Terrible y misericordiosa justicia

Publicado el 04/09/2021

Al analizar su impía actitud y acordarse del infinito amor divino, el joven soldado le pidió perdón a Dios de su pecado. Entonces fue cuando empezó el estruendo de los aviones enemigos…

Disparos, estallidos de bombas y gritos aterradores… Nos encontramos en una de las guerras de principios del siglo pasado. En medio de los enfrentamientos un pelotón se esfuerza por proteger sus propias vidas.

En cierto momento, empiezan a oírse estruendosos sonidos de motores y parecía que cada vez estaban más cerca.

—¿Pero qué es eso? —se preguntaban los jóvenes combatientes.

Se trataba de una de las armas más temidas de la época: los terribles cazabombarderos. Al sentir que el ruido de esas máquinas mortíferas se iba aproximando, el pelotón se dispersó en todas direcciones. Y al avión no le faltó tiempo para soltar las bombas… En medio de las estrepitosas explosiones se escuchó el grito desgarrador de uno de los soldados que había sido alcanzado por los proyectiles del enemigo.

Inmediatamente la Cruz Roja entró en acción y los enfermeros se dispusieron a trasladar sin demora a la víctima al hospital de campaña. Tras aplicar los primeros auxilios, cubrieron con una sábana el destrozado cuerpo del combatiente, mientras una de las enfermeras salía ágilmente en busca del capellán. El estado del infeliz soldado era muy grave. Parecía que le quedaba poco tiempo de vida.

El sacerdote acudió corriendo a la llamada y enseguida llegó junto al herido. Al acercarse, se sorprendió de verlo enteramente lúcido y tranquilo, una actitud poco común en esas circunstancias. El capellán empezó a charlar con el joven para conocer cuáles eran sus disposiciones de alma ante la muerte inminente.

Justo al principio de la conversación, el militar le pidió al ministro de Dios que le retirara la parte superior de la sábana que lo tapaba. Así lo hizo y constató con asombro que el joven había perdido los dos brazos. Sin embargo, el moribundo le rogó que le descubriera por completo y, a pesar de temeroso por lo que pudiera hallar, el sacerdote atendió su deseo.

Y se encontró con una escena horrible: ¡ahí estaba un hombre con los brazos y las piernas amputados! Ante tal tragedia, no se contuvo exclamar:

—¡Pobrecillo!

El joven, no obstante, replicó: —Padre, usted no debería llamarme pobrecillo, sino bienaventurado. Le voy a contar porqué. Cuando me dirigía al frente de batalla con mis compañeros, tropezamos en una encrucijada con un crucifijo y todos empezamos a blasfemar.

Y para demostrar que mi impiedad era mayor que la de los demás, me adelanté, saqué mi sable y le corté los brazos y las piernas al Crucificado, lo que causó horror incluso a mis colegas.

El capellán lo tapó de nuevo y abrió más los ojos, imaginando el espantoso acontecimiento.

—Al oír el zumbido de las balas que nos indicaba el primer enfrentamiento de nuestro batallón —continuaba el combatiente—, mi conciencia me atormentaba fuertemente por haber cometido tan horrible sacrilegio. Y no se me iba de la memoria todo lo que había aprendido en mi familia, la cual siempre fue muy católica, pero sobre todo lo que me enseñaron en la catequesis: Jesucristo nuestro Señor nos ama tanto que si un solo hombre hubiera cometido un único pecado, Él estaría dispuesto a pasar por la muerte en la cruz para salvarlo…

Emocionado, el sacerdote sonrió, al dar testimonio de la acción de la gracia en el alma de aquel pobre soldado.

—Sin embargo —seguía diciendo el herido—, ¡cuántas veces los hombres reniegan de Él ante una dificultad o incluso para darse importancia delante de falsos amigos! Y yo, además de blasfemar contra el Hombre Dios, atenté contra su imagen sagrada.

En consecuencia, un único pensamiento me vino a la mente: estoy en pleno campo de batalla, con disparos por todos lados… Si me muero ahora, ¿a dónde iré? ¿No he de merecer ser objeto de la justicia divina, por muy misericordioso que sea Jesucristo?

 El moribundo, al sentirse exhausto, se calló y dos enormes lágrimas de arrepentimiento brotaron de sus ojos. Recobró un poco las fuerzas y, respirando con dificultad, prosiguió su narración:

—Así que, analizando mi impía actitud y acordándome del infinito amor divino de Jesús, dispuesto a enfrentar las atrocidades de la Pasión para salvar a un solo pecador, le pedí al Señor, por intercesión de María, su Santísima Madre y Auxilio de los Cristianos, la gracia del perdón de tan grave pecado. Y reconociéndome merecedor de un gran castigo, le rogué que me puniese en esta vida y no después de mi muerte.

Se estaban acercando sus últimos momentos… El aliento pareciera que lo abandonaba definitivamente, pero aún consiguió decir:

—Tan pronto como terminé mi oración, sentí en el fondo de mi alma un ánimo nuevo, con la confianza de que María me había alcanzado el perdón de su divino Hijo. Entonces fue cuando empezó el estruendo de los aviones enemigos… y Dios oyó mi súplica, pues aquí me encuentro tal y como dejé al Crucificado con el que nos topamos en el camino. Me estoy muriendo, padre, y aunque confío en que estoy perdonado, le pido la absolución sacramental y los santos óleos.

El capellán lo absolvió, le administró la Unción de los Enfermos y le dijo:

—Vamos a agradecérselo a la Virgen Santísima que te ha hecho comprender tantas cosas, como enseña el Libro de los Proverbios: “no rechaces la reprensión del Señor, no te enfades cuando Él te corrija, porque el Señor corrige a los que ama, como un padre al hijo preferido” (3, 11‐12). Hijo mío, ahora ya puedes morir en paz.

Poco después, el joven soldado entregaba su alma al Creador, llevando en su corazón la alegría de haber sido objeto de la misericordiosa justicia de Dios, como su verdadero hijo.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio nº 140, pp. 46-47

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