Todos… ¡menos uno!

Publicado el 11/17/2025

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El monumento representado en estas páginas cobra más sentido si se analiza desde la perspectiva de sus constructores. Invitamos, pues, al lector a un viaje a la Roma del año 93 d. C.

Por Júpiter, ¡qué buena idea tuvo Vipsanio Agripa al construir este templo! El Panteón: ¡qué majestuosidad, qué convicción, qué fuerza! Y, entre nosotros, qué golpe maestro. Agripa bien merece tener su nombre grabado en el pórtico.

Dignus Roma locus, quo Deus omnis eat —Roma es un lugar digno, adonde van todos los dioses a reunirse,1 cantaba el poeta Ovidio. Pues sí, y en ese panteón romano fue donde finalmente se firmó la tregua de los olimpos.

A pesar de su edad —nos encontramos ya a más de un siglo de su construcción—, esta joya aún refulge con jovialidad. El sol no ha quemado sus mármoles multicolores, sus puertas de bronce resisten la voracidad del tiempo y sus dieciséis columnas monolíticas, elegantes y poderosas como los brazos de nuestros atletas, sostienen una cúpula cubierta de láminas de plata.

Y su interior alberga una maravilla aún mayor. ¡Entremos! Entremos, que todos los ciudadanos romanos tienen derecho a ello. El suelo es maravilloso, con sus piedras pulidas reflejando el sol, que entra a raudales por una abertura de nueve metros de diámetro. La cúpula… He aquí, propiamente, un cielo de piedra. Con 43,5 metros de altura y 43,5 metros de diámetro, el techo forma una semiesfera perfecta, en recuerdo de la bóveda celeste.

Vista del interior del edificio del Panteón

Pero apartemos la mirada del cielo para dirigirla hacia los dioses. Ellos, como nosotros, se hallan en la tierra. Cada uno de los numerosos nichos acoge a una divinidad. Allí se encuentra Minerva criselefantina, madre del felizmente reinante emperador Domiciano. A su lado, Júpiter vengador amenaza con deshacer las nubes en rayos y a los mortales en pedazos. Venus, un poco más lejos, exhibe joyas asaz terrenales, pues pertenecieron a Cleopatra. Baco, en su rincón, ríe embriagado.

Antaño ostentaron nombres diversos —como Atenea y Zeus—, pero hay quienes también omitieron el cambio de registro y que, aun así, forman parte de ese comité intercontinental: la frigia Cibeles; la fenicia Astarté; el dios Atis; Baal, el infanticida sirio-fenicio; una comisión egipcia presidida por Osiris-Serapis, acompañado de su esposa, Isis; Mitra, el patrón persa de la luz; Adonis de Biblos; Tamuz; Malakbel de Palmira; Dushara, el árabe… y otros muchos númenes importados.

Esculturas de Júpiter, Atena y Baco

Como se puede ver, los asiáticos están de moda; eso fue, por cierto, lo que motivó unos días atrás el rezongo conservador y satírico de Juvenal: Iam pridem Syrus in Tiberim defluxit Orontes —Hace tiempo que el río sirio Orontes desemboca en el Tíber.2 Aquel día tuvo lugar en el Senado un debate digno de ser presidido por Marte. Pero triunfó la diplomacia. Es decir, la fe…

Aquí en el Panteón, no obstante, reina la paz, gracias al ingeniero que lo diseñó. Este círculo perfecto se construyó para evitar cualquier disputa entre los dioses: ninguno ocupa un puesto más elevado. Además, no hay un centro. El lugar hacia el que se vuelven está reservado solamente para los humanos. ¿Qué podemos hacer? Es la única forma de reunirlos a todos.

Todos… excepto uno. Uno que no se resignaría a esa condición de igualdad. ¡Es el Dios de los cristianos! Y cuando el otro día discutimos sobre la inmigración masiva de los dioses asiáticos, a este Jesucristo se le impidió la entrada. De hecho, nos constan al menos dos crímenes perpetrados por Él contra la sociedad de los hombres y la de los dioses: exclusivismo y radicalidad.

Exclusivismo: es proclamado como la única divinidad por sus secuaces. Si, por lo menos, se conformara con ser el primero entre los primeros, como Júpiter, aún lo toleraríamos. Pero ¡no! No es uno entre otros; es el único, repiten los cristianos.

Radicalidad: enseña la mansedumbre, la castidad, el desapego de los bienes terrenales, la fe en la vida eterna, la creencia en la resurrección final; lo peor de todo es que esa doctrina se traduce en obras. Si Él no predicara la continencia, los hedonistas lo adorarían; si su ley no tuviera una expresión práctica, los filósofos lo elogiarían; si no mencionara una resurrección, los estoicos creerían en Él.

Fachada del Panteón, Roma

La conclusión fue más que simple: Domiciano, nuestro augusto césar, decretó la persecución y la muerte de los cristianos. A menos, claro está, que abjuren de ese credo en favor de una postura más moderada. Moderación… es esencial. No tiene derecho de ciudadanía la religión que se cree la verdadera. No cabe en el Panteón un Dios único e infinito, sobre todo cuando trae consigo una moral.

*     *     *

He ahí los pensamientos que poblaban la mente de un patricio romano durante la segunda persecución contra la Iglesia Católica en el 93 d. C., año en el que, una vez más, los paganos constataron que esa religión no podía mezclarse con las demás. ¿En qué resultó todo eso? Siglos de sincretismo, más diplomático que sincero, se derrumbaron bajo la sangre de los discípulos de Jesucristo, y la prisión de antiguas y falsas deidades, que era el Panteón, cedió sus columnas a la iglesia de Santa María de los Mártires. El único Dios había vencido.

Pero ese romano, que existió bajo el nombre de Tácito, existe todavía hoy en el fondo, quizá de forma inconsciente, de quienes desean el regreso del Panteón y, por tanto, la ruina de la Iglesia. 

Notas


1 Ovidio. Fastorum. L. IV, v. 270.

2 Juvenal. Satira. L. III, v. 62.

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