¡Un holocausto que compró la realización de las promesas!

Publicado el 10/03/2022

Leyendo la autobiografía de Santa Teresita del Niño Jesús, me pareció que yo sería mucho más útil a la Causa Católica si me ofreciese como víctima expiatoria, a ejemplo de ella. Ofrecer un sacrificio inmediato que, en cuanto tal, fuera de utilidad también inmediata para la Iglesia y por efecto del cual, en pocos años, la Contra-Revolución sería señora del terreno. Yo descansaría en el Cementerio de la Consolación1, quizá totalmente ignorado por las generaciones siguientes, pero sobre mi sepultura habría brotado el árbol grandioso del Reino de María y de la Civilización Cristiana.

En esa perspectiva, me preguntaba si eso no sería más valioso que todo el esfuerzo que estaba haciendo ¿No sería mejor silenciar completamente las voces interiores que me hablaban de grandes luchas por Dios, por Nuestra Señora, por la Iglesia, no prestar atención a ellas, ofrecerme y caminar hacia la muerte?

Santa Teresita del Niño Jesús

Me pareció que, dudando entre los dos caminos, debería preferir el más desagradable. Ahora, yo admiraba profundamente la vía de Santa Teresita, pero me horrorizaba seguirla. Toda mi manera de ser se oponía a eso, sobre todo porque implicaba renunciar a las voces interiores en las que encontraba mi gádido, mi amparo, mi consolación. Bastaba colocarme en la perspectiva de víctima expiatoria, que todo se marchitaba… Y pensaba: “Bien, tú debes recorrer el camino de Santa Teresita. Si tienes valor, ofrécete como víctima expiatoria y vamos a ver lo que sucede”.

Por otro lado, el apelo de las voces interiores se hacía aún más apremiante, atrayente y suave. De ahí concluí: “Pues no escojo eso. Quiero el peor camino, el más triste, el más horroroso, empero, el más fecundo; prefiero este”.

Resolví entonces entrar por una vía, enseñada por Santa Teresita, de nunca pedir y nunca negar nada a Dios Nuestro Señor, aceptar todo lo que sucediera, sin ni siquiera hacer el pedido divino: “Padre, si es posible, apártese de mí este cáliz…” (Mt 26, 39). No se trataba de “si es posible”, el cáliz no se apartaría; yo lo bebería entero enseguida se presentase, y consumiría así mi sacrificio.

Esa resolución me producía un efecto tan prodigiosamente antinatural que era un verdadero tormento. Sin embargo, dejé de pedir a Nuestro Señor y a Nuestra Señora cualquier cosa que fuera para mí, a no ser la santidad.

Interior de la Iglesia de Santa Cecilia

Cierta vez, estaba yo en la iglesia de Santa Cecilia cuando el coro parroquial entonó un cántico en latín que, en determinado momento, decía esta frase: “Sanctifica nos in veritate”. Sin entender bien el latín, pensé: “¡Ese es mi único pedido! ¡Que Nuestra Señora me santifique de verdad! Que yo sea un santo en el sentido propio de la palabra, lo demás no me importa”.

Poco tiempo después, fui a una exposición de obras católicas y encontré “El Libro de la Confianza”. Cuál no fue mi sorpresa al depararme con las palabras iniciales2 y descubrir en ellas una especie de justificación teórica a una vía que, aunque no fuese contraria a la de Santa Teresita, bajo cierto ángulo le era simétricamente opuesta.

Mantuve mi posición de no pedir ni rehusar nada, pero surgió en el horizonte una luz que me llevaba a esperar que algún día Nuestra Señora me haría adoptar otro camino.

Y así caminé por valles y montes hasta el momento en que tuve la crisis de diabetes, con serio peligro de muerte. Estaba dispuesto a morir cuando recibí la gracia de Genazzano3, la cual como que me decía: “¡Sigue las voces interiores!” Esa gracia infundió en mí la confianza de que la Santísima Virgen maternalmente me llevaría a cumplir mi misión.

Siempre tuve como meta aquello que mi vocación me indicaba, o sea, la plena realización de las promesas que Nuestra Señora dio a conocer en Fátima: el castigo restaurador y el Reino de María.

Sin embargo, el hecho de esperar esos acontecimientos con deseos vehementísimos no impedía la valoración de esta consideración: Dios continúa Señor de todas las cosas y puede ser que Él quiera someterme a la prueba de pasar la vida entera a la espera de algo que yo no vea realizarse.

¿Cómo se comportaría mi alma delante de esa decepción? Porque morir sin ver realizada la gran esperanza de la vida constituye evidentemente una decepción ¿No habría en eso un desmentido a la fe?

En efecto, por diversas disposiciones interiores muy razonables que producían en mi alma efectos de los más animadores y convenientes a la santificación, yo esperaba el advenimiento de los acontecimientos previstos en Fátima. De manera que todo cuanto me llevaba a Dios me conducía a esas promesas y todo en ellas me llevaba a Dios.

Se puede calcular la dureza extrema de la prueba de llegar al fin de la vida y que Dios me diga: “¡No verás la realización de las promesas!” Cuántos trabajos perdidos, cuántos esfuerzos inutilizados, cuántos dolores sufridos en vano, cuántas esperanzas anuladas… Todo lanzado al suelo, como un lacayo que tiene por misión junto al rey de cargar un jarro precioso y que, de repente, tropieza, cae y el jarro se deshace en pedazos; o el proprio lacayo se golpea y muere. En mi caso, ese “jarro precioso” era la conservación entre los hombres de la esperanza en las promesas de Nuestra Señora.

Dr. Plinio recibiendo el sacramento de la unción de los enfermos, poco tiempo antes de su muerte, el 3 de octubre de 1995

Ante esa perplejidad, tomé la siguiente deliberación: si Dios, por una razón que ignoro, me somete a la monumental frustración de morir sin que mis ojos, exhaustos por la extensión de la caminada de mi vida, vean el amanecer de las promesas, debo reconocer que Él quiso probarme y que mi muerte se parecerá con la del Divino Redentor, el cual, desde lo alto de la Cruz, profirió aquel grito terrible: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me abandonaste?” (Mc 15, 34).

A los pies de la Cruz, Jesús veía a su Madre que lloraba, pero tanto Él cuanto Ella se mantuvieron perfectamente obedientes al Padre Eterno: “Dios lo quiso, Dios lo hizo. Aunque todo lo sucedido pueda ser contrario a lo que esperábamos, bendito sea Dios”. Por lo tanto, bendito sea también el momento en que a mi respecto Dios decidió: “¡Este hombre va a sufrir el tormento del revés!”.

Porque del hecho de morir sin ver las promesas realizadas, de esa decepción aceptada con integridad de amor y de obediencia, puede resultar, para después de mi muerte, el comienzo del cumplimiento de las promesas.

Por lo tanto, si yo muriera sin ver implantado el Reino de María, moriré delante de ese ideal como San Francisco Javier delante de China. La gracia le convidaba a conquistarla para la Fe Católica y Dios le impuso esta frustración: morir en una isla de camino a China, mirándola y rezando por ella. Pues bien, si fuera de la voluntad de Dios, moriré anteviendo el Reino de María y rezando por él ¡Así habré salvado mi alma!

Es posible que la fidelidad a la vocación nos pida el sacrificio de tener la impresión de que toda nuestra vida fue en vano y que la Providencia no atendió a nuestras ansias. ¿No será que, para entrar en el Reino de María, tendremos que pasar por probaciones como esa, que nos impondrán, además, una larga separación?

Estoy convencido de que en las grandes pruebas de nuestras vidas Nuestra Señora intervendrá como Madre de un modo incomparable, dando, por ejemplo, la posibilidad de comunicarnos, inclusive a distancia, en todo momento. Para tales ocasiones, sugiero esta oración:

Madre mía, dadme la gracia de nunca sentirme lejos de Vos. Porque si es verdad que muchos están lejos, Vos, Señora, estáis siempre cerca. Convencedme de que estáis al alcance, no de manos que se extienden, sino de manos que se juntan para rezar seriamente.

Hacedme comprender esta verdad: si nunca se oyó decir que alguno que haya recurrido a vuestra protección y reclamado vuestro socorro fuese desamparado, no seré yo el primero en no ser escuchado. Así pues, regia Señora, haced que siempre me vuelva a Vos con confianza. Así sea”.

La Providencia podrá disponer que mis hijos espirituales se sientan lejos de mí, como tantos religiosos se sintieron lejos de sus fundadores, y tengan que pasar por esa sensación de abandono. La Santísima Virgen, sin embargo, nos da esta garantía: Ella estará presente o, por lo menos, les hará sentir mi presencia. De manera que tengan la seguridad que, en la hora decisiva, estaré junto al lecho de cada uno, dándoles la mano.

Notas

1) Cementerio de la ciudad de São Paulo, localizada en el barrio de la Consolación.

2) “Voz de Cristo, voz misteriosa de la gracia que resonáis en el silencio de los corazones, vos murmuráis en el fondo de nuestras consciencias palabras de dulzura e de paz” (SAINT-LAURENT, Thomas, de “O Livro da Confiança”, São Paulo, Editora Retornarei, 2019, p. 13.)

3) Estando convaleciente de la crisis de diabetes que le acometió en el año de 1967, el Dr. Plinio recibió de regalo una estampa del milagroso fresco de la Madre del Buen Consejo venerado en la ciudad de Genazzano, Italia. Al mirar atentamente la imagen, él recibió una insigne gracia mística por la cual, sin que hubiese alguna modificación en los trazos de la fisonomía, Nuestra Señora como que le sonrió, infundiéndole una profunda confianza en su auxilio maternal.

4) Cfr. Conferencias del 31/5/1989, 9/10/1991, 23/1/1994 y 16/7/1994

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