Tipos humanos revolucionarios

Publicado el 06/27/2023

En el núcleo de la metamorfosis del proceso revolucionario se encuentra la revolución en las tendencias que, desordenadas, comienzan a modificar las costumbres. Haciendo clarividentes explicitaciones sobre los tipos humanos producidos por la Revolución, el Dr. Plinio establece un nexo entre el individuo y la sociedad, y demuestra cómo una civilización actuó como si fuese una inmensa cabeza humana.

Plinio Corrêa de Oliveira

Estudiemos, ahora, la época que podríamos llamar “era mística” de la Revolución. A los pragmáticos de fines de la Edad Media les comenzaron a gustar demasiado los placeres lícitos: mucha comida, bailes regionales, adornos en todas las cosas. El propio estilo gótico, que era muy austero, comenzó a convertirse en florido, todo comienza a sonreír en un deseo inmoderado de placer, aún honesto, que comienza a dominar al Occidente cristiano.

Sentimentalismo psíquico

Vemos además cómo este proceso es el mismo del que ocurre con una persona humana. Una vez que es dado el primer paso, la Revolución alcanza enseguida el segundo grado de corrupción entre los espíritus; abandonando un poco la idea del Cielo, comienzan a concebir, de un modo más o menos laico, ciertas ideas que estaban en boga en la Edad Media.

Por ejemplo, la idea del honor. Es la época en la que el caballero, por el honor de su dama, se bate en duelo, en oposición al caballero medieval antiguo, bastante sagaz como para no entrar en un duelo por honor de una dama.

Comienzan también los torneos; los menestriles y los trovadores dan un aire de amor y de honor a la sociedad, llegando hasta el misticismo, pero un misticismo laico. La dama medieval de esta época aún estaba muy lejos de la dama frívola de los siglos que siguieron; era casi regia. Por la noche, cuando la luna iluminaba la torre del castillo, se dirigía a un pequeño balcón para oír, venida de lejos, una canción interpretada al son de un laúd; terminado el canto, con sus trenzas doradas, sonreía y lanzaba una flor.

Todo esto termina en una explosión de sentimentalismo psíquico. No aparece aún el sentimentalismo físico: la sensualidad está en gestación, ya contenida en este estado de espíritu, pero no brotó a la superficie.

Odio a la lógica

Retrato de una mujer llmaada Bella, por Palma el Viejo (Jacopo Negretti)

En este periodo se habla todavía del amor inspirado en las virtudes. Mi dama, dicen, es la más pura, la más bondadosa, la más caritativa, la más piadosa. Por otro lado, aparece la idea de la belleza, pero de una belleza que es más la armonía de los trazos físicos, solamente la belleza del espejo, y solo en ciertos casos, de la belleza moral.

Sin embargo, como no podría dejar de suceder, la sensualidad comienza a hacerse notar.

Las canciones trovadorescas del tiempo, bajo el pretexto de detallar la belleza, hacen el elogio de los ojos, de la tez, de los cabellos, y, finalmente, del aspecto físico. Se comprende fácilmente a qué abismos esto conduce. Es la sensualidad que comienza a nacer dentro de las envolturas del sentimentalismo.

Con esto, la Revolución A comienza a alejarse del plano lógico. Al hombre sentimental, mucho más que al hombre sensual, no le agrada la lógica. Ésta le parece fría, dura e inclemente. Cada palabra sentimental es para él como un acorde musical; cada argumento lógico es un golpe de martillo dado en un clavo que penetra en su cabeza.

Detesta la lógica, y consecuentemente comienza a engendrar sistemas filosóficos que la deturpan y corrompen.

Es el comienzo de la decadencia de la escolástica y del surgimiento de una filosofía pseudo-escolástica. Se inicia la rebelión, y con ella la preparación, del terreno para otra era de la Revolución tendencial.

El hidalgo del Renacimiento

Pasamos, entonces, de la era mística, para la era heroica de la Revolución, en la que vamos a encontrar el hidalgo del Renacimiento, tan diferente del hidalgo medieval.

El hidalgo de la Edad Media, es una especie casi sublime del caballero: Vive envuelto en un misticismo católico, muy diferente de aquél que encontramos al final de esta época histórica; está empapado por una visión sobrenatural de la Caballería y de su misión divina.

En el Renacimiento, por el contrario, el hidalgo no tiene nada de místico: es un hombre, más que esto, un súper hombre heroico, olímpico, clásico, tiene todas las pasiones dominadas. Bello, inteligente, culto, danza admirablemente, piensa maravillosamente, manda, gobierna y guerrea como nadie. Bailarín, estadista, guerrero y sobre todo artista, a quien le gusta la belleza en todas sus formas, del esplendor de la vida y de gozarla por entero. Tiene una risa amplia y distinguida, la mirada dominadora que se extiende sobre los otros como una montaña que domina todo el paisaje que se extiende ante él.

Rey Luis XIV

El hidalgo de la era heroica, tiene su más alta personificación en aquél que fue el símbolo de una época histórica: Luis XIV. Brillante, noble por excelencia, dominador, distinguido, y que con una sola mirada fulminaba, con una sola sonrisa encantaba y premiaba, y con una sola palabra hacía que los ejércitos se movilizaran. Sólo con su presencia creaba un ambiente. Tuvo artistas para que le construyesen en torno de sí, toda una civilización.

Jardines, tapicerías, espejos, palacios, músicas, danzas, tejidos, hombres, todo fue un marco para su persona. En una palabra, un verdadero superhombre dominando a todos y a todo, pero teniendo ya lejos de sí el Cielo, hacia el cual los hombres ya no tienen vueltos sus ojos, a no ser al firmamento, para hacer estudios de astronomía…

El hombre según el espíritu y el estilo de Luis XIV

Rey Luis XIV

Esta especie de epicureísmo se expresa bien en un episodio de la historia de Luis XIV, cuando Francia atravesaba un largo periodo de paz. Los húngaros fueron atacados por los turcos. Y como a los franceses de aquel tiempo les gustaba combatir – Francia vivía su gran época de gloria militar –, un destacamento de nobles franceses, dirigidos por un príncipe de la Casa Real, pidió permiso al rey para ir a combatir en Hungría.

Al llegar el día de la batalla contra los turcos, los franceses se presentaron en orden de combate: Pelucas rizadas y empolvadas y elegantes sobre sus caballos. Los turcos, que los observaba de lejos, veían avanzar aquella carga y pensaban que se trataba de un ejército de doncellas y no le dieron importancia, y aquellas “doncellas” se lanzaron sobre los turcos como un torbellino y los derrotaron en el primer ataque.

Era bien precisamente el hombre del tiempo, casi tan gracioso como una dama, casi tan heroico como una figura mitológica, guerrero y bailarín al mismo tiempo, y capaz, además, de conversar como un letrado. Era el hombre según el espíritu y el estilo de Luis XIV.

En este hombre, sin embargo, el sentimentalismo había evolucionado. Se creía que la impureza era una gloria para el hombre, y que conquistar señoras era tan glorioso como conquistar ciudades. Y esto, hasta tal punto, que no se comprendía el verdadero conquistador de ciudades sin que también fuera un conquistador de honras femeninas.

El Luis XIV de las dignidades y de las solemnidades fue también el de las concubinas. Y todos los hidalgos siguieron su ejemplo, en una época en la que la vida ya tenía un carácter nítidamente sensual, y en el que el amor, por detrás de un modo de ser aristocrático y educado, en verdad encubría una gran impureza.

Bailarines afeminados y frágiles

En las vísperas de la Revolución Francesa, esto llegó a tal punto, que marido y mujer, en la mayor parte de la alta aristocracia, se casaban sin amor, por dinero, y llevaban una vida separados. Cuando uno de los esposos daba una recepción, invitaba al otro cónyuge. Los invitados al entrar eran anunciados por alabarderos que, a la llegada del cónyuge convidado, solamente decían Madame o Monsieur, el cual o la cual entraba como si fuera un huésped. Ir juntos al teatro, marido y mujer, era inmensamente ridículo; manifestar un amor recíproco parecía grotesco. Era necesario llevar una vida en la que se tuviera la impresión de que el matrimonio era un preconcepto superado, antiguo y ridículo. Pero después de este período se produjo un cambio.

Del guerrero-bailarín se pasó al simple bailarín; por más sorprendente que parezca, éste derrotó al guerrero. En la época de Luis XIV, el combatiente era bailarín y el bailarín, combatiente.

En el tiempo de Luis XVI, los nobles sólo eran bailarines, amanerados, frágiles, usaban grandes tacones rojos, pañuelo en la mano, perfumes, aire encantador, anillos, puntillas y colgantes. No se pensaba en batallas ni en luchas, ya no había espíritu de combatividad.

Por el lado afectivo, ese hombre veía sus relaciones bajo el prisma de una espontaneidad encantadora, era risueño y gentil, y le gustaban las damas risueñas y gentiles. El colorido de los vestidos utilizados era siempre color rosa muy claro, azul muy diluido, verde pastel.

El ambiente era el de las músicas muy delicadas. Y en todo esto, la sensibilidad sin control comenzaba a rugir en un amor libre desenfrenado. Esta situación se prolongó  hasta estallar la gran catástrofe, la Revolución Francesa.

Del romántico al dandy, el hombre utilitario

Y pasamos, en el siglo XIX, de la era heroica a la era humana de la Revolución. El teatro, por ejemplo, se modifica. A los personajes del teatro clásico, siempre hierático, en el estilo de Racine1, se suceden los románticos. Mendigos y tullidos entran en escena. Son las obras de un Víctor Hugo2, repletas de rugido, de pasiones desenfrenadas y de crímenes.

Es toda una explosión de sensualidad humana que va creciendo y aflorando en el teatro y la literatura. El crimen, el concubinato, el incesto y las peores pasiones humanas son presentadas con colorido, indispensable para dar vivo interés a las escenas.

Y, lo que es peor, esto se hace realidad en la vida. El crimen aparece claramente sin los  envoltorios de otrora y comienza a hacerse dominador.

De ahí nacen diferentes tipos humanos, en el periodo que va desde 1850 hasta nuestros días. El primero de ellos es el dandy. Chateaubriand3, compara el elegante del romanticismo con el de su tiempo. El romántico se presentaba cuidadosamente mal vestido, llevaba una ropa muy buena y bien cortada, en un triste desaliño, cabellos sueltos y un aire infeliz; Era un hombre que buscaba una felicidad perdida. En general era un tanto enfermo y hasta quedaba bien ser ligeramente tuberculoso. Tosía un poco y andaba triste.

Después de él, aparece un tipo diferente que Chateaubriand abomina: el dandy inglés. Es el hombre opuesto al romántico. Goza de buena salud goza de espléndida salud, siempre bien peinado, bien vestido, rico y no quiere saber de tristezas. La alegría es lo que le embellece la vida, la cual se obtiene con el dinero. Luego, lo importante es el dinero y los negocios. Así, buena salud, vida cómoda, carcajadas, baile y oro caracterizan a la nueva época; es el hombre utilitario.

El elegante aparentador, el “almohadita”, el “tiburón” y el hombre mecánico

Retrato del Rey Luis Felipe, pintado por Franz Xaver Winterhalter

Al lado del dandy surge el tipo burgués, que una vez más encontró en un miembro de la Casa Real de Francia su expresión: el Rey Luis Felipe, que pasó a la Historia con el título del “Rey Paraguas”. Es el típico burgués, y no el dandy. Este tiene mucho de inconstante y de aristocrático, mientras que el burgués es gordinflón, bien instalado en la vida, sólido, con ropas resistentes, realista, no se ocupa con literatura ni con política, y mucho menos con ideas, solo le interesa el dinero, economiza y acumula. Su casa es grande y confortable, todo es sólido y estable, posee grandes propiedades en el interior, explota las vías férreas. Comienza a hacer negocios en Asia y en África, que le dan mucho dinero.

Hay, por otro lado, una especie de genealogía por la cual el dandy del tiempo en que Chateaubriand era viejo dio en otro tipo: el elegante aparentador. Este era el sucesor del dandy al estilo francés: cabello lleno de fijador, bigote, monóculo preso con una cinta de terciopelo, polainas de hierro, bastón y cintura bien apretada. Conocía todas las artes de salón, era mucho más negociante que su antecesor, aunque mucho más pobre, incluso porque la vida de sociedad se había vuelto cada vez más ruinosa. Sabía, no obstante, vivir de expedientes. El elegante aparentador de aquel tiempo dio en el “almohadita” de 1920, el cual a su vez produjo el rico presumido, bien arreglado.

El hombre de negocios también tuvo su genealogía. El homo economicus del siglo XIX dio en el “tiburón” de hoy. A su vez, los que en aquel tiempo no eran ni una cosa ni otra, el político, el funcionario público o el pequeño burgués, dieron en el robot de nuestros días, el hombre mecánico, a quien se le ordena y hace.

Esta es la evolución que, en el plano A, nos llevó del caballero andante, aún con la cabeza llena de quimeras de una caballería laicizada y a camino de la inmoralidad, hasta el playboy del siglo XX.

Es muy importante hacer notar que la historia de esa decadencia podría ser la historia de un hombre. Muchos decayeron así, comenzando como muy buenos católicos, para después pasar a un sentimentalismo que los llevó a amar damas en las nubes del más puro amor. De este estadio pasaron a ser gozadores de la vida, conservando, no obstante, cierta línea y cierto estilo, que también llegaron a perder, hasta llegar a la más completa degradación. Es la evolución de un hombre en algunos años, que la sociedad tomó algunos siglos para hacer. Pero lo que llama la atención y establece un nexo entre el individuo y la sociedad es que los itinerarios fueron los mismos y los procesos los mismos; toda una civilización actuó como si fuese una inmensa cabeza humana.

Derecha, centro e izquierda

Pasemos a seguir, a lo que se podría llamar el principio de la dialéctica interna del hombre. Ya vimos que hay dentro de cada hombre una cathédrale engloutie [catedral sumergida] –su luz primordial4 sumergida– y su vicio capital. Esos dos polos funcionan en nosotros como dos fuerzas en un juego dialéctico.

En la sociedad humana también hubo siempre, a lo largo de esa evolución, corrientes que representaron la cathédral engloutie, [catedral sumergida] como los santos y las personas virtuosas, que la gracia continúa suscitando hasta hoy. Existió además una parcela inmediatista de la sociedad humana, representada por el pragmático. Y, por fin, no faltó una parte pésima, que representó el vicio capital.

De esto se concluye que la sociedad humana estuvo siempre dividida entre derecha, centro e izquierda. En la derecha están los elementos de la Contra-Revolución A, en el centro los pragmáticos y en la izquierda aquellos que promueven la Revolución A. Esas tres corrientes existieron y lucharon entre sí de modo semejante a las fuerzas psicológicas que pugnan dentro de cada hombre. Lucharon de acuerdo con aquello que podríamos llamar el principio de los vectores y de las movilizaciones.

Si consideramos en la sociedad humana una fuerza revolucionaria A en el terreno tendencioso y sofístico, y, por otro lado, una fuerza contrarrevolucionaria A en el mismo terreno, tendremos que, aunque algunos permanezcan en las dos posiciones extremas, la mayor parte de las personas queda en el centro.

Cómo conducir al hombre pragmático

Así, los hombres sensuales del siglo XIII no tuvieron como consecuencia inmediata al playboy del siglo XX, pero, por una trayectoria oblicua, terminaron llegando hasta allá.

¿Cuál sería, entonces, el modo de dirigir una sociedad dividida así?

Imaginemos dos personas halando, cada cual, hacia su lado, las extremidades de una cuerda; aquel que deje de halarla perderá la cuerda; es necesario halar cada vez más.

Aplicando el mismo principio en un ambiente donde hay una izquierda muy extrema, no debemos procurar agradarla y decir que tiene una parte de la razón; por el contrario, debemos afirmar alto y en buen tono que sus adeptos están totalmente equivocados. El hombre pragmático, que oye esto llevado por el juego de las fuerzas, dirá que somos insoportables y que sería necesario apedrearnos. Pero, con relación al izquierdista extremado, afirmará: “Eso tampoco”. Así, él no caminó hacia la izquierda. Es un verdadero ciego, pues no percibe, a pesar de que le parezcamos un horror, que fue la sacudida que le dimos lo que lo llevó a ver exageraciones en el comunismo. Antes era favorable a la libertad para los comunistas y simpatizaba con el socialismo moderado, pero, por el principio de los vectores, como la fuerza con que lo empujamos fue hercúlea, él se desplazó volviendo un poco atrás.

Concluimos, así, que hay una importante regla de la Contra-Revolución según la cual, siempre que queramos conducir al hombre pragmático hacia un punto, debemos halarlo vigorosamente. Él vendrá protestando atrás de nosotros, pero vendrá.

Un Rey débil hace débil a la gente fuerte

Hay, sin embargo, en el origen de la Revolución, un punto misterioso que es necesario señalar. Aunque lo que determinó la combustibilidad de la floresta fue la falta de líderes y apóstoles santos, sería una exageración atribuir toda la culpa a la infidelidad de algunos.

Si por un lado es verdad que el apóstol o el líder santo hace a un pueblo santo, no es menos verdad que cuando el pueblo no corresponde a la gracia de tener un jefe santo, Dios puede reducir sus gracias a un nivel mínimo. Así, es bien posible que la culpa inicial haya sido de todo el pueblo. Es un misterio que no podremos desvendar, pero que debemos saber colocar en sus términos bien claros. No sabemos de quién fue la primera culpa.

Hay un verso célebre de Camões, que dice que un Rey débil hace débil a la gente fuerte.

Cuando vemos un pueblo que decae junto con su Rey, es el caso de preguntarse quién dio el primer paso: el Rey o el pueblo. En la Edad Media, ¿habrá sido el pueblo que no correspondió a reyes como San Luis y San Fernando, y Dios no le envió más santos que lo gobernasen, mandando en su lugar a reyes niños? O, por el contrario, ¿habrá sido un Rey débil que hizo débil a la gente fuerte? Dios lo sabe.

Naciones-llave

Para concluir el análisis histórico de la Revolución A tendencial, miremos un poco hacia el pasado y hacia el futuro, examinando una vez más el problema de las naciones-llave.

Sabemos que Dios creó una nación-llave en el Antiguo Testamento: Israel. ¿Habría también en el Nuevo Testamento alguna nación-llave? Con toda certeza podemos responder afirmativamente. Sin embargo, es necesario distinguirlas en dos grados. En el primero, diríamos que las naciones-llave del Nuevo Testamento son los pueblos cristianos.

Pero –y aquí entramos en el segundo grado–, ¿dentro de los pueblos cristianos habrá alguna nación-llave?

San Pío X dice en una de sus encíclicas que Dios creó una nación-llave, un pueblo elegido, entre los cristianos: la nación francesa. Ella es la que, naturalmente, influye al mundo entero. En el campo de las virtudes, por ejemplo, cuando son practicadas por los franceses se irradian por el mundo entero con una gran facilidad. ¿Habrá un culto más difundido que el de Santa Teresita del Niño Jesús?

Ante esto se nos presenta un problema penoso y pungente: esa nación-llave llegó al fin de sus días con la tristeza bíblica de nación condenada, como actualmente se encuentra. ¿Habrá una esperanza para ella?

En cuanto a Francia, yo soy como el judío con relación al pueblo elegido. Amo el Templo, amo las ruinas del Templo, y si esas ruinas se hicieren polvo, yo amaré el polvo que resultó de esas ruinas.

Debo decir, pues, que tengo la impresión de que Francia continuará siendo la nación- llave. Pero, así como otrora tuvimos el Imperio de Oriente y el de Occidente, y en la misma Cristiandad había dos Imperios, el Bizantino y el Romano-alemán, así también para las naciones antiguas tendremos, al lado del imperio francés, el dominio y la hegemonía cultural de otras naciones, profundamente impregnadas de aquello que el espíritu latino y francés tiene de mejor, aunque llevando también consigo otras savias.

Esas naciones, como todas las naciones elegidas, son capaces de conocer las peores miserias, cuando no corresponden a la gracia de Dios, pero son también capaces de las mayores glorias, desde que correspondan a su gracia.

A mi modo de ver, estas naciones son las que constituyen el mundo ibero-americano. 

Notas

1Jean Racine (*1639 – †1699), dramaturgo francés.

2Víctor Hugo (*1802 – †1885), escritor francés

3François-René, Visconde de Chateaubriand (*1768 – †1848), escritor y político francés.

4Expresión acuñada por el Dr. Plinio para indicar la aspiración existente en el alma decada persona para contemplar a Dios de un modo propio.

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