Doña Lucilia: tierna niña temida por el demonio.

Publicado el 10/06/2020

Tierna niña temida por el demonio

La inocencia de Lucilia, tan celosamente conservada, incluía no sólo una bondad sin par, sino también la incompatibilidad con el mal, como nos lo testimonia uno de los episodios más interesantes de su infancia, narrado por un familiar.

A finales del siglo xix estaban en boga, en determinados círculos de la alta sociedad, ciertas prácticas de espiritismo. Las personas adictas a dicha costumbre se reunían en torno a un velador para consultar a los seres del otro mundo. Un día en que llevaron a Lucilia de visita a casa de unos parientes, en la capital, se estaba realizando allí una de esas sesiones. En el salón escogido para el tenebroso encuentro se encontraba ella, por casualidad, jugando despreocupadamente en uno de los rincones.

Mientras tanto, los participantes de este censurable acto presenciaban alrededor de la mesa los inútiles esfuerzos de un famoso médium que imploraba al espíritu que bajase. Después de mucha insistencia, el príncipe de las tinieblas murmuró por la voz del agotado brujo:

— ¡Quiten a esa boba de Lucilia de ahí!

El hecho se repitió varias veces, en otras circunstancias. Por su índole, pasó a la historia de la familia. A lo largo de la vida de Doña Lucilia habrá diversas manifestaciones de desagrado de los espíritus infernales. Además de los viajes a São Paulo, había algo más que encantaba y distraía a la pequeña Lucilia: los paseos a la hacienda del Dr. Antonio.

En la soledad de la mata brasileña, se escucha cantar la Salve Regina

Con verdadera complacencia contaba Doña Lucilia que a su padre —en sus idas y venidas nocturnas sea a la hacienda, sea en viajes de nego-cios— por las adustas y peligrosas florestas del sertão, siempre acompañado por dos o tres hombres, le gustaba cantar la Salve Regina.

Una vez —decía ella— el Barón de Araraquara cabalgaba por las cercanías de Pirassununga, donde iba a encontrarse con el Dr. Antonio, cuando distinguió en la lejanía una sonora voz que entonaba dicho himno. Volviéndose hacia el capataz que lo seguía comentó:

— Sólo puede ser Antonio. ¡No hay otro hombre en esta región que cante de noche, en un lugar como éste, la Salve en latín!

La muerte del corderito

Sería un error imaginar que la admiración de la joven Lucilia por los lados enérgicos de su padre, incluso cuando eran aplicados a su propia educación, era menor que la tributada por ella a las otras cualidades. Así, narraba, hasta avanzada edad, lo que ocurrió después de recibir como regalo de su padre un hermoso corderito. Lo lavó, lo secó y lo adornó con unos lindos lazos. Lo trató con todo cariño, hasta el día en que un respetuoso esclavo le hizo una confidencia:

Sinhá pequeña, quería decirle una cosa para que se prepare. Sinhó —su padre— va a mandar matar el corderito mañana. Sólo quería avisarle.

Ella dijo entonces:

— ¡No es posible! Me estás mintiendo. ¡Papá no haría una barbaridad de ésas!

Sonriendo el esclavo, le respondió:

Sinhá pequeña, es lo que va a suceder.

Sin perder un minuto, ella salió corriendo hacia el despacho de su padre, y le dijo bañada en lágrimas:

— ¡Papá!, ¿vas matar el corderito? ¿Es verdad que ya has dado laorden? ¿Será  posible?

— Hija mía, es verdad.

— Pero, ¿por qué? Es tan bueno, tan bonito, lo quiero tanto…

— Lucilia, deja de ser ingenua. Hay que enfrentar las cosas como son. Te hará bien, para que pierdas ese sentimentalismo. Sentimiento, sí; sentimentalismo, no.

Fue irreductible. Y, al día siguiente, el corderito formó parte del menú. Doña Lucilia siempre mencionaría el hecho como una prueba de la bondad de su padre, quien usó un remedio duro, venciendo su propio afecto paterno, a fin de curar la incipiente tendencia hacia el sentimentalismo de una niña de aquellos tiempos románticos.

Tras este paseo por la hacienda, volvamos con la pequeña Lucilia a Pirassununga.

El Dr. Antonio ampara a un adversario político

En el Brasil del Segundo Reinado, es decir, el período en que el Emperador Don Pedro II gobernó Brasil. El Segundo Reinado se inició en 1840 y duró hasta 1889, año de la proclamación de la República Brasileña, había dos partidos políticos, el Liberal y el Conservador, con programas casi idénticos.

Ni siquiera las designaciones de liberal y conservador tenían el significado corriente, hasta tal punto que, por ejemplo, todas las leyes abolicionistas, elaboradas y propugnadas por los liberales, acabaron siendo promulgadas por los conservadores  viceversa.

Dentro de ese contexto, el Dr. Antonio —monárquico convencido y jefe del Partido Liberal en Pirassununga— se preocupaba no tanto por obtener cargos y poder, sino sobre todo influencia, forma superior de política, lo que, por cierto, le atraía prestigio y enemistades.

En cierta ocasión, un férreo adversario político suyo fue injustamente acusado de ser el autor de un crimen. Ningún abogado de Pirassununga quiso defender al presunto criminal, a no ser el propio Dr. Antonio. El hecho de que un enemigo político recurriera a él como abogado constituía un reconocimiento cabal de su noble imparcialidad.

A este hombre lo habían cogido preso en una ciudad distante y debía llegar en el tren para ser juzgado en Pirassununga. Se corrió el rumor de que sus enemigos habían organizado un abucheo para cuando pasara. A pesar de ello, el Dr. Antonio fue a recibirlo en la estación y advirtió a los soldados que lo custodiaban: soy el Dr. Antonio y respondo por la libertad de este hombre. Vamos a atravesar la ciudad juntos, ¡y no habrá abucheos! Acompañó a su cliente hasta la prisión. Al día siguiente, compareció ante el tribunal y defendió victoriosamente a su enemigo.

Doña Lucilia, al contar este hecho, revivía las escenas con ufanía, no por un deseo de engrandecerse sino para realzar el carácter intachable de su padre, que tanta confianza había despertado en su enemigo. Destacaba la magnanimidad del Dr. Antonio en relación a un hombre que, por cierto, tras ser puesto en libertad volvió a atacarlo.

Una noche, años más tarde, golpean en la ventana del Dr. Antonio para decirle que ese mismo hombre estaba muriéndose de tuberculosis, y pedía que le socorriera urgentemente. El moribundo había caído en la miseria y ni siquiera poseía una cama.

Agonizaba tirado en el suelo, mientras su esposa, arrodillada, le sujetaba la cabeza. El riesgo de contagio era grande, pero el Dr. Antonio, olvidando todas las ofensas de que había sido objeto, fue personalmente a la farmacia y, tras comprar a sus expensas todos los medicamentos necesarios, atendió al enfermo. Al final, el adversario expiró en sus brazos…

 

 

 

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