
Era la gracia carismática de la estigmatización que Dios le concedía en beneficio de los demás. Atrayendo hacia sí, miles y miles de devotos que se acercaban a verlo, pedir consejo, confesarse o para obtener un milagro.
En 1968, el Padre Pío cumplió 50 años de sus estigmas. Cinco décadas de sacrificio. Cinco décadas de amor y de entrega. Ese marco atrajo una multitud a San Giovanni Rotondo.
Visiblemente debilitado, con voz débil y vacilante, San Pío presidió aquella que sería su última misa. Sorprendidos, algunos repararon que los estigmas
habían desaparecido completamente de sus manos. Su misión había terminado, y el ya podía decir como San Pablo:
“En cuanto a mí, estoy a punto de ser inmolado y el instante de mi liberación se aproxima. Combatí el buen combate, terminé mi carrera, guardé la fe. Me queda ahora recibir la corona de la justicia, que el Señor, justo Juez, me dará en aquel día…”(II Tim 4:6-9)
Al final de la misa, el anciano fraile desfalleció. Uno de sus hermanos capuchinos le dio amparo, impidiendo que cayese al suelo.
Horas después, el santo reunió sus últimas fuerzas para despedirse de sus hijos, saludando con un pañuelo. El pueblo lo aclamó como un gesto de cariño.

El cuerpo de San Pío fue colocado en una caja de acero cubierta con un cristal, para permitir que el pueblo lo viese.
Al día siguiente, San Pío murió de la misma forma que vivió: rezando. A las 2:30 de la madrugada del día 23 de septiembre, partió invocando el nombre de Jesús y María, a quienes tanto amó.
Tomado del libro El Padre Pío, un ángel sin alas, pp. 44-45