Durante décadas, en la sobriedad y el silencio de su alma, el Dr. Plinio conservó toda la veneración que sentía por Doña Lucilia. Hasta que el afecto entusiasta de un hijo, engendrado según la ley del espíritu, pudo discernir el lumen de su alma y convertirse en el abanderado de su figura.
Plinio Corrêa de Oliveira
En la Historia, hay almas especialmente amadas por Dios, a quien Él pide grandes sacrificios, uno de los cuales es morir sin haber visto el resultado de aquello que hicieron.
A estas almas, sometidas a tan largas esperas y grandes perplejidades, la Santísima Virgen, a veces les obtiene favores de Dios que las reconfortan, en forma de presentimientos proféticos.

Doña Lucilia con Plinio en los brazos
En una expectativa serena…
Se veía que Doña Lucilia esperaba algo de la vida, no en el orden del placer o de la realización personal, sino una cierta reciprocidad de mentalidades, de afinidad de pensamientos, de temperamentos, de modos de ser. Su temperamento estaba ávido de abarcar un amplio afecto, una amplia consonancia con un enorme número de personas. Sin embargo, la Providencia no le dio eso. Mi madre tenía el deseo de hacer el bien a innumerables jóvenes a los que, por diversas razones, no conocía. Este amor estaba muy centrado en mí, en mi hermana, la nieta y el biznieto, pero con algo que iba mucho más allá.
Llegó con esta expectativa al final de una larga vejez, tranquila, un tanto triste, pero de una tristeza luminosa, noble, sin agitación, sin histerias ni angustias. Caminaba hacia las sombras de la muerte con total serenidad y en el fondo con la certeza de que eso un día llegaría.
…sustentada por una confianza
Debido a las circunstancias inherentes a una familia poco numerosa, cuyos miembros estaban absorbidos por las preocupaciones contemporáneas, mi madre pasó largos periodos de soledad hacia el final de su vida, especialmente tras la muerte de mi padre.
Cuando sufrí la crisis vertiginosa de la diabetes1 y la consiguiente intervención quirúrgica en el pie con el inicio de gangrena, se produjo un derrumbe de mis resistencias, minadas por la enfermedad, pero también por disgustos y problemas trascendentales aplastantes. Todo ello me dejaba en un estado de marcada fatiga, por lo que me resultaba muy difícil mantener conversaciones largas, y hablar con ella requería un gran esfuerzo porque tenía la audición y la vista muy mermadas.
Es comprensible que no pudiera hacerle compañía. Por eso, durante mi convalecencia, sólo la dejaba entrar en mi habitación una vez al día, por la noche, justo antes de acostarse. En esas ocasiones, así que llegaba, la colmaba de agrados y gentilezas.

Habitación del Dr. Plinio. Arriba, el Dr. Plinio en 1967
Estaba confiada a una enfermera, que cumplió con competencia un mero servicio profesional, pero sin el afecto propio de un hijo.
Durante el día mi madre pasaba horas en el comedor, sola, tomando el sol. Incapaz de leer un libro ni escuchar música, puede imaginarse sus soliloquios. Debía de ser un final de vida muy triste para alguien que realmente sufría la soledad, caminando contra el viento durante 92 años.
Incluso en esta hora extrema, fue sustentada por una confianza heroica, de modo que nunca perdió la certeza de obtener lo que anhelaba. Por eso, en el fondo, en medio de ese sufrimiento, mamá tenía esta idea: “Al final, algo se hará realidad”. Tengo la impresión de que ella presentía que sus hijos vendrían en gran cantidad. De hecho, vinieron después de su muerte, pero ella los esperaba en vida y eso la animaba.
Una mirada que dejaba transparecer la constancia de toda una vida
Todo eso podía notarlo en sus ojos. Soy muy sensible a las miradas, porque dicen más que las palabras. Así, en ellos, varias veces la contemplaba ora acogedora, ora risueña; seria, pensativa en tal circunstancia; afable, acariciante en otra. Su mirada sufriente era una síntesis de todas las demás y la que más me conmovía.
Cuántas veces la comparé con la llama de una lamparilla, cuya discreta llama se muestra en proporciones variadas, a la manera de expresiones fisonómicas. A veces es triunfante, alcanzando la plenitud de sí misma; a veces se encoge y se vuelve casi tan pequeña que dan ganas de advertirle: “¡Cuidado, te vas a apagar!”. Pero después renace y se muestra tranquila, estable, normal durante toda la noche. De vez en cuando, un estallido. Es un “dolor”, un “sufrimiento” que engendra una chispa con una vida efímera, que se eleva en el aire desapareciendo. La llama permanece impávida en su prisión y en su trono, en su gloria y en su dolor, en su recinto rojo de cristal dentro del cual brilla junto al aceite, que es el afecto del que se alimenta.
De hecho, como la lamparilla ardiendo junto al Corazón Eucarístico de Jesús presente en el sagrario, así fue mamá a los pies de las imágenes del Sagrado Corazón de Jesús y de Nuestra Señora de las Gracias. Y en el torbellino de mi vida, ella era, en la oscuridad, la llama que no se apagaba, una luz continua que brillaba, siempre ella misma.
Yo pensaba: “Yo conocí todo esto, pero no sé si seré capaz de describírselo a alguien, porque quien no lo ha visto no sabe realmente lo que es, y no hay descripción que pueda dar una idea exacta de ello”.
“¡Sus amigos son muy atentos y considerados conmigo!”
No se me ocurría pensar que sería llamada a desempeñar una misión post mortem2 con los miembros de nuestro Movimiento. Aunque varios de ellos le habían mostrado atenciones y amabilidades, dejando entrever que habían notado en ella algo de lo que yo veía, la actitud de otros me hacía suponer que moriría sin ver cumplidos sus anhelos maternales.
En los últimos meses de su vida, mi casa empezó a ser frecuentada por los miembros más jóvenes del Grupo que venían a visitarme durante mi convalecencia. Así que empezó a entablar contacto con ellos, recibiéndoles en la sala de visitas, el “Salón Azul”, donde conversaban.

Rosario y libro de oraciones de Doña Lucilia
No acompañé esas visitas muy de cerca porque estaba en cama y mi habitación estaba lejos de la sala de visitas. Era consciente de la presencia de algunos de estos jóvenes allí que, cuando venían a visitarme, la saludaban. Pero pensé que sólo eran esos antiguos saludos formales: “Señora, buenas tardes, ¿Cómo está?”. Así que no le di importancia.
Sin embargo, me llamó la atención cómo, mientras recorría el pasillo en su silla de ruedas para hablar conmigo y luego continuaba hacia su aposento, su cuerpo estaba más erguido y ella mucho más animada que antes. Pensé: “Quizá sea porque sabe que estoy fuera de peligro y eso le da alivio, un cierto ánimo”.
Más tarde, me enteré de la inmensidad de agrados que le hacían, de las flores que le llevaban, de las conversaciones que mantenían, de cómo les invitaba a tomar el té y de todo lo que les contaba sobre mi pasado. Cuando vemos las fotografías que se hicieron de ella en aquella época, por ejemplo, la que dio origen al “Quadrinho” 3, aunque se nota una cierta tristeza, está más animada y alegre. Más de una vez, mamá me dijo muy complacida: “Tus amigos tienen conmigo una atención y consideración como nadie”. Veía que esos encuentros le producían una gran satisfacción porque, aunque no tenía la fuerza de expresión necesaria para hacerlo explícito, podía ver en ellos un factor en la línea de lo que siempre había esperado en la vida, que no encontraba en otras personas.
No podía imaginar que la fuente de la que brotaría el apostolado suyo se encontraba en este punto en el que todo parecía tender a su fin. Mientras mi actitud era de total sobriedad, guardándolo todo dentro de mi alma, con mucha veneración, pero en silencio, sin comentar nada, allí estaba burbujeando algo del futuro.
El afecto entusiasmado de un hijo
De hecho, en esas ocasiones mi madre conoció a alguien que fue el primero en enarbolar —con la libertad que no tiene un hijo— el estandarte de su figura: mi querido João4. Absolutamente no me hacía idea, de hasta qué punto él había sido el elemento motor del movimiento de cariño y respeto que la rodeó en sus últimos meses de vida, durante mi enfermedad. Era el afecto entusiasmado de un hijo que, según la ley de la carne, ella no tuvo, pero que, según la ley del espíritu, engendró en su extrema vejez.
João me contaba que había conocido a mamá y que se encantó mucho por ella, recibiendo beneficios espirituales en su trato con ella, de los que intentaba hacer partícipes a otros miembros de nuestro Movimiento. Un día tuvo la curiosidad de ver cuál era su actitud en su aislamiento, si tenía alguna expresión que indicase un desfallecimiento o algo parecido.

D. João Clá en 1967
Junto al comedor está el “Salón Azul” y separando los dos ambientes hay una puerta con cristal transparente cubierta por una de esas cortinitas llamadas brise-bise. João se acercó sigilosamente hasta la puerta y abrió un poco el brise-bise, sin que mi madre se diera cuenta. Con compostura y, en un momento dado, usó el pañuelo, doblándolo de forma tan ordenada, y colocándolo en su regazo con tanta distinción, que este gesto, tan simple en sí mismo, le emocionó. En la soledad y en la prueba, todo lo hacía con la dignidad con la que una persona deja sentir su perfume espiritual, indicando, dentro de la aridez, la verticalidad de un alma recta.
João discernió esto en ella y supo verla con los ojos con los que yo la veía, dándose cuenta del lumen de su alma que otros no notaban. Por eso, él fue, aún en vida de Doña Lucilia, el impulsor del movimiento en torno a ella. Y esto se debe a un pasado de fidelidades que otros no tenían.
Algún tiempo después, esos perfumes que se acumularon en el alma de mi querido João comenzaron a extenderse como incienso y a aromatizar el ambiente.
De hecho, él fue el gran fotógrafo de los últimos meses de mi madre y el responsable de la multiplicación y difusión de sus fotografías.

La “Sala azul” y, al fondo, comedor del apartamento del Dr. Plinio
Aurora que confirmaba las esperanzas
Haciendo la relación con todo lo que ocurrió después, tengo la impresión de que antes de cerrar los ojos ella presintió más o menos lo que estaba por venir, y de ahí ese contentamiento que precedió poco antes de su muerte.
En los últimos días de su vida, mamá pudo vislumbrar un poco la aurora de algo que se prolongaría más tarde. Y así recibió la confirmación de que no se había equivocado.
Cuando cerró los ojos a esta vida y los abrió a la eternidad, Doña Lucilia entendió que aquellos —hablo en plural para ser discreto— por ella conocidos al final de su vida le traerían el objeto de su espera.
Tuve una muestra de esto en un episodio inolvidable para mí. Había pedido a la Santísima Virgen, en consideración a la fiel dedicación por mi madre, la gracia de recibir alguna señal de que ella había salido del purgatorio. Y, en la misa del séptimo día, se me concedió de la forma más encantadora posible: un rayo de luz incidió sobre una orquídea, iluminándola por completo, y luego se alejó. Me daba la impresión de mamá recorriendo el pasillo de mi departamento, acercándose a mí y luego continuando para no interrumpirme.

El Dr. Plinio y D. João Clá a inicios de la década de 1970
Creo haber sido ese hecho una forma de darme a entender, tras su muerte, que había visto el triunfo y agradecía por ello.
Y así, sin que nadie lo pudiese imaginar, su misión comenzaría en la sepultura, junto a la que se inició su convivencia personal con cada uno de los que acudían a visitarla para pedirle gracias. Y, una vez más, fue João el gran “culpable” de que tantas personas acudieran allí, para suplicar su intercesión. Por tanto, él tiene un papel especial en el momento de ese agradecimiento, porque todo lo que ella esperaba se instituyó magníficamente.
Socorro en circunstancias inimaginables
Desde entonces, su acción se ha vuelto intensa, lo que significa mucho con relación al futuro, porque una cosa no nace de tan poco para expandirse hasta donde lo ha hecho, sin tender a mucho más.
En mi opinión, doña Lucilia es para mis discípulos lo que ella es para mí, es decir, una especie de reducción al mínimo —porque todo comparado con Nuestra Señora es mínimo— de Nuestra Señora del Perpetuo Socorro. Un socorro en todo, de todas las maneras, actuando inesperadamente, de las formas más inimaginables, discreto y con un estilo propio de ella, que era su manera de convivir en vida.

El Dr. Plinio en una visita al túmulo de su madre, en agosto de 1987
A medida que aumenten las pruebas, también aumentarán nuestras oportunidades de pedir su intercesión, tendiendo hacia lo más insigne. Así es como yo lo veo.

El Dr. Plinio visitando en febrero de 1994 el Éremo São Bento, cuya sala principal había sido decorada con las últimas fotografías de Doña Lucilia
Podemos decir que hubo tres fases en la vida de mamá: una prehistoria, en la que su acción fue percibida y sentida en toda su amplitud sólo por mí; después, su acción sentida en los últimos años de su vida por João Clá y algunos otros; por último, la expansión que tuvo lugar en amplitud en el Cementerio de la Consolación donde, en las horas más diversas, siempre se ve a alguien de pie junto a su tumba. ¿Está rezando? No se sabe. Lo cierto es que se está calmando, porque mamá, evidentemente por orden de la Santísima Virgen, por quien pasan todas las gracias de Nuestro Señor Jesucristo, fuente de la gracia, ejerce una acción temperamental sobre aquellos que recurren a ella.
Allí se hacen sentir la misma acción dulcificante, alentadora de los temperamentos, orientadora de las formas de ser, dando confianza y estímulo, y que, en vida, ¡me hicieron muchísimo bien! Yo veía una conexión entre el Sagrado Corazón de Jesús, del que era muy devota, y esta disposición, esta característica forma de ser de su alma.
Traspasando los umbrales de la muerte
En un momento dado, sentí algo que no puedo definir, pero era como si, por encima de los umbrales de la muerte y de todo lo que se había puesto para cubrir esa lamparilla, a punto de entrar a la tumba hasta el día del Juicio Final, ella siguiera brillando para mí, y me di cuenta de que ella me acompañaba. Entonces, ¡qué alegría al ver, en el fondo de una gran mirada andaluza5 , vivaz —y de tantas miradas nacidas de ésa—, ¡que ella también estaba viva! Noto en ella el mismo crepitar, el mismo movimiento de una lamparilla, y me di cuenta de cómo se prende un incendio, no de llamas destructivas, sino de lamparillas durante la noche, hasta que llegue el momento de encender fuego en el mundo.
Que la Santísima Virgen establezca el momento en que las lamparillas —y aquí no considero sólo a los jóvenes ojos que se abrieron hace algunos años a tanta luz, sino a todos aquellos que me acompañan en este camino— enciendan ese fuego para que podamos decir: “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terræ!”
Madre mía, enviad a vuestro Esposo, el Divino Espíritu Santo, en aquello que tiene de sublimemente coruscante, el espíritu que ha puesto en Vos, como Vuestro Esposo, y todas las cosas serán recreadas. Entonces, oh Madre, Vos reinaréis y se renovará la faz de la tierra.
(Recopilación de conferencias de 1979 a 1993)
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1) A finales de 1967, permaneciendo convaleciente hasta marzo de 1968.
2) Del latín: Después de la muerte.
3) Pequeño cuadro al óleo que agradó mucho al Dr. Plinio, pintado por uno de sus discípulos, basado en las últimas fotografías de Doña Lucilia.
4) Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP, fiel discípulo y secretario personal del Dr. Plinio durante más de cuatro décadas; en aquella época, laico.
5) Ídem.
6) Del latín: “Envía tu Espíritu creador y renovarás la faz de la Tierra” (Sl 103,30)