Tendencia continua hacia el pináculo

Publicado el 02/05/2024

En todas las cosas de la vida hay escaladas y, en cada una que hacemos, lo más perfecto y que nos lleva a sacar provecho, a enriquecernos, santificarnos y maravillarnos es el deseo de conquistar nuevas cumbres. Esa búsqueda constante de lo absoluto –en el fondo, del ápice de la verdad del bien y de lo bello– caracteriza al alma recta.

Plinio Corrêa de Oliveira

Hay un cierto tipo de hombres, que puestos delante del mar –la playa de Zé Menino en Santos, por ejemplo–, sus miradas se limitan a aquella ensenada y a una línea ideal, en la cual el horizonte besa el mar, y piensan solo en aquello y se acabó. No piensan en las inmensidades del océano que llega hasta Europa, en los mares que se entrelazan, cuyas aguas se juntan formando una única, soberbia, variada y, sin embargo, homogénea masa líquida, que ocupa la mayor parte del globo terrestre.

El diamante, la oratoria, la enseñanza absoluta

 El Diamante Koh-i-Noor hasta la fecha es el más grande encontrado, se encuentra engarzado en la corona del estado imperial del Reino Unido

¿Esto es pensar?

Si alguien va a un joyero para ver un diamante, una perla, un rubí, lo mira y dice: “es lindo… Ah, ¿cuánto cuesta?” Si tiene dinero, lo compra; si no lo tiene, no lo compra.

Pero si al contemplar el mar procura pensar en los últimos horizontes del océano, mirando el rubí diría: “¡Qué bonito!, pero no es el rubí… ¿Cómo imaginaria una piedra de un brillo más profundo, de un rojo más encarnado, de un resplandor más perfecto, de un tamaño más generoso? ¿De qué vale esta piedra comparada con el rubí perfecto?”.

Y si colocan a esa persona delante de un diamante, afirma: “Es muy bonito, pero dicen que el diamante perfecto, es el Koh-i-Noor que está en la corona de la Reina de Inglaterra.    ¡Oh! ¡Viendo ese diamante tengo más ganas de ir a Inglaterra para conocer el Koh-i-Noor!” Pero mirando el Koh-i-Noor se pregunta: “¿Cuantos diamantes más bellos habrá en las entrañas de la Tierra? ¿Cómo será el diamante absoluto?”

Después, coge un libro de oratoria y ve, por ejemplo, a un San Agustín, a un San Juan Crisóstomo, un San Juan Damasceno, a un Bossuet, y piensa:

¡Qué belleza, qué cosa esplendida! “Pero, ¿cómo sería la oratoria absoluta en la cual oyéramos reunidas todas esas formas de oratoria y algo más?”

En la punta del horizonte surge una pregunta. La insaciabilidad no siempre desemboca en su último pensamiento in recto, en un vasto horizonte. A veces hay misterios, preguntas que la persona amiga de lo insaciable no deja a un lado, sino que los guarda como tesoros delectabilisimos al respecto de los cuales, en la hora de reposo, los recoge, los perfecciona, profundiza un poco más.

Un largo discurso puede ser bonito. Pero si vamos al paradigma absoluto de la elocuencia humana, sólo está en Nuestro Señor Jesucristo. Según nos cuenta el Evangelio, Él dijo palabras sintéticas, de una tal sustancia y elevación, que realmente empleó los términos absolutos y dio aquello que podríamos llamar la Enseñanza absoluta.

Coloquio de Nuestro Señor con su Madre, en la casa de Nazaret

Sin embargo, podríamos levantar una pregunta ¿Jesús no habría dicho cosas más perfectas y más próximas de la enseñanza absoluta en sus largos coloquios con María, en la casa de Nazaret? ¡Qué palabras diría a Ella, qué confidencias le haría! El Maestro de toda sabiduría, y aún más, la Sabiduría encarnada, hablando con su Madre, que es el Trono de la Sabiduría: ¿cuáles serían sus respuestas y cuáles los coloquios en que Él, por ejemplo, la preparaba para la Cruz, o la hacía pregustar los esplendores de la Resurrección y, aún más, del Cielo? ¿Cómo serían esas conversaciones?

Podríamos preguntarnos: “¿Pero por qué el Evangelio no dice nada de eso?: porque no es para nuestros oídos de hombres comunes. Los oídos de Ella, virginales, inmaculados, de una correspondencia perfecta y confirmados en gracia, merecieron escuchar eso y nadie más.

Pero, si no lo oímos, podemos volar más alto e imaginar las palabras que Él le dijo a Ella. Entonces, nuestra alma deseosa de insaciabilidades vuela hacia una cumbre misteriosa. No es inútil pensar, porque en la vida de la gracia hay misterios, y a una persona sin pretensión, a fuerza de entregarse a consideraciones de esa naturaleza –tal vez en una hora de inefable bondad de la Providencia–, le es dado oír alguna de esas palabras.

No sé si, sin una asistencia especial de la gracia, después de eso, esa persona tendría valor para seguir viviendo. Hubo santos que tuvieron la felicidad de oír por revelación, por un fenómeno místico, acordes musicales de los Ángeles del Cielo.

Si ellos escucharon la música espiritual de los Ángeles en el Paraíso, ¿no habrían oído alguna palabra intercambiada entre Nuestro Señor y Nuestra Señora? Aunque sólo hayan sido estas: “¡Madre, he aquí a tu Hijo!” Y Ella le respondería: “¡Hijo, he aquí a tu Madre!”

¿Y hasta donde este coloquio subiría? … Y si en un momento –¿sería solo un momento? ¿No habrían sido días, meses o años?– Nuestra Señora se hubiera comunicado en éxtasis con la Santísima Trinidad… ¿Quién puede imaginar algo semejante? ¡Cuánta belleza, cuanto auge hay en esto!

El don de palabra y el de presencia

Según nos cuenta el Evangelio, Nuestro Señor hizo sermones rápidos. Ahora bien, en los discursos largos encontramos una belleza particular. Algunas veces, se desdoblan como un gran manto y brillan con luces diversas. ¿Será verdad que Nuestro Señor sólo hizo sermones cortos o que los evangelistas los resumieron en la búsqueda de la bella cualidad de la concisión, tan propia a quien presenta aquel océano, aquel cielo de tesoros de los Evangelios? ¿Quién sabe si habló mucho más? Todo lleva a creer que sí. Por ejemplo, cuando proclamó las Bienaventuranzas, debe haber hablado largamente.

Entonces podemos imaginar en un largo sermón de Nuestro Señor Jesucristo, cuál sería la forma de deslumbramiento, que iría por valles de una profundidad insondable o por vuelos de una altura inimaginable.

Ser dotado de la capacidad de agradar mediante la palabra es un don natural que la Providencia da a una persona que, si es piadosa, muy frecuentemente está realzado por dones sobrenaturales que entran en aquel don natural y le dan otro encanto, otra gracia, que no tiene.

Hay personas a quienes Nuestra Señora no dio el don de palabra, pero les dio otro distinto: el de la presencia agradable. ¿Cuál es el mejor?

Tenemos figuras históricas atractivas por su presencia. María Antonieta era una de ellas. Presencia inagotable, fuente de continuas delicias para todos los que convivían en privado con ella. Bastante diferente de un gran predicador sacro o un orador político.

María Teresa es coronada “Rey de Hungría” en la Catedral de San Martín, en Bratislava, actual República Eslovaca

La Emperatriz María Teresa, madre de María Antonieta, poseía un tal don de presencia que, estando en apuros y necesitando del apoyo del pueblo húngaro para luchar contra Federico II de Prusia, fue a Hungría, se hizo coronar reina y pidió apoyo al pueblo. Entonces, en su presencia, todos los militares levantaron las espadas y gritaron: “¡Muramos por nuestro Rey, María Teresa!”

Hay presencias que ni siquiera necesitan hablar: llegan y entusiasman.

En Nuestro Señor Jesucristo ¿qué complacía y arrastraba más: la presencia o la palabra?

Búsqueda constante del ápice de la verdad, del bien y de lo bello

Así, nos encontramos de nuevo con refulgencias sobre las que no se sabe qué decir…    Sin embargo, es bonito profundizar en un tema, abordándolo como quien coge un diamante y lo mueve por sus varios lados a la búsqueda del reflejo de luz más bonito que pueda dar. Es transparente y luminoso. ¿Por dónde tomarlo en su mayor belleza?

Ese es un problema-luz, no un problema-tinieblas. ¡Qué bonito y agradable es pensar en esto!¡Cuanto más se distrae el alma con una cosa de estas que con una telenovela o cualquier basura de ese género! Estos son grandes pensamientos.

Hay todo un orden de realidades que son el pináculo y para el cual el alma humana debe estar constantemente orientada, a la búsqueda de otros ápices. En todas las cosas de la vida hay escaladas y, en cada una que hacemos, lo más perfecto y lo que nos lleva a sacar provecho, a enriquecernos, a santificarnos y a maravillarnos es el deseo de conquistar nuevas cumbres.

Cada escalada es un arquetipo de la anterior. Al tener apetencia de aquello, atendemos al deseo más profundo del alma verdaderamente elevada: Es el anhelo implícito, pero también magnífico de lo absoluto.

Seminario de Mariana, en el estado brasileño de Minas Gerais, en 1853

Me acuerdo de este hecho ocurrido cuando era joven, con unos 27 años. Conversando con un sacerdote, me contaba que había estado en Mariana, la histórica ciudad de Minas Gerais. Era un sacerdote inteligente que percibió bien mi gusto por lo maravilloso. Entonces me armó una celada diciendo: “Imagínese la sorpresa que tuve cuando, subiendo los escalones del seminario, noté las piedras que los revestían. Le pregunté al rector que me acompañaba y él me confirmó: ¡los escalones estaban todos revestidos de topacios!”

Quedé maravillado. Él, un veneciano sutil y astuto, después de maravillarme, dio una risita y afirmó:

Bueno, Dr. Plinio, no eran topacios preciosos… Esa piedra admite una variedad no preciosa que se encuentra como un pedrusco. La escalera del seminario estaba hecha de esos topacios.”

Me di cuenta de que él había hecho un sondeo psicológico para ver cuál era mi reacción. Pero, siendo muy correcto, quiso rectificar enseguida la afirmación y me trasmitió el asunto como era verdaderamente.

Después me informé y, de hecho, eran topacios ordinarios, sin brillo; pero, hecho el análisis químico, se constata que pertenecen a la misma familia del topacio precioso.

Más tarde pensé: “No sé qué pensó ese hombre de mi deslumbramiento. Si le gustó, su alma tiene calidad; sino le gustó, vale tanto cuanto el topacio ordinario.”

Porque esa búsqueda constante de lo absoluto –en el fondo, del ápice de la verdad, del bien y de lo bello– caracteriza al alma recta.

Ley de gravitación universal

La gravitación en cuanto tal, ¿qué especie de relación significa y qué perfección posee esa relación, en sí misma, para que el Creador haya hecho de ella la regla de la relación de todas las criaturas?

Según la formación dada hoy en día, llegar al ápice de la verdad significa tomar, por ejemplo, una célula animal o vegetal, o entonces una partícula de cualquier materia mineral, y escarbar eso para saber lo que tiene adentro.

Ahora bien, eso puede ser el fondo de la verdad, pero conocer el ápice respecto a una piedra, a una estrella, una planta, un animal o un hombre, en fin, de cualquier cosa, por pequeña o grande que sea, consiste en saber cómo aquel ser se encaja en el orden del universo.

Es bueno conocer el fondo, con tal que la inteligencia sea suficiente para después procurar la relación con el ápice.

Por ejemplo, al establecer la ley de gravitación universal, que rige desde la relación entre las partículas más ínfimas hasta el movimiento de los astros, ¿cuál es la perfección de Él, del propio Dios, que con ella quiso hacer conocer?

La gravitación en cuanto tal, ¿qué especie de relación significa y qué perfección posee esa relación, en sí misma, para que el Creador haya hecho de ella la regla de la relación de todas las criaturas?

Sin embargo, hay más. Si esa es una ley del universo material, debe serlo también del humano, ápice del universo material. Luego, la gravitación es una regla de conducta de los hombres entre sí. ¿Cómo gravitan los hombres? ¿Cómo gravitan las personas ordenadamente en la sociedad temporal? ¿Y en la sociedad espiritual?

Pero, si todo es gravitación, ¿hay en ella una perfección intrínseca al punto de, después de que hayamos exclamado: “¡oh, gravitación!”, exclamemos: “¡oh, Dios!”

Me deja pasmado el hecho de comprender la educación de otro modo que no sea formar en las almas esa tendencia continua hacia lo absoluto.

Batalla arquetípica

San Miguel luchando contra el demonio – Museo Nacional de Arte de Cataluña, Barcelona

También respecto a la Historia es bello considerar los acontecimientos así. Por ejemplo, se lee la descripción de una gran batalla, se cierra el libro y se pregunta: “¿Cómo sería la perfección de esa batalla en su verum, bonum y pulchrum?1

¿Habría un combate que, tanto cuanto quepa en la contingencia humana, representase una batalla absoluta? Sí, lo hay. Es aquel en el cual está Dios venciendo al demonio.

En efecto, Él derrotó al demonio por medio de un Ángel, como quien dice al rebelde: “Tú no eres nada, Yo te desprecio. Mando a un príncipe de mi corte para que te aplaste. Y si envío a un príncipe no es porque tú, miserable, eres algo, sino porque Yo soy todo.”

Por toda la eternidad esa lucha continúa, trabada sobre el vencido, derrotado, aplastado, triturado. ¡Qué maravilla!

Es curioso, pero cuando pecó un ser tan inferior a un ángel como es el hombre, Dios trabó una batalla infinitamente mayor. ¿A qué designios de sabiduría corresponde una cosa de esas? Sobre eso podríamos reflexionar por largo tiempo. Es algo bellísimo en que el verum, el bonum y el pulchrum se entrelazan de modo maravilloso.

Aunque de naturaleza inferior a la del ángel, el ser humano es el punto de encuentro de todo el universo. Nosotros tenemos, de los ángeles, el espíritu, y de todo el resto del universo el cuerpo, en el cual encontramos las naturalezas animal, vegetal y mineral. El Creador quiso honrar el universo entero contrayendo la Unión Hipostática, no con el más alto de los seres, sino con el intermediario.

Dicen los franceses: Le charme, plus beau que la beauté – el encanto más bello que la belleza. Hay un charme en ese modo de proceder de Dios que, pudiendo realizar la Unión Hipostática con la más alta de las criaturas, decidió encarnarse y elevar, así, la totalidad de la Creación. ¡Qué cosa maravillosa!

Se inicia, entonces, la lucha del Verbo de Dios encarnado, naciendo de las entrañas virginales de María Santísima, llegando a la Tierra, pasando aquí treinta y tres años rezando, enseñando, sacrificándose y, al final, traba la batalla de la Cruz, se deja crucificar y después resucita triunfalmente. No sin antes fundar la Iglesia, la cual, una vez instituida, comienza el gran combate del Cuerpo Místico de Cristo, que durará hasta el fin de los tiempos, cuando Nuestro Señor Jesucristo volverá y, con el soplo de su boca, destruirá al anticristo. En eso tenemos la idea más próxima posible a lo que sería una batalla arquetípica.

La Creación no nos fue dada solamente de un modo descriptivo como un álbum que hojeamos, sino para que subamos mucho más alto y nos acerquemos a Dios.

Doctrina de las escaladas del espíritu

Anunciación – Castillo de Plessis-Bourré, Francia

Llegamos así a una doctrina de las escaladas, no del cuerpo, sino del espíritu. Las escaladas del cuerpo no están fuera y mucho menos contra el plan de la Providencia, pero se encuentran mucho menos dentro de ese plan que las del espíritu, en las cuales está presente la gracia divina diciéndonos: “Hijo mío, presta atención en el mejor vislumbre, el cual te hace desear más: el pináculo misterioso de todo el orden del ser. Ese pináculo, hijo mío, lo conocerás en el Cielo: es Dios Nuestro Señor, Verdad, Bien y Bello absolutos. En Él, tu insaciable sed de absoluto se saciará eternamente.”

¡Qué escuela de santidad sería si, a fuerza de pensar en esas realidades, pudiésemos imaginar un poco cómo es el brillo que nos espera en el Cielo! No es pura fantasía. Si examino con cuidado mi alma, notando las cosas que le dan un sobresalto especial de alegría y felicidad, de apetencia de absoluto, y otras que le proporcionan menos, entiendo cómo corre por allí la promesa de lo que voy a ver, voy a tener y, mucho más aún, la promesa de lo que voy a ser.

De esa manera me es dado un ligero gozo anticipado de lo que será mi presencia en el Cielo. Puedo conjeturar que mi Ángel de la Guarda represente eso e imaginar la alegría de mi encuentro con ese arquetipo mío, que me entiende completamente y en el cual reposo con plena confianza.

Pero subiendo por la escalera de los ángeles, llego a la Regina Angelorum, síntesis de todos los espíritus angélicos. Y, al final, en la conducta noble, majestuosa, seria, apacible de Nuestra Señora, descubro un brillo por el cual veo a Dios. Así, no solo lo contemplo cara a cara, sino también, por así decir, dentro de los ojos de la Santísima Virgen.

He aquí cómo en una buena educación todas las materias deberían ser presentadas para formar los espíritus, desde los fundamentos más internos, deseando eso. Formadas así, ¿hasta dónde llegarían las personas? A un río de sabiduría, que no se confunde con información de archivo. ¡Qué fuentes de rectitud de alma, de santidad y de belleza nacerían así para el mundo!

Notas

1Del latín: verdadero, bueno y bello.

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