Un solo espíritu, diversidad de dones

Publicado el 10/05/2021

En qué se asemejan Santa Blandina de Lyon, joven mártir del siglo II, y el Papa San Pío X? ¿Qué rasgos en común podemos encontrar en San Clemente Romano y Santa Teresa del Niño Jesús? ¿O en San Francisco de Asís, San Damián de Molokai, San Ignacio de Loyola y Santa Rosalía de Palermo?

Se diría que las similitudes entre ellos son muy pocas, o mejor, solamente el hecho de que todos han sido canonizados.

La lista podría extenderse páginas y páginas, y en ella consignaríamos las más diversas biografías, misiones y espiritualidades, cada cual reflejando de forma única y fulgurante un aspecto diferente de las infinitas perfecciones del Creador.

“En la casa de mi Padre hay muchas moradas” (Jn 14, 2), enseña el divino Maestro.

La santidad de Dios es un universo inagotable, e inagotables son también los caminos para llegar hasta ella, así como las cualidades y carismas con los que la Providencia provee a los hombres para alcanzarla.

Sin embargo, hay una presencia común, sutil y misteriosa, que hace a todos los santos miembros de un único cuerpo. Así la describe el Apóstol: “Hay diversidad de carismas, pero un mismo Espíritu; hay diversidad de ministerios, pero un mismo Señor; y hay diversidad de actuaciones, pero un mismo Dios que obra todo en todos” (1 Cor 12, 4-6).

El Paráclito es amor y en Él es donde se explican e integran las variadas vocaciones de los santos: “así uno recibe del Espíritu el hablar con sabiduría; otro, el hablar con inteligencia, según el mismo Espíritu. Hay quien, por el mismo Espíritu, recibe el don de la fe; y otro, por el mismo Espíritu, el don de curar. A este se le ha concedido hacer milagros; a aquel, profetizar. A otro, distinguir los buenos y malos espíritus. A uno, la diversidad de lenguas; a otro, el don de interpretarlas. El mismo y único Espíritu obra todo esto, repartiendo a cada uno en particular como Él quiere” (1 Cor 12, 7-11).

Somos miembros del Cuerpo Místico de Cristo. Por muy diversas que sean las vocaciones, la vida de cada cristiano debe ser una lucha por mantener encendido y siempre creciente en sí el fuego de la caridad. A esto nos invita muy especialmente el ejemplo de Santa Teresa del Niño Jesús, que encontró en las enseñanzas de San Pablo la respuesta a sus anhelos: “En el corazón de la Iglesia, mi Madre, seré el Amor”.

A ello nos invitan también Santa Clara y San Francisco de Asís, Santa Faustina Kowalska, Santa Macrina, San Basilio Magno y todos los demás santos. Sea cual sea el camino por el cual la Providencia nos conduce, jamás debemos olvidar la primacía del Amor. Porque uno solo es el Espíritu y muy diversos son los dones.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°183, p. 5

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