También los pecadores deben orar

Publicado el 01/19/2022

Hay pecadores que han caído por fragilidad o por empuje de una fuerte pasión y son ellos los primeros en gemir bajo el yugo del demonio y en desear que llegue por fin la hora de romper aquellas cadenas y salir de tan mísera esclavitud. Piden ayuda al Señor, y si esta oración fuere constante, Dios ciertamente los oirá, pues dijo El: “Todo el que pide recibe y el que busca encuentra”.

Comentando estas palabras un autor antiguo dice: Todo el que pide… sea justo, sea pecador… Hablando Jesucristo de aquel que dio todos los panes que tenía a un amigo suyo y no tanto por amistad, cuanto por la terca importunidad con que se los pedía, dice, según leemos en San Lucas: “Yo os aseguro que cuando no se levantare a dárselos por razón de amistad, a lo menos por librarse de su impertinencia se levantará al fin y le dará cuantos hubiere menester… Así os digo yo: pedid y se os dará”.

Aquí tenemos cómo la perseverante oración alcanza de Dios misericordia, aún cuando los que rezan no sean sus amigos. Lo que la amistad no consigue, dice el Crisóstomo, obtiénese por la oración. Por eso concluye diciendo: “Más poderosa es la oración que la amistad.”. Y San Jerónimo sostiene lo mismo y añade: “El pecador puede llamar padre a Dios y será su padre y si persiste en acudir a El con la oración será tratado como hijo”.

Pone el ejemplo del hijo pródigo el cual, aun cuando todavía no había alcanzado el perdón, decía: “Padre mío, pequé”. San Agustín razona muy bien cuando dice que si Dios no oyera a los pecadores, inútil hubiera sido la oración de aquel humilde publicano que le decía: “Señor, tened piedad de mi, pobre pecador”. Sin embargo, expresamente nos dice el Evangelio que fue oída su oración y que salió del templo justificado.

Mas ninguno estudió esta cuestión como el Doctor Angélico, y él no duda en afirmar que es oído el pecador, cuando reza; y trae la razón que, aunque su oración no sea meritoria, tiene la fuerza misteriosa de la impetración, ya que ésta no se apoya en la justicia, sino en la bondad de Dios.

Sigue Santo Tomás diciendo que no es menester que en el momento de orar seamos amigos de Dios por la gracia: la oración ya de por sí nos hace en cierto modo sus amigos.

Otra bellísima razón aduce San Bernardo cuando escribe que la oración del pecador que quiere salir de la culpa viene del fondo de un corazón que tiene el deseo de recobrar la gracia de Dios. Y añade: “Pues, ¿por qué daría el Señor al hombre pecador ese buen deseo, si después no le quisiera escuchar?”

Leamos las Sagradas Escrituras y allí veremos muchos ejemplos de pecadores que con la oración lograron salir del estado de pecado. Recordemos solamente a Acab, al rey Manasés, a Nabucodonosor y al buen ladrón. ¡Qué grande y maravillosa es la eficacia de la oración! Dos son los pecadores que en el Gólgota están al lado de Jesucristo: uno reza: Acuérdate de mí, y se salva… el otro no reza y se condena.

Los hombres por lo general, si alguien les pide algún favor y antes gravemente los ofendió, le echan en cara su antigua descortesía e insolencia. No obra así el Señor, ni aun con el mayor pecador del mundo. Si ese tal viene a pedirle una gracia conveniente para su salvación eterna, no le echa en cara las ofensas que antes recibió de él; como si nada hubiera pasado entre los dos, lo acoge, lo consuela, lo escucha y le despacha después de haberle socorrido adecuadamente.

No faltará alguno que dirá por ventura: Soy pecador y por tanto no puedo rezar, porque leí en las Sagradas Escrituras: Dios no oye a los pecadores.

Mas nos ataja Santo Tomás, diciendo con San Agustín, que así habló por su cuenta el ciego del Evangelio, cuando aún no había sido iluminado por Cristo. Y luego, añade el Angélico, que eso sólo se puede decir del pecador, en cuanto es pecador, esto es, cuando pide al Señor medios para seguir pecando, como si se pidiese al cielo ayuda para vengarse de su enemigo o para llevar adelante alguna mala intención. 

Y otro tanto puede decirse del pecador que pide al Señor la gracia de la salvación sin deseo de salir del estado de pecado en que se encuentra. En efecto, los hay tan desgraciados que aman las cadenas con que los ató el demonio y los hizo sus esclavos.

Sus oraciones no pueden ser oídas de Dios, porque son temerarias y abominables. ¿Qué mayor temeridad la de un vasallo que se atreve a pedir una gracia a su rey, a quien no tan sólo ofendió mil veces, sino que está resuelto a seguir ofendiéndole en lo venidero? Así entendemos por qué razón el Espíritu Santo llama detestable y odiosa la oración de aquel que por una parte reza a Dios y por otra parte cierra los oídos para no oír y obedecer la voz del mismo Dios.

San Alfonso María de Ligorio

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