Testigo silencioso de la Resurrección de Jesús

Publicado el 04/05/2021

Al erguirse glorioso del sepulcro por su propio poder, venciendo a la muerte, quiso Nuestro Señor Jesucristo dejarle a la humanidad una valiosa prueba de su Pasión y Resurrección.

Era el Domingo de Resrrección. Muy temprano, antes de rayar el alba, tres mujeres envueltas en amplios mantos, llevando consigo jarras y telas, andaban con paso ligero por el camino que va de Jerusalén hasta la huerta donde estaba el Santo Sepulcro. Entretanto, una cosa les preocupaba: “¿Quién nos removerá la piedra de la entrada?” (cf. Mc 16, 3).

Pasión y muerte del Divino Maestro

El viernes habían participado en la Sagrada Cena, durante la cual Jesús había distribuido entre sus discípulos el Pan y el Vino transubstanciados, diciendo: “Esto es mi Cuerpo. Esta copa es la Nueva Alianza sellada con mi Sangre” (cf. Lc 22, 19 – 20). Poco después recibieron la inesperada noticia de su prisión y a la mañana siguiente asistieron en el pretorio a su condenación.

Aquellas tres mujeres que acompañaron al Divino Maestro en sus viajes y predicaciones y presenciaron muchos de sus milagros, se quedaron horrorizadas y desoladas cuando el gobernador romano lo presentó al pueblo con estas palabras: “¡He aquí el hombre!” (Jn 19, 5). Desfigurado, coronado de espinas, cubierto con un manto de irrisión, estaba el Mesías irreconocible. Una escena muy dolorosa, pero que al contrario de mover a la piedad, llevó a la colérica turba a gritar: “¡Crucifícalo! ¡Crucifícalo!” Para conseguir de Pilato la muerte del Inocente, prefirieron liberar a Barrabás, un rebelde, un malhechor, un asesino.

Enseguida, Cristo inició el camino del Gólgota, derramando sangre a cada paso. Tres veces cayó bajo el peso del patibulum, hasta que los legionarios romanos, recelosos de que no llegase con vida al lugar del suplicio, obligaron a Simón de Cirene a que cargase con el pesado madero. Durante el recorrido, nadie se atrevía a prestarle el más mínimo auxilio. Tan sólo una mujer osó acercarse y limpiarle la cara al Maestro con el amplio velo que la cubría, y recibió como recompensa el estampado de la Faz en aquel tejido suyo.1

¿Síndone o Sudario?

Los sinópticos utilizan la palabra síndone (σινδόνι) para denominar al tejido en el que José de Arimatea envolvió el Cuerpo del Señor, y el término sudario (σουδάριον) para designar al velo que le cubrió la cabeza y que fue encontrado doblado en el sepulcro(cf. Mt 27, 59; Mc 15, 46; Lc 23,53 y Jn 20, 7).

Por lo tanto, para referirse a la Sagrada Reliquia que se venera en Turín es más apropiado usar la expresión Santa Síndone o Sábana Santa que Santo Sudario. Ése es el criterio que hemos seguido en el presente artículo.

Crucifixión y muerte del Señor

En lo alto del Calvario, para culminar todos los atroces sufrimientos: la crucifixión. El sonido de los martillazos penetraba terriblemente en los oídos de aquellas mujeres. Clavado en la Cruz, Jesús estaba tan exhausto por los padecimientos que en poco tiempo le sobrevino la muerte; eran las tres de la tarde cuando exclamó: “Consumatum est!, e inclinando la cabeza, entregó su espíritu” (Jn 19, 30).

José de Arimatea, que asistió a todo desde lejos, le pidió al gobernador romano que le entregara el cuerpo del Maestro. Pilato primero quiso certificarse de tan rápido fallecimiento. Un soldado llegó hasta el Crucificado y le clavó con fuerza una lanza en el costado derecho. Jesús no reaccionó; estaba inánime. De la herida brotó sangre y agua.

Nicodemo también fue con José acompañado por algunos de sus criados, que llevaban dos cántaros llenos de ungüento de mirra y áloe para embalsamar el cadáver. Pusieron escaleras y, tras quitarle la corona de espinas, cubrieron el Rostro de Jesús con un sudario 2 —según era la costumbre judaica de hacerlo así con las víctimas de muerte violenta—, mientras lo descendían y lo preparaban para sepultarlo.

María, la Madre del Señor, incluso transida de dolor, lo presenciaba todo en pie, con una firmeza que impresionaba a las Santas Mujeres y les daba fuerzas. Se sentían seguras a su lado. Presente en la escena también se hallaba Juan, el único Apóstol que acompañó a Jesús durante la Pasión y fue testigo directo de sus tormentos, muerte y sepultura.

Vendas y un rollo de más de cuatro metros de lino había traído José de Arimatea para el entierro. Este tejido es la Sábana Santa, la síndone o como se acostumbra decir, el Santo Sudario de Turín 3.

El sol iba perdiéndose en el horizonte y en seguida relucían las estrellas que anunciaban el comienzo del sábado. Había que actuar con presteza para no violar el día sagrado. José y Nicodemo, muy escrupulosos en el cumplimiento de la Ley, ni siquiera permitieron que el Cuerpo fuese lavado, para evitar tocar la sangre. Le pusieron dos monedas en los ojos y lo acostaron sobre la tela de lino; la doblaron por la mitad a la altura de la cabeza, cubriendo a Jesús por completo.

Siendo aún de día, lo llevaron a una tumba que aún no había sido usada y estaba excavada en la roca, cercana al lugar donde estaban. Lo depositaron allí, envuelto en la Síndone, y derramaron sobre Él los treinta litros de ungüento. Dejaron a un lado las vendas, al objeto de usarlas pasado el sábado, pues se les agotaba el tiempo. Entonces los criados taparon la entrada con una piedra redonda que servía de puerta del sepulcro.

El manto de la noche cubrió la ciudad de Jerusalén y aquel sábado de Pascua transcurrió entre tristezas, temores y rencores. Tristeza la de los discípulos de Jesús que se preguntaban si no se habría acabado todo; el temor de correr el mismo trágico destino que el de su Maestro; y el rencor de los sanedritas que, a pesar de haber matado al Mesías, sentían aún su odio insatisfecho.

Las mujeres encuentran el sepulcro vacío

La reacción de Magdalena, María de Cleofás y Salomé cuando llegaron el domingo de madrugada al sepulcro fue de espanto y perturbación: la piedra de la entrada había sido removida, los guardias estaban en el suelo, desmayados. Pero, lo peor era que ¡el Cuerpo del Señor ya no estaba allí!

María Magdalena regresó corriendo al Cenáculo, donde se encontraban reunidos a puertas cerradas los Apóstoles, con la Madre de Jesús y otros discípulos. Aún jadeante, le comunicó a Pedro: “Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto” (Jn 20, 2). Pedro no perdió el tiempo: le dijo unas palabras rápidas a Juan y salieron corriendo.

Juan, más joven, llegó el primero, se asomó, vio las vendas en el suelo, pero, por respeto, esperó que llegara Pedro. Al entrar con él, vio también el sudario puesto en un lugar aparte. “Vio y creyó” (Jn 20, 8), narra el Evangelio, pues hasta aquel momento los Apóstoles “todavía no habían comprendido que, según la Escritura, Él debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20, 9).

Milagrosa imagen de un Varón crucificado

Durante aquella noche, Cristo había vencido a la muerte, resucitando por su propio poder. Al retomar vida, su Cuerpo glorioso quedaría milagrosamente marcado en la Sábana Santa, donde ya había signos anteriores de la Preciosísima Sangre emanada de las llagas de su Pasión.

De hecho, en la parte interna de este sagrado tejido, que estaba en contacto con el Cuerpo, podemos ver hoy, impresa de forma inexplicable y con increíble nitidez, la figura de un hombre muerto por crucifixión. No hay señales de pigmentos colorantes ni de marcas de pincel. Por el contrario, las fibras de lino se encuentran parcialmente deshidratadas en minúscula profundidad, adquiriendo de esta manera diferentes tonalidades.4 Y la milagrosa imagen así estampada refleja la dolorosísima Pasión de un Varón que, en la plenitud de la vida, soportó padecimientos que desafían a la capacidad humana de sufrir.5

De adecuadas proporciones, un metro y ochenta y tres centímetros de altura, amplia frente, cabello abundante cayendo ordenadamente hasta los hombros, una noble barba dividida en dos partes, espesas cejas, bigote cerrado —poseía todas las características de un hombre bien constituido.

En su Rostro llama en seguida la atención la marca de un violento golpe que le rompió el tabique nasal y le causó una gran inflamación en toda la cara derecha.6 También se notan las huellas del terrible tormento de la flagelación, aplicada por dos verdugos romanos usando el peor de los látigos —el flagrum—, compuesto por tres tiras de cuero con bolas de hierro en las puntas. Para aplicarle este suplicio ataron al reo a una columna de poca altura para que su espalda quedara expuesta a los azotes. Hay signos de más de 120 latigazos en la parte posterior del cuerpo, además de otros 70 en los brazos, en la parte delantera de las piernas y en el pecho.

Sobre su cabeza fue colocado un entramado de ramas espinosas, con puntas de cuatro a seis centímetros. Una de ellas le atravesó la ceja izquierda, casi impidiendo la apertura del párpado. Las bastas cuerdas con las que le ataron dejaron marcas en sus muñecas y poblaron su cintura de coágulos de sangre, especialmente en la parte de la espalda. Los hombros presentan excoriaciones, por haber soportado, durante largo tiempo, el peso de un áspero madero. En las rodillas, en los empeines y en la nariz hay señales de violentas caídas en tierra, que abrían nuevas heridas. En una de sus manos se nota la marca de las lesiones provocadas por los clavos, de las que brotó sangre en abundancia, escurriéndose por los brazos hasta los codos. Y los pies, clavados uno sobre el otro, se muestran casi totalmente bañados en sangre, incluso en las plantas.

Largo recorrido de Jerusalén hasta Turín

¿Cómo llegó hasta nosotros esta sagrada Síndone? La historia es larga y no está exenta de lagunas y misterios.

Habiendo sido guardada en un primer momento por José de Arimatea o Nicodemo, saldría de Jerusalén en el año 66, cuando Santiago el Menor fue martirizado y muchos cristianos huyeron de la ciudad, condenada a la destrucción.

Es posible que el milagroso tejido hubiera quedado algún tiempo en Pella, cerca del Jordán, de donde iría a Edesa, al norte de Siria. En el 544 habría sido depositado en un nicho incrustado en una muralla, y los habitantes de esa localidad atribuyeron a su presencia la victoriosa defensa contra el invasor persa, Cosroes. En el siglo VII, Edesa cayó bajo el dominio musulmán, pero en el 944 las tropas cristianas del emperador Romano I consiguieron recuperarla. Y uno de los trofeos exigidos al sultán fue la entrega del denominado mandilyon akeiropita, “el tejido pintado no por mano de hombre”, que podemos identificar con la Sábana Santa. Éste era guardado en un relicario y sólo dejaba a la vista la imagen del divino Rostro.

La llegada de tan insigne reliquia a Constantinopla fue conmemorada con especiales festejos. Los cristianos abrieron la tela en toda su extensión y la veneraron como el paño sagrado que envolvió el Cuerpo de nuestro Redentor. En aquellos remotos tiempos, los constantinopolitanos no disponían de las inequívocas pruebas científicas de nuestros días. Pero la misma Fe por la que San Juan “vio y creyó” les llevó a creer en la veracidad de esta reliquia.

Por determinación del emperador, le correspondió a la iglesia de Santa María de Blanquerna la conservación de la preciosa Síndone. Según relataban los peregrinos de aquella época, allí se exponía a la veneración de los fieles todos los viernes, completamente desdoblada. En ese templo permaneció hasta el saqueo de 1204.

Los historiadores no se han pue to de acuerdo a respecto de la trayectoria que siguió el Mandilyon a lo largo de los siguientes 150 años. Algunos afirman que estuvo en manos de los templarios. Otros que fue custodiado por un caballero llamado Othon de la Roche, quien en 1208 lo entregó a un santuario, construido por él en Besançon, Francia.

A partir de 1353, el recorrido de la Sábana Santa no presenta dudas desde el punto de vista histórico. En ese año, aparece en manos de Geoffroi de Charny, que lo deja en la iglesia colegial de Lirey, al noroeste de Francia, donde permaneció hasta 1410 ó 1418. Sus descendientes decidieron sacarlo de allí, debido a los continuos pillajes que había en la región, y lo cedieron a la Casa de Saboya en 1453. El Duque de Saboya mandó que se conservara, expuesto a la veneración de los fieles, en la catedral de Chambéry, ciudad francesa situada a los pies de los Alpes, en las cercanías de Suiza y de Italia.

Durante un terrible incendio en esta catedral, en 1532, se fundió una de las esquinas del relicario de plata, dañando irreparablemente la Síndone, que allí se guardaba doblada. Son restos de ese incendio las marcas chamuscadas de los dobleces y agujeros triangulares que son perfectamente visibles en cualquier fotografía, que pacientes manos de religiosas clarisas remendaron con amor, según las mejores técnicas que disponían en la época.

El Arzobispo de Milán, San Carlos Borromeo —el gran Cardenal reformador del clero y de la vida religiosa— fue la causa del nuevo y último traslado de la Santa Síndone. En 1578 salio hacia Chambéry a venerar esta reliquia por un voto que había hecho de ir en peregrinación hasta aquel lugar. El Duque de Saboya, sin embargo, quiso ahorrarle al Prelado, que ya era anciano, las incomodidades de un viaje de 350 Km. por terreno montañoso, muy penoso en razón de las precarias condiciones de aquellos tiempos. Entonces envió la sagrada reliquia a Turín, que distabana solo 140 kmde Milán. Y hasta hoy está allí.

El rey Humberto II de Italia, descendiente de los Duques de Saboya, falleció en 1983, dejando en herencia la Síndone a la Santa Sede. Y el Papa Juan Pablo II confió su custodia al Arzobispo de Turín.

Venerada y adorada por los Papas

“Este tejido de lino en el cual Nuestro Señor Jesucristo fue envuelto […] debéis venerarlo y adorarlo”, dijo el Papa Julio II (1503-1513), cuando aprobó la Misa y el Oficio por los cuales, con su autorizada palabra de Vicario de Cristo en la Tierra, oficializó el culto público a la Santa Síndone.

Desde entonces numerosos fueron los santos y pontífices que peregrinaron a Turín para rezar ante la sagrada reliquia. Entre ellos, constan Pío XI, Pío XII, Juan XXIII, Pablo VI y Juan Pablo II.

“Venerar y adorar”, recomendaba Julio II. Y con mucha razón, no sólo por que la Sábana Santa tiene estampada misteriosamente la imagen del Cuerpo del Redentor, sino también por estar impregnada de la Sangre de Jesús, el Hijo de María, Dios hecho hombre, que nos ama con amor infinito y que murió en la Cruz para salvarnos.

La muestra ocurrida en abril y mayo de este año constituyó, en palabras de Benedicto XVI, “una ocasión muy propicia para contemplar ese misterioso Rostro, que habla silenciosamente al corazón de los hombres, invitándolos a reconocer en Él el Rostro de Dios, el cual ‘tanto amó al mundo que le dio a su Hijo único, para que todo el que crea en Él no perezca, sino que tenga vida eterna’ (Jn 3, 16)”. 7

Peregrino en Turín, arrodillado él mismo ante la Santa Síndone, el Santo Padre expresó de este modo sus sentimientos: “Precisamente desde allí, desde la oscuridad de la muerte del Hijo de Dios, ha surgido la luz de una nueva esperanza: la luz de la Resurrección. Me parece que al contemplar este sagrado lienzo con los ojos de la Fe se percibe algo de esta luz. La Sábana Santa ha quedado sumergida en esa oscuridad profunda, pero es al mismo tiempo luminosa; y yo pienso que si miles y miles de personas vienen a venerarla, sin contar a quienes la contemplan a través de las imágenes, es porque en ella no ven sólo la oscuridad, sino también la luz”.8

La Santa Síndone es, verdaderamente, testigo mudo de la sepultura y de la Resurrección de Jesús.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio nº 84, julio de 2010, pp.18-23

Notas

1 Por haber sido doblado dos veces, fueron cuatro las imágenes de la cara del Señor que quedaron im- presas en este tejido. La más famosa de ellas se venera en el Santuario del Santo Rostro de Manopello (Italia), visitado por Benedicto XVI el 1 de septiembre de 2006.

2 Se conserva actualmente en la Cámara Santa de la Catedral de Oviedo, España. (Cf. Revista Heraldos del Evangelio, núm. 56, marzo de 2008).

3 Este tejido fue probablemente confeccionado en Siria, con lino hilado a mano, formando una pieza que medía entre 20 y 30 metros, de los que José de Arimatea compró solamente los que necesitó.

4 Aquellos que defienden que la Sábana Santa es una falsificación medieval no han conseguido, hasta la fecha presente, reproducir la supuesta “falsificación”, condición necesaria para hacer verosímil su tesis. Tampoco les ha sido posible explicar, de forma satisfactoria, qué técnica fue la empleada para estampar la imagen del Redentor en el sagrado tejido.

5 Existen numerosos estudios científicos sobre la Santa Síndone al alcance de cualquiera, entre ellos el libro de BarBeris, Bruno y Boccaletti, Massimo. Sindone – imagine su un crocifisso, editado este año en Milán por las ediciones Paulinas, en el que se basan algunas de las afirmaciones hechas en este artículo. También se puede consultar la página Web del STURP, www.shroudstory.com, un grupo de científicos que desde 1978 analiza el milagroso tejido bajo di-versas perspectivas.

6 Estando en casa de Caifás, “uno de los guardias allí presentes le dio una bofetada, diciéndole: ‘¿Así respondes al Sumo Sacerdote?’” (Jn 18, 22). Para algunos exegetas, el tiempo griego (ῥάπισμα) más que una bofetada quería indicar un golpe con un bastón o una vara, capaz de romper el tabique nasal.

7 Discurso de 2/6/2008. 8 Discurso de 2/5/2010.

 

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