
7 de septiembre – XXIII Domingo del Tiempo Ordinario
Imaginemos que diez amigos inician una peregrinación a un santuario mariano situado en una montaña. El camino promete ser arduo: setenta kilómetros de subida. Nos preguntamos: ¿Cuántos de ellos llegarán a la meta? Muy sencillo. Aquellos que, al marchar, afirmen con convicción: «Iré hasta el final».
La experiencia demuestra que las caminatas espirituales alcanzan un feliz éxito cuando parten de un primer impulso decidido y fervoroso. Este principio se aplica, sobre todo, al llamamiento de Dios al sacerdocio o a la vida religiosa. El joven que siente en sí mismo la llamada a una total donación a Cristo y a la Iglesia, y responde de inmediato con un «sí» lleno de entusiasmo y generosidad, sin contemplar la posibilidad de volver atrás, sin duda llegará muy lejos y muy alto en la ardua ascensión al santuario de su propia vocación.
Analicemos bajo esta luz la expresión del Señor, punto fuerte del Evangelio de este domingo: «Renunciar a todo lo que se posee» (cf. Lc 14, 33). A todo, siempre que lo exijan las condiciones de la entrega a Dios. ¿Ejemplos? Las vidas de los santos. ¡Cuánto amaba Santa Teresa del Niño Jesús a su padre, anciano y de salud frágil! Sin embargo, lo dejó para ingresar en el Carmelo, porque así se lo inspiraba la gracia: «Sentí que mi corazón latía con tanta fuerza que me parecía imposible avanzar. […] Seguí adelante, no obstante, preguntándome si no moriría por la fuerza de los latidos de mi corazón… ¡Ah! ¡Qué momento! Hay que haberlo vivido para saber lo que es…».1
Muchos de nuestros lectores podrían preguntarse entonces: «Para mí, que no voy a ser sacerdote ni religioso, ¿qué interés tiene este Evangelio?». Observemos que Jesús hablaba a las «grandes multitudes» (Lc 14, 25) que lo acompañaban. Sus palabras, por tanto, se aplican a todos los que se declaran seguidores suyos, es decir, cristianos.
«Está, pues, fuera de toda duda —afirma un gran predicador al comentar este pasaje— que el llamamiento de Cristo a la perfecta abnegación de sí mismo va dirigido a todos los que quieran ir en pos de Él; y no en plan de simple invitación, sino de verdadero y riguroso precepto. […] Pero todos están obligados —sin excepción alguna— a aquella abnegación de sí mismos que sea indispensable para el perfecto cumplimiento de los deberes de su propio estado y condición».2
Sí, todos estamos invitados a hacer renuncias arduas, incluso dolorosas, para obedecer a Jesús. Y la fidelidad se vuelve más difícil cuanto más «normal» —según los criterios del mundo— parece la actitud que debemos evitar. Será a la hora de cerrar un acuerdo cuyas condiciones implican cierta deshonestidad, de abrir una aplicación en el móvil que manchará la pureza de nuestra vista, de planificar nuestro domingo con la posibilidad de perder la misa, al elegir un traje que atenta contra las reglas de la decencia cristiana…
En estos momentos, debemos pedirle fuerzas a Dios. Queremos ser discípulos de Jesús. Hagamos una breve oración a María Santísima, que nunca abandona a quienes confían en Ella, y demos el paso con decisión y generosidad, sin mirar atrás.
Notas
1 Santa Teresa de Lisieux. Manuscrito A, 69r.
2 Royo Marín, op, Antonio. La vida religiosa. 2.ª ed. Madrid: BAC, 1968, p. 459.