Sufrimientos e incomprensiones en el ocaso de la vida

Publicado el 09/21/2025

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Doña Lucilia soportó con serena docilidad los sufrimientos propios de los últimos años de su peregrinación terrena. En su creciente cariño hacia su madre, el Dr. Plinio buscó aligerarle la carga lo más posible, especialmente cuando las vicisitudes de la edad la relegaron a un aislamiento forzado.

Plinio Corrêa de Oliveira

Las situaciones angustiosas e irremediables que a veces presenta la vida, como callejones sin salida, doña Lucilia las entendió desde la siguiente perspectiva: estamos en el exilio y en él la vida es dura. Por eso es necesario sufrir, unos más que otros.

Ella sabía que estaba llamada a sufrir más. Me di cuenta de que ella relacionaba esto con el Sagrado Corazón de Jesús, en la idea de que, unida a Él por una devoción especial, estaba también especialmente unida a sus sufrimientos, lo cual era razonable, vere dignum et iustum est, æquum et salutare.1 Por su parte, lo mejor era aceptar su parte de dolor y llevarla hasta el final de su vida. Fue desde esta perspectiva que afrontó todo lo que le ocurrió.

Doña Lucilia en su casa

Ocaso irremediable, connaturalidad con el dolor

Mamá pasó por circunstancias que solo se pueden entender estando en ellas. Por ejemplo, era común que las personas de su familia comenzaran a perder la audición a una edad muy temprana y, por lo tanto, quedaran segregadas de la sociedad. Algunos incluso lograban, mediante el movimiento de los labios, captar algo y sumarse un poco a la conversación, pero nunca con la vitalidad de quien sabe escuchar bien.

Y sucedió que, a partir de cierta edad, quizá setenta o más, no recuerdo bien, empezó a perder la audición, no gradualmente, sino de repente, casi perpendicularmente, y empezó a tener enormes dificultades para tratar con la gente. Aunque era muy comunicativa, para no estropear la conversación, permanecía en silencio mientras todos hablaban a su alrededor.

Ella no tenía con quién hablar, excepto conmigo, porque en cualquier caso yo estaría con ella. Sin embargo, ella notó que, a pesar de mi voz fuerte, estaba haciendo un gran esfuerzo para mantener una conversación y ella no quería eso.

Además, su vista se estaba debilitando, lo que le hizo perder la capacidad de leer. Ella tenía una catarata muy avanzada, fue al oftalmólogo, pero yo tenía miedo de que la operaran, por algún efecto cardíaco o algo así. La cirugía de cataratas en aquella época era complicada, no como hoy que es casi un curativo.

En esa situación, vi la tristeza cubriéndola como un paño mortuorio y tendiendo a convertirla en una especie de muerta viviente. Sin embargo, ella se lo tomó todo con normalidad, con tristeza es cierto, pero con la tranquilidad y la dulzura que la caracterizaban, que representaba su naturalidad con el dolor.

Era un cuadro que significó para ella un ocaso terrible e irremediable, que duraría quizá dos años hasta que volviera a salir el sol.

Solución inesperada por un filial sacrificio

Conociendo unos audífonos americanos muy buenos que podrían solucionar su caso, decidí llamar a la firma fabricante para que enviaran un experto.

Recuerdo que estábamos al final del almuerzo cuando llegó el especialista. Lo hice entrar, puso la caja con el material y nos hizo una exposición. Se lo explicó en voz alta para que ella pudiera seguirlo y luego hizo la aplicación, insertando un dispositivo en cada oído. Ella inmediatamente comenzó a escuchar muy bien, uniéndose a la conversación.

Vi eso y pensé: “Haré cualquier sacrificio, pero le compraré eso”.

El Dr. Plinio con su hermana, el 13 de diciembre de 1988

Pregunté el precio y el hombre me dio un valor disparatado para aquella época, hace unos cincuenta o sesenta años: ¡400 contos!

Mis condiciones no me permitían darle esa cantidad. Pero, confiando, cerré el trato con el empleado y escribí el cheque allí mismo.

Esa noche, durante la cena, ella hablaba con total normalidad. Al principio su actitud era incluso de desconfianza. Porque cuando yo era pequeño ella estaba en Europa y compró un aparato, probablemente muy caro, que era como un abanico de señora, hecho enteramente de carey; colocando la punta entre los dientes, parece que se escucha un poco más de vibración. Dijeron que el caparazón de la tortuga tenía una propiedad especial como un conductor de sonido o algo así.

El hecho es que ella trajo este objeto a Brasil. Pero en esas circunstancias, con su avanzado problema de audición, ya no le servía de nada. Estuvo en el cajón durante un tiempo indefinido y luego nunca más fue usado.

Docilidad en las cosas más pequeñas

Ella usó el audífono por el resto de su vida. Sin embargo, a cierta altura, empezó a quitárselo para intentar escuchar sin él, lo cual era una contradicción. Tal vez tenía la esperanza de que, habiendo oído tan bien con el aparato, quitárselo sería como encender el “motor” y empezaría a oír.

Yo fui firme y con mucho cariño le dije:

—Querida, no tiene ningún propósito. Tienes el dispositivo, póntelo y úsalo. Ella dijo:

 —¿Crees que es necesario?

 —¿Cómo es que no es necesario?

Luego, muy suavemente, con la dulzura de la que hacía gala en las cosas más pequeñas, se ponía el aparato y continuaba hablando.

Velando y revelando, según era necesario

En cuanto a mi lucha, ¿Cómo lo tomaba y qué sufrimiento implicaba para ella?

Mamá siempre tenía mucho cuidado –ya sea conmigo o con mi hermana– de no decir una palabra que pudiera alentar la vanidad y la autocontemplación. Así que no decía nada sobre mí. Pude notar que ella vislumbraba algo de mi misión, pero no sé exactamente qué era y no sé hasta qué punto lo entendía o no.

La realidad de su tiempo era muy diferente de lo que constituyó el escenario de toda mi lucha dentro de la Iglesia. Todo cambió a su alrededor sin que ella cambiara en absoluto. También intervino la mano de la Providencia, velando por ella, y yo mismo velaba a ella lo más que podía, para no preocuparla.

Algunos personajes, por ejemplo, los consideraba verdaderos santos. Ella rara vez salía de casa y no tenía mucho contacto con la gente. Yo, en buena medida, le abría los ojos, mostrándole las cosas como eran, dándole una visión más objetiva de la realidad y ofreciéndole así más caminos para amar a Dios.

A veces mi padre me susurraba: “Sí, sólo lo dices tú… si fuera otra persona —la otra persona era él— se armaría un alboroto…”

Pero yo le decía irreductiblemente algunas verdades. Cuando una persona llega a cierta edad y se forma una visión definitiva de las cosas, es más prudente intentar no cambiar nada. Porque, a fuerza de querer reformar los principios, de repente un martillazo cae sobre un diamante, y hay que tener cuidado. Pero ese no fue el caso de mamá.

Incomprensiones que mitigaron el sufrimiento

Ella no relacionaba exactamente toda la lucha que yo había librado con el impacto negativo que eso tuvo en mi situación. Para ella, el hijo de una paulistana de cuatrocientos años no dependía del apoyo del clero y de los medios de comunicación católicos. Era un paulista de cuatrocientos años, y eso era todo.

El Dr. Plinio visitando la sepultura de Doña Lucilia en mayo de 1993

¿Qué podría representar a sus ojos el declive de mi influencia como líder católico y el papel que eso jugó en mi vida? No sé.

Ella era de una época en que en São Paulo casi no había buenos profesores y por eso los que elegían esa profesión eran bien pagados. Y ella, por debilidad de madre, se imaginaba que yo era muy buen profesor, y por eso pensaba que ganaba un buen sueldo.

Su padre ganaba mucho dinero ejerciendo la abogacía y ella se imaginaba que yo también ganaba mucho. Ella vio que, poco a poco, yo iba progresando económicamente y se hizo a la idea de que yo ahorraba dinero como lo hacía su padre y no me preguntaba nada. Ella pensaba que yo llevaba una vida mucho más tranquila de lo que parecía a primera vista.

Mi hermana era una persona casi de mi edad y por tanto actualizada, y entendía mucho mejor las cosas. Y vi cómo ambas tomaban de manera diferente lo que me pasaba.

Con motivo del libro “En Defensa de la Acción Católica”, una buena parte del clero rompió conmigo. En esas circunstancias, tuve que explicarle a Doña Lucilia lo que estaba pasando. Ella nunca volvió a mencionar el tema, excepto en una ocasión para contarme que mientras yo estaba trabajando en la oficina, mi hermana había llegado a casa a verla y, en la conversación, le dijo a mi hermana las mismas cosas que yo le había dicho a ella. Naturalmente, ella hervía de indignación: “Plinio, por idealismo, se pone del lado de quien cree que tiene razón y así no progresa”.

Mamá me dijo esto con calma, porque pensó que mi hermana era inteligente y podría decirme algo útil. Pero, al final, no percibía el tenor de la lucha, lo que en parte mitigó lo que podría ser la causa de nuevos sufrimientos y dolores…

(Extraído de conferencia del 27/5/1993)

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1) Del latín: es justo y necesario, nuestro deber y salvación.

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