Inquietos esperaban fuera de la iglesia, mientras los minutos pasaban y pasaban. Intercambiaban risas burlonas, pero algo nerviosas. Mientras se sucedían minutos a minutos, sus miradas se dirigían de vez en cuando al interior del recinto. Finalmente, cuando apareció, sus risas se dieron paso a un silencio de asombro.
Hno Andrés Franco
Cierto día, un grupo de jóvenes conversaba divertidamente en un momento de esparcimiento que les dejaba el recreo durante las clases. Había sido muy tediosa la lección del padre superior, docente de religión, en que les había enseñado a los alumnos la importancia del sacramento de la confesión, con todos los pormenores: institución del sacramento por boca de Jesucristo, quién era el ministro de la confesión, cuáles eran los elementos para hacer una buena confesión, etc. Nuestro grupo de amigos hablaba en tono burlón, intercalando risas entre los comentarios más diversos:
—Tonterías para ancianos— decía uno.
—¿Quién cree actualmente en todas esas bobadas? — respondía otro.
—Yo jamás me he confesado, y nunca lo haré— añadía atrevidamente un tercero.
—Imagínense, ¡confesarse con otro pecador! Jajaja, qué absurdo…
—Como si ya no fuera suficiente que los mandamientos prohíban hacer todo, ahora toca confesarse al hacer algo “malo”.
—Sí. Qué mandamientos, qué confesión… Todo eso ya no vale nada.
Así se sucedían entre carcajadas los comentarios y burlas de este grupo de muchachos. Uno de ellos, el más mordaz de todos, quien se ufanaba de ser el líder del grupo, dijo:
—Tengo una idea—. Todos los demás lo miraron con interés, pues sabían que esas ideas siempre terminaban en algo divertido para todos. Él continuó:
—Pasado mañana es domingo. La iglesia estará abierta desde temprano. ¿Por qué no vamos todos allá y “nos confesamos”?
—¿Qué? — Le respondió uno. — ¿Quieres confesarte?
—No — dijo rápidamente. — Lo que quiero es que vayamos a decirle al padre cualquier tontería, cosas que no hayamos hecho, pero mostrando mucho dolor, a ver qué dice el cura. Así nos podremos reír de todos esos locos fanáticos que van a decir sus supuestos pecados.
—Yo no lo haré. Qué tal que termine confesándome realmente…
—Yo tampoco. No me gusta entrar a la iglesia.
—Sí, no queremos hacerlo.
—Está bien— repuso nuevamente el líder. —Ya que todos son unos cobardes, solamente yo lo haré. Pero vengan conmigo. Así verán cómo resulta graciosa la “confesión”.
La idea fue acogida por una carcajada general. Sería realmente divertido ver cómo un pobre curita era engañado y burlado por ellos, jóvenes inteligentes y enérgicos, convencidos a fuerza de razonamiento de lo absurdo del sacramento de la confesión, así como todo lo que enseñaba la Iglesia, considerado por ellos mentira y engaño.
Llegó el día fijado por el grupo para el encuentro. Todos se dirigieron a la iglesia principal, localizada en uno de los costados de la plaza principal. Mientras se dirigían allí, el temerario joven iba “ensayando” su obra teatral, diciendo con voz burlona lo que iba a decirle al sacerdote, secundado por sus amigotes, que se reían ruidosamente a cada ocurrencia de su compañero.
Llegaron por fin al pórtico de la iglesia, bello edificio, antiguo, dedicado a la Madre de Dios en su advocación de Auxilio de los cristianos, con hermosos vitrales y delicados decorados. Pero la vista del templo no fue suficiente para aquietar a los agitados jóvenes, sorprendidos momentáneamente ante el respetuoso silencio que imperaba en torno. Haciendo una mueca de que no hicieran ruido y que lo esperasen afuera, el líder de la banda se dirigió al interior del templo. Acababa de terminar la santa Misa. El joven se dirigió a la sacristía, donde el sacerdote se retiraba sus ornamentos. Era él un hombre maduro, que no debería tener más de 50 años. Aunque aún no era anciano, su rostro denotaba sabiduría y astucia, unidas a una bondad y humildad inmensas.
El joven se dirigió a él. A duras penas lograba contener la risa, pero el aspecto venerable del ministro de Dios le impuso respeto. Mirando a sus compinches, que le hacían gestos de apresurarse, pues querían ir a divertirse después de la burla, se animó a continuar la pantomima y le dijo al sacerdote:
—Padre, muy buenos días. Quisiera pedirle que me atendiera en confesión.
—Claro, hijo mío — Le respondió el sacerdote. —Aguarda un momento mientras preparo la estola. Espérame en el confesionario.
El muchacho se dirigió al lugar indicado por el padre, diciéndoles con gestos a sus amigos que todo iba bien y que esperaran. Una vez llegó al confesionario, se arrodilló a la espera del padre. Pudo escuchar la risa de sus amigos, que se burlaban de él por el gesto de estar arrodillado, pero, en fin, tenía que hacerlo, pues era parte de la broma. Por fin, el sacerdote se sentó. Abrió la puertecilla y pronunció la fórmula de la señal de la cruz.
—¿Hace cuanto tiempo que no te confiesas? — Le preguntó el sacerdote. El muchacho no supo cómo responder al principio, pues después de su primera comunión nunca se había vuelto a confesar, y eso ya hacía muchos años. Le contestó:
—No recuerdo, padre. Tal vez hace unos meses—. La mentira le causó gracia y soltó una risita, pero se calló enseguida, para no crear sospechas del padre.
—Está bien. ¿Cuáles son tus pecados?
—Padre, ayer me comí dos trozos de carne en el almuerzo. Pequé de gula— Le dijo el joven, casi sin poder aguantar la risa.
El padre miró un poco sorprendido al joven, pero lo invitó a continuar.
—También le dije a mi profesor que era muy bueno. Dije una mentira.
—Continuó el muchacho. El sacerdote permaneció en silencio. El joven continuó, con cierto embarazo:
—Eh… También pensé que había tarea un día, pero no había. Tuve un mal pensamiento, padre…
El sacerdote preguntó:
—¿Es todo, hijo mío?
—Eh, sí, padre… — Le contestó el joven. No sabía qué más decir, pues de repente su burla perdía sentido para él, pero no quería desilusionar a sus amigos, así que decidió seguir adelante.
— Pero estoy muy arrepentido por mis pecados, padre. No sé si pueda perdonarme tantos y tan graves pecados… Lo decía haciendo ademán de llorar.
El sacerdote, que no era ningún tonto, se había percatado desde el principio de la mala intención del muchacho. Pensó un poco y le dijo:
—Hijo mío, no tienes por qué preocuparte. Dios nos perdona todo, pero debemos tener en cuenta que cada pecado que cometemos hace que ofendamos a Jesucristo, que nos redimió en la Cruz, muriendo por amor a nosotros. Es como si con cada pecado que tanto sufrimiento y dolor le causa, rechazáramos ese sacrificio redentor. Eso es muy triste. Bien, como penitencia, antes de darte la absolución, haremos algo inusual. Debes hacer algo que te diré, para mostrar tu arrepentimiento.
—¿Qué, padre? ¿Qué puedo hacer para que todos mis pecados sean perdonados? .Respondió el joven, siempre en el mismo tono de falso lamento.
—Te pido que vayas a la capilla lateral. Allí encontrarás un crucifijo. Debes pararte en frente de él y decirle diez veces en voz alta: “Tú moriste por mí, pero eso a mí no me importa”.
—Solo eso, ¿padre?
—Sí. Vuelve aquí después de decir esas palabras diez veces y te daré la absolución.
Intrigado pero dispuesto a llevar hasta el final su cometido, el muchacho se levanta del confesionario y mira hacia la entrada, donde sus amigos le hacen señas. Él les dice que esperen en silencio, que todo va muy bien, lo que causa risas en el grupo. Se dirige entonces hacia la capilla donde se ubicaba el crucifijo. Éste era hecho de madera, muy bello, y la imagen de Jesucristo era especialmente expresiva. El joven, sin embargo, no se fijo en los detalles y comenzó a decir burlonamente, en tono insolente:
—¡Tú moriste por mí, pero eso a mí no me importa!
Se dio cuenta de lo fácil que habían salido las palabras de sus labios. Se dijo que no sería difícil concluir la “penitencia” y aprovecharía a narrar este hecho a sus amigos, que lo encontrarían tan gracioso como él. Continuó entonces:
—Tú moriste por mí, pero eso a mí no me importa!
Curioso. El Crucificado le pareció entonces muy llamativo. Se dio cuenta de los numerosos detalles con los que estaba fabricado. Pensó que era realmente bello. Pero rápidamente apartó esos pensamientos. “Estoy divagando. Mejor acabemos con esta payasada”, se dijo. Dirigió su mirada al rostro del Cristo, representado muerto, pero que parecía vivo, tan expresivo que era. Dijo, aunque pudo notar que su voz salió menos firme que antes:
—Tú moriste por mí, pero eso a mí no me importa.
“No me importa. Sí, no me importa… ¿En realidad no me importa? Jamás presté atención en eso… Me importa mi felicidad, mi mundo, mis amigos… ¡Yo me importo! ¿Qué me puede importar que Jesús haya muerto? No tiene nada que ver conmigo”. No estaba seguro si ese pensamiento era suyo. Nunca se había detenido a pensar en esto tan profundamente como ahora. Siguió adelante.
—Tú moriste por mí, pero eso a mí no me importa.
Qué duras sonaban ahora esas palabras… El muchacho empezaba a sentir algo que no sabía explicar en su interior, algo que nunca había sentido. Era como un dolor, pequeño pero concentrado, en su corazón. Él no había visto a nadie morir, pero sabía que había seres que, si morían, a él le importaría mucho… “Jesús murió por mí” se dijo, “debería importarme”. Pero ¿por qué debía importarle? ¿Jesús era alguien valioso para él? “A Él lo condenaron siendo inocente. Eso es terrible. ¿Por qué lo condenaron si no había hecho nada malo?”
—Tú moriste por mí… pero eso a mí no… no me importa.
5 veces. Ya había dicho la frase 5 veces. Le vino a la memoria una clase de religión en la que el sacerdote les contaba que Pedro, uno de los apóstoles, había negado 3 veces a Jesús. ¡3 veces! Ojalá el padre solo le hubiera pedido decir 3 veces esta frase. No hubiera sido difícil superar la prueba. Pero ahora estaba siendo realmente difícil. Y le faltaban otras 5. “No puedo, no puedo seguir…” se dijo, pero pensó enseguida: “pero ¿qué digo? ¡No puedo renunciar ahora! ¿Qué dirá el padre? ¿Qué van a decir mis amigos?” Miró fijamente al crucifijo. Sintió algo, como compasión. Alguien que sufre tanto como Él sufrió no puede dejar indiferente a nadie. Algo similar a una oración intentó salir de sus labios, pero no, no podía, no era coherente con sus principios de vida que él mismo se había impuesto. No necesitaba de oración, eso se había dicho siempre. No iba a ser ahora que rezaría… Siguió:
—Tú moriste por mí… pero eso a mí no me importa.
“¿No me importa? ¿No me importa?” Sus propias palabras empezaron como que a hacer eco en su corazón. Se dio cuenta de lo que estaba diciendo, por fin. Entendía el sentido de sus palabras. Su vida entera era una proclamación de eso que era la máxima que guiaba su existencia: ¡no me importa! “Al menos hasta ahora no me importaba, pero…”¿Tú moriste… Tú moriste… por mí…
Cómo le costaba ahora decirlo. Las palabras salían de sus labios muy lentamente, como si cada palabra pasara por su mente y por su corazón, y le hacía preguntarse si era cierto lo que decía. Nuevamente se interrogó a sí mismo: “¿En realidad no me importa?” Y se dio cuenta de que sí le importaba.
—Pero eso a mí… no… no…no me importa.
El poder de las palabras. Cómo lo entendía ahora. La recriminación de su conciencia por sus actos malos por fin se fundía en una sola expresión. Su vida moral, sus principios, todo se solidificaba en esa oración que por octava vez salía de sus labios.
—Tú moriste por mí, pero eso a mí no me importa…
La iglesia estaba vacía. Solo estaban dentro él y el sacerdote que esperaba atento en el confesionario a que terminara su “penitencia”. Sus amigos, ¿seguían ahí? No podía verlos desde donde estaba, ni oírlos. Ellos a él no lo oían tampoco. El padre sí lo oía, seguro. Pero a pesar de estar solo, sentía que había alguien más oyéndolo. Y así era. Cristo lo oía, en la muda imagen que tenía al frente, y que le parecía más viva que nunca. No lo veía moverse ni respirar, pero sentía que lo que él decía, Jesús lo oía, y eso le dolió en su interior. Se imaginó el decirle a alguno de sus padres, a su madre a quien tanto quería, a su padre que tanto respeto le inspiraba, lo que estaba diciéndole al Señor en ese momento, que ellos trabajaban, sufrían, se sacrificaban por él pero que a él no le importaba. No era cierto; aunque muchas veces fue irrespetuoso e ingrato con ellos, valoraba en el fondo de su corazón todo lo que ellos hacían por él. ¿No era demasiado injusto que no valorara el que Dios mismo quisiera morir por él? ¿No era demasiado duro decirle que todo ese sufrimiento a él no le importaba?
Esta vez las palabras salieron con una grandísima dificultad. Sentía un nudo en la garganta, que no dejaba pronunciar bien las palabras.
—Tú… moris… moriste por mí…
Unas lágrimas brotaron de sus ojos. No pudo evitarlo. Sentía dolor, no físico, sino de alma.
—Moriste por mí… pero eso a mí… no me importa.
Lo que pasó en seguida no pudo entenderlo inmediatamente. A su mente vinieron imágenes muy claras de su vida pasada, imágenes que se habían borrado por completo. Se veía a sí mismo arrodillado en esa misma iglesia unos años antes, para recibir la primera Comunión. Recordaba también el catecismo, las lecciones del sacerdote, cómo les mostró que Jesús amó tanto a los hombres que se entregó a sí mismo como alimento y sacrificio. ¿Cómo había podido olvidarlo? Recordó a sus amigos que hicieron la primera Comunión con él ¿No habían sido esos los momentos más felices que habían tenido? Su corta vida había sido un continuo olvidar esas gracias, pero no podía olvidar esa felicidad y la había buscado donde no estaba. Ahora lo entendía.
Le faltaba una más. Una muestra más de apatía y de frialdad a Aquel que murió en la Cruz para salvarlo.
—Tú moriste…. Tú moriste por mí… pero… es…eso… eso a mí… no… no me… no…
No pudo concluir. Cayó de rodillas sollozando, las lágrimas caían abundantes. Miraba a través de sus lágrimas el rostro de Cristo ya muerto en la Cruz, que murió para redimir al género humano y que, lo sabía ahora, lo habría hecho por él solamente si fuera necesario. Pedro lo había negado tres veces, él le mostró su indiferencia tres veces más. ¡Qué infiel había sido! En su alma surgió como una fuente abundante un sentimiento que nunca había experimentado: arrepentimiento. Se arrepentía de sus pecados, de haber rechazado el sufrimiento de Cristo, de haberse burlado de la Iglesia, de los sacramentos, de la oración. No habían pasado veinte minutos desde que había entrado a la iglesia con intención de hacer una burla de la confesión y solo decir unas palabras unas cuantas veces había bastado para hacer salir de su corazón duro una luz. El camino de la gracia, maravilloso y misterioso, se había finalmente abierto. Llorando todavía, dijo:
—Jesús, Tú moriste por mí y quiero que me importe.
Inquietos esperaban sus amigos fuera de la iglesia, mientras los minutos pasaban y pasaban. Intercambiaban risas burlonas, pero algo nerviosas. Mientras se sucedían minutos a minutos, sus miradas se dirigían de vez en cuando al interior del recinto. Finalmente, cuando apareció su líder, sus risas se dieron paso a un silencio de asombro. No podían creer lo que vieron. Apareció bañado en lágrimas, sollozando, pero caminando con paso firme hacia el confesionario, donde lo vieron arrodillarse nuevamente.
El joven lloraba todavía. El padre se sonrió. Entendió lo que había pasado.
—Bien, hijo mío. ¿Cumpliste la penitencia?
—Padre, quiero confesarme, pero esta vez de verdad.
—¿Qué pasó para que decidieras eso?
—Padre, yo tenía la intención de burlarme de la confesión. Pensaba que era una tontería, pero ahora entiendo que era yo el que estaba equivocado. Jesús tiene que saber que sí me importa que Él haya muerto por mí.
—Bien, hijo mío. Él lo sabe. Él sabe que tú quieres cambiar de vida, aunque hasta hace poco solo querías burlarte de algo tan sagrado como es el sacramento de la confesión. Pero Él te perdona, perdona todas tus culpas. Ya las perdonó en la Cruz, y por eso puedes venir aquí ahora a confesarte y recibir su perdón. ¿Entiendes por qué te dije que hicieras eso? Tu corazón estaba endurecido, pero fue ablandado ante tus propias palabras, que te mostraron cuán ingrato habías sido. Confianza, hijo, confianza. ¿Cuáles son tus pecados?
La confesión fue larga. El sabio sacerdote intercalaba las palabras del joven con bellos consejos espirituales, apropiados a cada situación. A cada pecado que confesaba, sentía que su alma se hacía más liviana, sentía que podía respirar con mayor facilidad. Cuando finalmente concluyó el joven, el padre le dijo:
—¿Ves cómo Dios ejerce su misericordia infinita? La confesión es un sacramento impresionante. Vas a salir de aquí con el alma más pura que el día de tu bautismo. Debes pedirle a Dios gracias para no pecar más. Y siempre recuerda la gracia que recibiste hoy aquí.
—Padre, antes, mientras decía las palabras que usted me indicó, me vino a la memoria la negación de Pedro que nos enseñaron en clase de religión. Yo negué a Jesús también…
—Es muy bonito que justo hoy te haya pasado eso. El Evangelio de la Misa de hoy trata precisamente del momento en que Jesús le pregunta a San Pedro tres veces si lo amaba, para reparar esas tres negaciones con las que lo había traicionado. ¿Tú amas a Jesús, verdad?
—Sí, Padre, lo amo con todo mi corazón.
—No tendrás que repetir nueve veces esto para reparar las nueve veces que le dijiste que no le importaba su muerte por ti, pues tu corazón afirma ese amor con sinceridad, y eso basta para que Él te perdone completamente. Ahora te daré la absolución. Como penitencia, dirígete a la imagen de la Virgen Santísima que está allí. Rézale tres Avemarías, para que Ella te ayude a caminar siempre en el camino del bien.
El joven recibió la absolución y el padre lo acompañó al lugar donde se encontraba la imagen de la Santísima Virgen, Auxilio de los cristianos. Salió el joven de la iglesia, donde habló con sus amigos de lo que le había pasado. Algunos asombrados se fueron con él, otros se burlaron y se fueron por otra parte.
¿Qué pasó con el joven después de esto? No lo sabemos. Nuestra historia concluye aquí. Verídica o no, ella puede darnos mucho en qué pensar y muchas lecciones para nuestra alma. No mencionamos a propósito ni el lugar ni los nombres de los personajes, puesto que esta historia puede ser aplicada a cada uno de nosotros, puede haber sucedido o podría suceder con cualquiera.
Estimado lector, ¿a usted le importa que Jesús haya muerto por usted? ¿O será que no le dirá usted, no con palabras, sino con sus obras que “eso no le importa”?
Pidamos a María, Auxilio de los cristianos, que abra nuestros ojos y ablande nuestro corazón, para que veamos con claridad el sufrimiento que compró nuestra redención y lo amemos. ¡Que esa muerte salvadora nos importe!