Muchos contemporáneos se preguntan en quién confiar, hartos de desilusiones en el trato con los demás. Pero junto a cada uno de nosotros existe alguien que sólo piensa en favorecernos.
Cada día aumentan las cartas, llamadas y mensajes de personas que acuden a las oraciones de los Caballeros de la Virgen por sentirse desoladas, abandonadas e, incluso, traicionadas por quienes les debían dar más apoyo y solidaridad. Se trata, a veces, de personas unidas por los fuertes lazos de la naturaleza las que defraudan y hieren los corazones de sus más cercanos.
Una frase en una de las últimas cartas resume la situación de tantos otros remitentes: “Ya no tengo en quien confiar”.
Realidad tan cruel mueve a compasión… El principal remedio es la oración, no cabe duda, pero ¿habrá algo más que pueda hacerse por los hermanos y hermanas que padecen esta situación dramática y tan esparcida? Lo ideal sería que cada uno pudiera tener un fiel consejero siempre a la mano, que por pura amistad los orientara, los consolara, los reanimara. Un amigo de verdad en quien depositar toda su confianza.
Algo así parece una quimera, un problema sin solución, al menos en términos humanos. En efecto, ¿dónde encontrar a tantas personas así?
Sin embargo, si miramos hacia atrás, al tiempo dorado de la infancia, cuando nuestras madres nos ayudaban a rezar las primeras plegarias, tal vez recordemos a alguien que sabíamos estaría siempre al lado nuestro, al que llamábamos “dulce compañía”. Una figura a la que tal vez recurrimos mucho, pero luego dejamos olvidada en algún rincón de nuestra niñez.
Quiero, pues, tomarme la libertad de recordar al lector la existencia de un amigo invisible pero siempre presente, constante y fiel junto a nosotros, poderoso y amable a la vez, que contempla a Dios sin nunca dejar de cuidarnos: el Ángel de la Guarda.
Él quiere nuestro bien
Todo ser humano, desde el comienzo de su vida hasta el momento en que pasa a la eternidad, cuenta con la protección e intercesión de un ángel designado por Dios para guiarlo, cuidarlo y orientarlo constantemente. Así, cada uno de nosotros tiene un ángel de la guarda.
Quizás todos aprendimos, en casa o en el catecismo, la clásica oración: “Ángel de mi Guarda, dulce compañía, no me desampares ni de noche ni de día, ni en la hora de la muerte. Amén”. Probablemente también haya salido de nuestros labios, más llena de admiración que de duda, la pregunta: “¿De verdad tengo un ángel que me cuida por mandato de Dios?”
Es verdaderamente admirable que poseamos un ángel con la misión específica de favorecernos en todo lo concerniente a nuestra salvación eterna, pero esa es la realidad. Dios
“los ha hecho mensajeros de su desinio de salvación”, afirma el Catecismo de la Iglesia Católica (n. 331). Y dice la Carta a los Hebreos: “¿Es que no son todos ellos espíritus servidores con la misión de asistir a los que han de heredar la salvación?” (Heb, 1, 14).
“Grande es la dignidad de las almas –exclama san Jerónimo– cuando cada una de ellas, desde la hora de su nacimiento, tiene un ángel encargado de su custodia”. Es muy reconfortante saber que un ser superior a nuestra naturaleza está continuamente a nuestro lado; que él, espíritu puro, se mantiene en la incesante contemplación de Dios al mismo tiempo que vela por nosotros; que quiere nuestro bien y su objetivo es llevarnos a la felicidad perfecta e interminable del Cielo.
Cuando caemos en cuenta de la presencia de este custodio incomparable, establecemos con él una amistad firme e íntima, tal como la describe el gran escritor francés Paul Claudel: “Entre el ángel y nosotros existe algo permanente. Hay una mano que no suelta la nuestra ni siquiera cuando dormimos. Sobre la tierra donde nos encontramos compartimos el pulso y el latido del corazón de ese hermano celestial que habla con nuestro Padre”.
Si tuviéramos más confianza en este protector celestial, en este buen amigo que nunca falla aunque nos alejemos de él por nuestra mala conducta, seríamos capaces de recobrar la paz y el equilibrio que tanta falta nos hace.
Ellos están a nuestro lado, incansables, solícitos, bondadosos.
La Bienaventurada Hosana Andreasi, de Mantua (Italia), tenía seis años de edad cuando sintió el gusto de pasear por la orilla del río Po, fascinada con la belleza del panorama. Un día, estando sola en ese lugar, vio aparecer repentinamente frente a sí a un hermoso joven, alto y fuerte, que antes no conocía. Sorprendida, pero no amedrentada, escuchó la voz clara, suave y firme del recién llegado: “La vida y la
muerte consisten en amar a Dios”. Su sorpresa aumentó cuando el “joven” la levantó del suelo y añadió mirándola directamente a los ojos: “Para entrar al Cielo debes amar mucho a Dios. Ámalo. Todo lo creó para que las personas lo amen”. Éste fue el primero de los numerosos encuentros que tuvo Hosana con su Ángel de la Guarda hasta su muerte en 1505.
Casos como este, de un estrecho vínculo con los ángeles, no son nada raro. Por ejemplo, santa Gema Galgani (1878-1903) disfrutó la constante compañía de su ángel protector, con quien mantenía un trato familiar. El espíritu celestial le concedía toda clase de ayudas, incluso llevando sus mensajes a su confesor en Roma.
Todavía más cerca están los episodios sucedidos con san Pío de Pietrelcina (1887-1968), gran impulsor de la devoción a los Ángeles de la Guarda, y que recibió en distintas ocasiones los recados de ángeles guardianes de personas que, a la distancia, requerían alguna ayuda suya.
El Beato Juan XXIII, otro gran devoto de los ángeles, solía decir: “Nuestro deseo es que aumente la devoción al Ángel Custodio”. Nuestros ángeles de la guarda están junto a nosotros, incansables, solícitos, bondadosos, listos para ayudarnos en todo, incluidas nuestras necesidades materiales, pero especialmente para darnos los bienes espirituales, ayudándonos a caminar en la vía de la virtud.
Los otros ángeles…
A demás de los ángeles de la guarda, otros espíritus angélicos rondan en la tierra con extremado interés en nosotros… y nuestra perdición: son los demonios, ángeles caídos que otrora formaron parte de la corte celestial. Cuando se rebelaron contra Dios, comenzaron a trabajar con un objetivo diametralmente opuesto al que habían sido llamados. Su único y obsesivo afán es hacernos perder la posibilidad de contemplar a Dios por toda la eternidad. Esto lo hacen por odio a su Creador, cuyo
plan para la humanidad desean destruir, y por envidia al género humano, ya que somos capaces de alcanzar el gozo eterno que ellos perdieron para siempre. Si tanto nos persiguen los demonios, ¿por qué no recurrir al ángel de la guarda en busca de protección? Ciertamente, crecer en la relación con él significará estar más defendido de los espíritus malignos y recibir más ayuda en la lucha contra las tentaciones. Decía san Juan de la Cruz: “Los ángeles, además de llevar a Dios nuestras noticias, traen los auxilios divinos a nuestras almas y las apacientan como buenos pastores […] defendiéndonos de los lobos, que son los demonios, y nos amparan”. Si nos confiamos por entero a nuestros ángeles de la guarda, no debemos temer a los demonios. A fin de cuentas, estos últimos nada pueden contra el poder de aquéllos.
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Estimado lector, quiera Dios que estos pensamientos, tomados de la Revelación y del tesoro de la Santa Iglesia, puedan acercarnos más a esos fieles amigos celestiales, consolándonos y animándonos, y también aumentando nuestra voluntad de conocerlos ya sin los sagrados velos de la fe cuando los encontremos allá arriba, en el Reino de los Cielos.