Tres tiros

Publicado el 08/03/2022

El Doctor Iker era un sabio cirujano que habitaba en los Pirineos. En cierta ocasión, se le presentó un hombre con una herida en la pierna, causada por un arma de fuego. La llaga se llenó de gusanos, los cuales el experimentado médico intentó hacer desaparecer, pero todo esto fue en vano. El enfermo le dijo

Doctor, no pierda el tiempo que yo voy a morir con este terrible tormento.

Realmente hay algo de extraordinario en esto. Respondió el médico. A pesar de mi larga experiencia en la medicina, nunca estuve ante una enfermedad tan persistente. ¿En dónde le hicieron tal herida?

Como ya le dije otras veces, fue en España. Creo que llegó el momento de revelarle el porqué no voy a curarme.

En 1793, con tan solo veinte años, fui obligado a incorporarme al ejército siendo enviado a España, junto con dos amigos incrédulos como yo. Nos enorgullecíamos de nuestro ateísmo.

Durante el viaje, al atravesar una aldea nos deparamos con una imagen de la Virgen María. Con la finalidad de provocar “la superstición de los campesinos”, se nos ocurrió la infeliz idea de entrenar nuestra puntería contra ella. Tomás fue el portavoz de la idea, habiendo recibido el consentimiento de Francisco por medio de una carcajada. Tímidamente intenté disuadirlos de tal horror. Pero, riéndose de mi, Tomás preparó su fusil y disparó, impactando en la cabeza de la imagen. Luego siguió Francisco, quien acertó el disparo en el pecho de la misma.

¡Vamos, es tu turno! Me dijeron.

Temblando, apunté mi fusil en dirección a la imagen, cerré los ojos y disparé…

¿Y usted le dio en la pierna?  Preguntó el doctor

Exactamente en el mismo lugar donde tengo mi herida.

Una anciana campesina que presenció la escena nos amonestó “Ese acto que acaban de realizar les traerá mucho tormento”.

Si no lo hubiéramos impedido, Tomás habría dado a la anciana el mismo fin que dio a la imagen.

Continuando la marcha, alcanzamos nuestro regimiento y poco después estábamos delante del enemigo. Durante la batalla siempre me venía a la mente la figura de la Virgen. Después de una ardua lucha, vencimos y el coronel dispensó la tropa, cuando de repente se oyó un tiro de fusil viniendo por detrás de una roca y Tomás cayó por tierra. Intentamos levantarlo pero estaba ya sin vida… con una bala en medio de la frente. Francisco y yo nos miramos helados, dándonos cuenta que se trataba de un castigo de Dios.

Ya estando en el campamento no conseguimos dormir. Nos dominaba el miedo.

En la mañana siguiente entablamos nuevamente combate. Francisco se volvió a mí diciéndome:

¡Hoy es mi turno; feliz de ti que apuntaste mal!

Francisco no estaba engañado.

En esta ocasión, el enemigo se mostraba muy poderoso y tuvimos que batirnos en retirada. Francisco permaneció sin ninguna herida, cuando un disparo venido de una trinchera donde yacía un soldado, le atravesó el pecho de lado a lado. Rodando por tierra, desesperado pedía un sacerdote. Ninguno de los que estaban a su alrededor se movió para atender su pedido y así murió.

Yo esperaba el momento de pagar mi parte. Arrepentido, busqué en vano algún sacerdote para poder confesar mi sacrilegio. No encontré a ninguno. Poco a poco, mis temores se fueron disipando.

Al atravesar nuevamente la frontera de Francia, ya había olvidado mi crimen. Sin embargo, un tiro venido de en medio de nuestras tropas me hirió la pierna. La profecía de aquella vieja campesina se cumplió. Mis compañeros murieron y yo regresé herido.

La herida no era grave y mi cirujano diagnosticó que en poco tiempo estaría ya curado, pero para nuestra sorpresa, me salieron estos terribles gusanos que desde hace ya veinte años que los tengo, a pesar de haberme tomado todos los remedios y haber sido atendido por diversos médicos.

Pero no me quejo, pues esta herida ha sido un gran remedio para muchas almas, especialmente para la mía. Tengo certeza que si me salvo, como lo espero, lo deberé al hecho de tener esta terrible llaga.

Si dudo de mi cura, en nada dudo de la misericordia de aquella a la que ultrajé.

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