Su desvelo durante los insomnios y las enfermedades de su hijo

Publicado el 03/21/2021

A partir de esa convivencia “paradisíaca” se estableció entre ellos una unión de almas que transpuso las murallas de la eternidad y se mantuvo intacto hasta el último día de vida del Dr. Plinio.

Monseñor João Clá Dias

Poco después del fallecimiento de su padre, doña Lucilia se mudó con su esposo y sus hijos al palacete Ribeiro dos Santos, antigua residencia paterna. Se instalaron en una habitación cuya puerta dejaba pasar, a través del montante, la discreta luz del pasillo, donde una lámpara quedaba encendida durante toda la noche.

El pequeño Plinio, que dormía en una cuna junto a la cama de sus padres, a veces se despertaba de madrugada y, lejos de dormirse de nuevo, se sentía dominado por un inquieto insomnio. Al oír la regular y pausada respiración de doña Lucilia, la llamaba, tratando de despertarla. Todo era en vano. La Providencia le había concedido un sueño tranquilo y profundo. Por eso tardaba algo más en atender al niño, que sentía el naufragio de la soledad en la penumbra de la noche.

Como sabía que su madre, todo protección y ternura, estaba allí, Plinio no lo dudaba: saltaba de la cuna a la cama, se sentaba sobre su pecho e intentaba abrirle los ojoa con los deditos, mientras decía:

— Manguinha, manguinha…[1].

El tierno y afligido infante se daba cuenta de que le iba a causar un trastorno, pero pensaba: «Como es mi madre, no se va a enfadar por esto, y a mí no me queda otra salida».

Al despertar, sin ningún tipo de enfado, Doña Lucilia le decía con dulzura:

— ¡Oh, hijito!, ven aquí. ¿Qué te pasa?

El pequeño discernía con cuánto cariño enfrentaba ella la situación. Sentándose para vencer la somnolencia, Doña Lucilia se ponía a conversar con su hijo y distraerlo hasta comprobar que aquella inseguridad nocturna había desaparecido.

Esta madre ejemplarísima le contaba, con admirable paciencia, una, dos o cinco historias, que él oía encantado, sintiendo el torrente de afecto, cariño y compasión de que era objeto. Cuando veía que el sueño le había vuelto al niño, ella le decía:

— Ha llegado la hora de que te acuestes —y lo ayudaba a volver a la cuna. Mientras se dormía, una reconfortante impresión invadía su espíritu: «¡Es realmente como yo esperaba! Me satisface enteramente. Confío en ella. Me siento enteramente suyo».

Con enormes saudades, ese hijo comentaba muchos años después: «¿Cómo sentía cuando era niño la compasión que tenía por mí? Ella se daba cuenta de hasta qué punto sentía yo mi propia debilidad y me sonreía como diciendo: “Es verdad que eres débil, pero es natural que lo seas. Así es la vía del hombre. Pero es natural también que un hombre tenga madre y que ella sea un océano de ternura para con él. Siéntete comprendido en todo y no tengas orgullo en querer ocultarme tu debilidad. Al contrario, colócala en mis manos; yo me encargaré de ella”. Con una sonrisa afectuosa, como nunca vi en mi vida, era como si me dijese: “Vamos a seguir juntos tu difícil camino”.

Sentí su compasión especialmente durante las enfermedades que tuve en mi infancia: gripes, escarlatina, sarampión y una terrible difteria que me puso a las puertas de la muerte. ¡Cuánta lástima sentía por mí! ¡Se afligía hasta el último extremo! Ya entonces, muy amigo de observar, yo no dejaba de examinar su actitud cuando entraba en el cuarto de pun- tillas, sonriendo, con un vaso de medicina homeopática en la mano —era una ferviente partidaria de la homeopatía— y me decía: “Hijo mío, hijito, ha llegado la hora de que te tomes la medicina”. Verla allí era el consuelo de mi alma, y compensaba el dolor que sufría.

Las analogías son algo muy vivo en la mente de un niño. Yo establecía una relación entre ella y el frescor del agua que tomaba, diciendo para mí mismo: “Ella es para mí lo que esta agua es para mi enfermedad: un refrigerio”».

Madre cariñosa y atenta, Doña Lucilia enseguida notó que la débil salud de su hijo pedía aires mejores que los del centro de São Paulo. Llevada por una mezcla de preocupación y desvelo, se mudó durante algunos meses al distante barrio de la Peña, abandonando durante ese período su acogedora residencia en los Campos Elíseos. Influyó de modo decisivo en la elección del lugar la proximidad del santuario de su Madrina, la Señora de la Peña, donde le iba a ser posible rezar por el pequeño Plinio con mayor asiduidad.

A partir de este trato «paradisíaco» —lleno de ternura, solicitud y protección por parte de la madre, y de admiración y confianza por parte del hijo— se estableció entre ambos una gran unión de alma que transpuso las murallas de la eternidad y se mantuvo intacto hasta el último día de la vida del Dr. Plinio. Pero no son esos los únicos hechos que demuestran las elevadas y apreciables dotes maternales de Doña Lucilia…

Extraído de CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. Dona Lucilia. Città del Vaticano: Librería Editrice Vaticana, 2013, pp. 112-114.

Notas:
[1] Deformación infantil de la palabra «mãezinha» (madrecita). El Dr. Plinio la usará muchas veces, ya adulto, para dirigirse cariñosamente a su madre. Se pronuncian «manguiña» y «maeciña». (N. del T.).
 
 

Deje sus comentarios

Los Caballeros de la Virgen

“Caballeros de la Virgen” es una Fundación de inspiración católica que tiene como objetivo promover y difundir la devoción a la Santísima Virgen María y colaborar con la “La Nueva Evangelización” , la cual consiste en atraer los numerosos católicos no practicantes a una mayor comunión eclesial, la frecuencia de los sacramentos, la vida de piedad y a vivir la caridad cristiana en todos sus aspectos. Como la Iglesia Católica siempre lo ha enseñado, el principal medio utilizado es la vida de oración y la piedad, en particular la Devoción a Jesús en la Eucaristía y a su madre, la Santísima Virgen María, mediadora de las gracias divinas. Sus miembros llevan una intensa vida de oración individual y comunitaria y en ella se forman sus jóvenes aspirantes.

version mobile ->