó con base en un discernimiento penetrante, lúcido y abarcador de la naturaleza divina del Hijo de Dios

Con su insuperable pedagogía divina secundada por gracias, el Señor modeló y predispuso paso a paso el corazón de Simón para que en determinado momento recibiera de Dios Padre una importantísima revelación (cf. Mt 16, 17).

San Pedro poseía la virtud de la fe en tal alto grado que fue el varón elegido para confesar la divinidad de Jesús. Esta proclamación «se realizó con base en un discernimiento penetrante, lúcido y abarcador de la naturaleza divina del Hijo de Dios»,9 conforme explica Mons. João Scognamiglio Clá Dias.

Así pues, estando con el Maestro en la región de Cesarea de Filipo, lejos de los acontecimientos arrebatadores y de la agitación de las turbas, sólo se oía la voz de la fe: «Tú eres el Mesías, el Hijo del Dios vivo» (Mt 16, 16). A continuación, Jesús le anunció a Cefas que edificaría una obra indestructible, la Iglesia, y le entregaría a él «las llaves del Reino de los Cielos» (Mt 16, 19).

Pedro y Juan, una relación evocadora

Sin embargo, la fe del primer Papa, por grande que fuera, no le bastaría para corresponder a su llamamiento. Pedro le aseguró al Maestro que nunca lo abandonaría; no obstante, de entre los Apóstoles, únicamente Juan estuvo al pie de la cruz (cf. Lc 22, 33; Jn 19, 26). Pedro tuvo miedo cuando Jesús obró la pesca milagrosa en el lago de Genesaret: «Señor, apártate de mí, que soy un hombre pecador» (Lc 5, 8); Juan reclinó su frente sobre el corazón del Redentor (cf. Jn 13, 25), porque «no hay temor en el amor» (1 Jn 4, 18). Finalmente, Pedro proclamó su fe en Jesús, y Juan expresó con singular claridad en qué consiste el centro de nuestra fe y la imagen cristiana del Creador, diciendo: «Dios es amor, y quien permanece en el amor permanece en Dios y Dios en él» (1 Jn 4, 16), como enseña Benedicto XVI.10

No pretendemos insinuar que entre el Príncipe de los Apóstoles y San Juan existiera una completa igualdad. A mediados del siglo XVII, durante el pontificado de Inocencio X, fue juzgada y declarada herética la doctrina sostenida por el jansenista Marín de Barcos, que defendía una doble cabeza en la Iglesia.11 El hereje equiparaba al apóstol Pablo con San Pedro en el poder supremo y en el gobierno de la Iglesia universal.

Creemos, más bien, que la preciosa relación entre Cefas y Juan —el apóstol del amor—, tan evidente en los Evangelios, parece subrayar cuánto la excelencia de la fe depende de la soberanía de la caridad, aun siendo ambas virtudes hermanas, eslabones de una misma cadena.

«Pedro, ¿me amas?»

Nuestro Señor Jesucristo entrega el rebaño de la Iglesia a San Pedro

«La fe actúa por el amor»,12 afirma Santo Tomás; en efecto, la caridad hace perfecto y formado el acto de la fe.

Ahora bien, transcurridos algunos años de convivencia con el Señor, a pesar de ser grande la fe de Pedro, imperfecto era aún su amor. Y el divino Maestro, antes de subir al Cielo, quiso consolidar a su elegido en la misión que le había reservado. Y esto sucedió en una de las apariciones a los Apóstoles después de la Resurrección, junto al lago de Tiberíades, cuando Jesús le preguntó tres veces: «Simón, hijo de Juan, ¿me amas?». Ante cada respuesta afirmativa, Jesús le ordena: «apacienta mis corderos», «pastorea mis ovejas», «apacienta mis ovejas» (Jn 21, 15-17).

La caridad es la condición para apacentar el rebaño de Cristo, ya que, como hemos visto, se trata de un atributo esencial del primado petrino. Así, aumentando el amor de Cefas, el Salvador garantizaba la perennidad de la institución pontificia.

Por consiguiente, es deducible de ahí que las flaquezas en la vida de San Pedro —y las del papado a lo largo de los siglos— se deban principalmente a las defecciones en la línea del amor. Son dos milenios ya de inmaculada defensa de la fe por parte del magisterio infalible; no obstante, sin faltar nunca a la ortodoxia en las palabras, se puede predicar el desamor con el ejemplo.

Dos mil años de existencia

Inmediatamente después de la triple interpelación, el Salvador profetizó: «Cuando seas viejo, extenderás las manos, otro te ceñirá y te llevará adonde no quieras» (Jn 21, 18).

El papado cuenta con una existencia bimilenaria. Quizá, en determinado contexto histórico, esta institución de larga data se vea sujeta a lo que el divino Maestro le predijo a San Pedro: que le extendería sus brazos a los verdugos que quieren crucificarla, que sería ceñida y llevada por extraños adonde no desea ir, por donde no debe ir.

Santa Faustina, la secretaria de la misericordia de Jesús, registra en su diario estas dolorosas palabras del Señor: «Los grandes pecados del mundo hieren mi Corazón algo superficialmente, pero los pecados de un alma elegida traspasan mi Corazón por completo…».13

Durante la Pasión, estando en la casa de Caifás, Pedro negó tres veces a la Verdad, y tres veces la Verdad cayó en el camino del Calvario. ¿No serían estos desafortunados pronunciamientos del primer Papa cuales nuevas piedras de tropiezo para el Salvador (cf. Mt 16, 23)? Es grande el poder de Pedro, que todo lo puede atar en la tierra y en el Cielo.

Sin embargo, la predilección —ese insondable misterio— marcó el alma de Cefas para siempre. Nos atrevemos a decir que, ante la omnipotencia del perdón divino y de las oraciones de María, incluso hasta el poder de las llaves es impotente: «El Señor, volviéndose, le echó una mirada a Pedro, y Pedro se acordó de la palabra que el Señor le había dicho: “Antes de que cante hoy el gallo, me negarás tres veces”. Y, saliendo afuera, lloró amargamente» (Lc 22, 61-62).

Sin duda, esta insigne gracia de contrición fue comprada por las súplicas de la Santísima Virgen: podemos decir que María sustentó la Iglesia en aquel momento, como hoy sustenta el papado.

Cimentada sobre la sangre de los mártires

Es difícil admitir que hay una mirada más significativa para un Papa que la del Redentor ajusticiado. En la expresión sufridora de Jesús se contempla en germen el triunfo de la Resurrección; además, la muerte del Señor en la cruz compró la inmortalidad de su Esposa —la Iglesia—, fundada sobre la roca que es Pedro.

Siguiendo una antigua tradición, el sumo pontífice se revestía de un bellísimo calzado rojo, viniendo a significar que la Iglesia está cimentada sobre la sangre de los mártires. Los pasos de Cefas eran, por tanto, acompañados simbólicamente por el testimonio de aquellos que, perseverando en la fe, se ofrecieron en sacrificio por Cristo.

De hecho, el holocausto del Señor es la razón de incontables otros. Incluso hasta en nuestros días, la sangre de los mártires se renueva continuamente. Sí, porque un suplicio quizá mayor y más injusto que el de morir por odio a la religión es el de ser martirizado por la fidelidad al amor. Expliquémoslo mejor. Con gran acierto, un célebre orador afirmó en una ocasión: ser amado y no amar es ser tirano; amar y no ser amado es ser mártir.14

Ejemplo de este martirio de alma podemos encontrarlo en el justo Job, que perseveró en su inocente rectitud, resistiendo impasible a los atroces sufrimientos que la Providencia permitió que el demonio le infligiera, sin el alivio de ninguna consolación espiritual. Este admirable personaje bíblico también representa a los varones que hoy sufren por el Cuerpo Místico, en unión con su cabeza, Nuestro Señor Jesucristo, por pura devoción a la roca inquebrantable del papado.

Una gema inédita entregada al papado

Quizá, en determinado contexto histórico, Pedro haya faltado o venga a faltar con la reciprocidad de amor por los hijos que tanto lo aman. Para ello no sería preciso ningún gesto ostensivo; hay ciertas formas de silencio que confunden, hay indiferencia y omisiones que se enumeran entre los mayores actos de desamor. De verificarse tal absurdo, sería ocasión para dar a la elección y a la autoridad de Cefas una prueba inmensa de fidelidad, llevada al extremo. Y un único motivo bastaría para explicar este amor tan inexplicable: simplemente porque él es Pedro.

En unión con los infinitos méritos del Redentor, queda por preguntarse qué frutos se derivarían de la sangre derramada con tanta generosidad. Dios no deja de premiar a quien se inmola por Él sin buscar recompensa: llegará el día en que esos Job serán exaltados por su innegable amor a Pedro, y su sangre resplandecerá cual gema preciosísima e inédita en la institución del papado, como indagando: «Pedro, ¿me amas?».

Nada es en vano. Las apariciones de Cova da Iria y la promesa incondicional de Nuestra Señora de Fátima adquieren un brillo especial cuando se aplican al papado: «Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará». Se trata de la victoria del amor de María, que abre una nueva era de fe para el mundo y para la Santa Iglesia.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n.º 235; pp. 40-41

Notas

1 LEÓN XIII. Satis cognitum: DH 3308.

2 Cf. CONCILIO VATICANO I. Pastor æternus: DH 3055.

3 Cf. LEÓN XIII, op. cit., 3309.

4 Cf. BONIFACIO I. Carta «Institutio», a los obispos de Tesalia: DH 233; Carta «Manet beatum», a Rufo y a los otros obispos de Macedonia: DH 234; BONIFACIO VIII. Unam sanctam: DH 875.

5 Cf. CONCILIO VATICANO II. Lumen gentium, n.º 18: DH 4142.

6 Cf. Ídem, n.º 14, 4137.

7 Cf. SAN IGNACIO DE ANTIOQUÍA. Lettre aux Romains: SC 10, 107.

8 Cf. CONCILIO VATICANO I, op. cit., 3056-3058.

9 CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Lo inédito sobre los Evangelios. Città del Vaticano-Lima: LEV; Heraldos del Evangelio, 2013, t. VII, pp. 125-126.

10 Cf. BENEDICTO XVI. Deus caritas est, n.º 1.

11 Cf. INOCENCIO X. Decreto del Santo Oficio, 24/1/1647: DH 1999.

12 SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. II-II, q. 4, a. 3.

13 SANTA FAUSTINA KOWALSKA. Diario. La Divina Misericordia en mi alma. Stockbridge: Marian Press, 2010, p. 600.

14 Cf. VIEIRA, Antonio. «Sermão da primeira sexta-feira da Quaresma». In: Obra Completa. São Paulo: Loyola, 2015, t. II, vol. II, p. 154.



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