Editorial
Las circunstancias históricas que cercaron la Santa Cruz hasta el momento en que fue descubierta son muy elocuentes, en cuanto símbolo de diversos aspectos de la historia de la Iglesia. Terminada la crucifixión, el sagrado Cuerpo de Nuestro Señor fue entregado a los cuidados de Nuestra Señora y de las pocas almas fieles que la acompañaban. Más o menos al mismo tiempo, los perseguidores de la Divina Víctima abrieron un foso donde tiraron la Cruz, los clavos, la corona de espinas, cubriendo todo con tierra y escombros para que no quedara memoria alguna de todo eso.
Allí, sobre el Calvario, el demonio, en su infamia, hizo construir templos paganos dedicados a Venus y Júpiter, pues era necesario erguir un templo a la impureza para sepultar aún más la memoria de la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.
El Salvador resucita, los Apóstoles se dispersan, los siglos pasan y la Cruz continúa sepultada en las tinieblas de aquella tierra donde solo entrarían gusanos y humedad, corrompiendo el Santo Leño. Esta fue, hasta entonces, la historia de la Cruz sepultada, ignorada, abandonada, olvidada.
Sin embargo, en determinado momento, Constantino vence, Santa Helena descubre el Madero Sagrado, atestiguado por milagros que no dejan ninguna duda de que se trata de la verdadera Cruz que, a partir de entonces, se volvió objeto de honores sin iguales, respetada y venerada en el mundo entero.
La historia del Santo Leño es la historia de la ortodoxia pisada, herida, negada, despreciada, de la cual se diría que nunca reaparecerá. Pero ella siempre vuelve para nuevos triunfos, después de las humillaciones; y triunfos cada vez mayores, seguidos de humillaciones también cada vez mayores.
Alguien podría pensar: “Con la Cruz no se da actualmente ninguna humillación, pues ella es adorada en toda la tierra”.
Pareciera, aparentemente, que eso es verdad. Pero, si consideramos todas las humillaciones sufridas por la Iglesia hoy en día, cuando pensamos en la afirmación del gran intelectual católico Marcel de Corte1, de que en nuestros días hay una religión, mezcla de Cristianismo en descomposición y de ateísmo nesciente, chamada “Progresismo”, y que vive como una lepra dentro de las entrañas virginales de la Santa Iglesia Católica Apostólica Romana, comprendemos cuánto falso culto, cuánto acto de irreverencia, cuánto desprecio a la Cruz del Redentor reside en todo eso.
Tanto más que la Cruz de Nuestro Señor Jesucristo es un símbolo, y despreciarla es menos el desprecio del madero que a la gloria del espíritu de sacrificio que el Santo Leño representa. En ninguna época de la Historia los católicos estuvieron tan lejos de aquello que San Luis María Grignion de Montfort llama “la locura de la Cruz”. Por ahí comprendemos como ella está nuevamente pisoteada.
Pero la Santísima Virgen nos dará la gracia de, cuando llegue el Reino de su Corazón, en cuyo centro estará la Santa Cruz de su Divino Hijo, asistir a un nuevo triunfo, con la implantación, bien en el centro del mundo del Reino de María, de la Cruz oscura, seca, sin adornos, representando el sufrimiento, la renuncia a sí mismo, el espíritu de mortificación y de austeridad, serio y que acepta completamente el sacrificio. Es ese el espíritu de la Santa Cruz de Nuestro Señor Jesucristo.