En su silencio milenario y misterioso, los 7,000 guerreros de terracota del emperador Qin Shi Huangd parece que nos sugirieran, ante la inexorable llegada de la muerte y del Juicio divino, que de nada vale el más poderoso de los ejércitos
En 1974 las fértiles tierras de Xi’an, en la China, revelaron al mundo un espectacular secreto escondido hace más de dos milenios: cuando algunos campesinos estaban haciendo un pozo para irrigación descubrieron una cabeza de cerámica muy bien elaborada. Excavaciones posteriormente realizadas durante varios meses trajeron a la luz, uno tras otro, a numerosos soldados de terracota minuciosamente tallados, dispuestos en perfecto orden de batalla.
Los atónitos arqueólogos constataron que se trataba de una “fuerza militar” compuesta por varios mIles de estatuas, creadas para servir de guardia al fundador del Imperio Chino… ¡en el otro mundo!
Un emperador insaciable de poder y de gloria
Narran las crónicas que el emperador Qin Shi Huangd subió al poder en el 246a.C.,con tan sólo 13 años de edad. Pasó el resto de su vida combatiendo, empeñado en unificar gran parte de lo que constituye hoy la actual China. Señor de guerras, estratega inflexible y cruel, aplastó con sus tropas a los ejércitos de seis países adversarios.
Administrador eficiente y capacitado, estandarizó monedas, pesos y medidas, construyó incontables carreteras e incluso llegó a idealizar el primer boceto de la Gran Muralla China.
Sin embargo, insatisfecho con sus magníficas realizaciones, Qin deseaba aún más: construyó un segundo imperio… para después de su muerte. Durante años estuvo preparando cuidadosamente todo lo que debería acompañarle en su viaje a la eternidad.
Así, su tumba estuvo custodiada por una de las más belicosas “cortes” de la Historia, compuesta por 7,000 guerreros y súbditos: generales, arqueros, soldados de infantería y caballería, músicos, bailarines, magistrados e incluso acróbatas… todos modelados en arcilla.
Para formar esta cantidad de elementos fueron necesarios 36 años y un contingente de unos 700,000 trabajadores, pues los trazos de las fisonomías, del peinado y de las ropas de cada individuo fueron reproducidos con tal exactitud que parece que no existen dos figuras iguales en este ejército de terracota. Tal es la diversidad que sorprende y maravilla a los arqueólogos.
Inanidad de las cosas de este mundo
En sus perennes enseñanzas, el Libro del Eclesiastés contiene algunas de las más bellas y sabias páginas escritas sobre la inanidad de las cosas de este mundo y los ilusorios frutos del esfuerzo humano.
Vanitas vanitatum, dixit Ecclesiastes, vanitas vanitatum et omnia vanitas (Vanidad de vanidades, dice el Eclesiastés, pura vanidad y ¡nada más que vanidad!), se lee en las primeras líneas de este libro (Qo 1, 2). Pues ante el irresistible avance del tiempo, ¿qué son los placeres, las propiedades, las riquezas, los títulos, las dignidades y las honras? Por ellos mismos, no pasan de ser tierra y polvo, estupidez y locura, destinados a perecer en los oscuros dominios del olvido y de la muerte.
Ante la soberana y majestuosa figura de la eternidad, prestigio y poderes terrenales, fama y glorias humanas, se evaporan fugaces, como la neblina matutina desaparece con los primeros rayos del sol. Sic transit gloria mundi (Así pasa la gloria del mundo), sentencian los antiguos.
Y en su silencio milenario y misterioso, el emperador Qin Shi Huangd y sus 7,000 guerreros de terracota parece que nos sugirieran, ante la inexorable llegada de la muerte y del Juicio divino, que de nada vale el más poderoso de los ejércitos…