Una matanza abominable

Publicado el 12/28/2020

Monseñor João  Clá Dias.

Para ejecutar su perverso designio, Herodes tenía los datos del último empadronamiento, que le permitían saber el nombre y la residencia exacta de todos los niños de la casa de Judá. Una vez que todo estu- viera organizado, en menos de veinticuatro horas sus tropas pasarían por sorpresa por aquellas casas, realizando una rápida y tremenda matanza. Como conocían a su soberano, los soldados ejecutarían diligentemente el mandato, temiendo recibir la misma pena. Bien sabían ellos que si tenían compasión, ésta redundaría en su propia muerte.

¡El espectáculo no pudo ser más espantoso! Hombres armados, acostumbrados a la guerra y desprovistos de la más mínima sensibilidad entran en todos los hogares en busca de los niños. Algunos están en el regazo de sus madres, que abrazan a sus hijos con todas sus fuerzas con la ilusión de que los soldados se iban a compadecer… Pero ¡de ninguna manera! Los niños son arrancados de los brazos maternos, y degollados al vuelo, dejan sus cuerpos sangrantes tirados en el suelo.

Las mujeres, naturalmente, se desmayan del dolor; mas nada conmueve el corazón de aquellos verdugos. A otros bebés los han podido esconder, pero por causa de sus lloros, enseguida los encuentran los soldados que agarrando con sus viles manos aquellos inocentes, les atraviesan el pecho con la punta de la espada. Mientras la sangre se esparce, muchos padres intentan reaccionar, pero las instrucciones son muy claras: quien se rebele, debe también ser ejecutado sin piedad.

En ese momento de implacable persecución, muchos de los familiares pérfidos de San José —en parte culpables de lo que ocurría a causa de la información que le habían suministrado a Herodes— intentaron evitar que la muerte llegase a sus hogares denunciando a los soldados de Herodes que la Sagrada Familia se había escapado. Pretendían que se fueran detrás de ellos y que mataran al Niño Jesús, alejando así de la espada a sus descendientes.

Con todo, recibieron el premio de los que optan por la tercera posición: no lograron ni una cosa ni otra. Los niños fueron exterminados y los Santos Esposos escaparon con el verdadero Rey de los judíos. Sin embargo, debido a esta denuncia, Herodes extendió la matanza no sólo a los alrededores de Belén, sino a otras ciudades, llegando incluso, al lugar donde vivían Santa Isabel y San Zacarías, como María y José habían previsto sagazmente.

Así, en innúmeras situaciones, el drama se extendió por toda la región. Allí estaban los hijos de los dolores, de las alegrías y de las esperanzas de aquellas familias, ¡muertos en un solo día!

Como subraya el Evangelista, «entonces se cumplió lo dicho por medio del profeta Jeremías: 

“Un grito se oye en Ramá, llanto y lamen-tos grandes; es Raquel que llora por sus hijos y rehúsa el consuelo, porque ya no viven”» (Mt 2, 17-18). Los supervivientes miraban espantados aquel asesinato. Gimiendo, elevaban las manos al Cielo y gritaban que no entendían por qué había sucedido. No tenían en cuenta que el demonio ignora cualquier barrera a la hora de ejecutar sus planes; al igual que Herodes, si siente que su trono se ve amenazado, ¡es capaz de llegar a esos extremos!

El martirio alcanza a los primeros seguidores de Jesús

Se engañaría, no obstante, quien pensara que el delirio de Herodes se calmó con la sangre infantil. Para asumir el poder, años antes, el Ascalonita no había dudado en tomar la Ciudad Santa por asalto, produciendo una gran mortandad. Más tarde, queriendo hacer desaparecer a cualquier posible pretendiente, mandó exterminar a toda la descendencia de los intrépidos Macabeos, no salvando ni siquiera a su propia esposa, sirviéndose de procedimientos análogos hasta el final de sus días, incluso con familiares y allegados. Y en esta ocasión no tendría por qué ser diferente. Sintiéndose amenazado por las supuestas urdimbres de la rama legítima de la estirpe davídica, no dudó en aprovechar la ocasión para barrer de Judea a esos potenciales adversarios, que lo consideraban, justamente, un usurpador.

El día de la masacre de los Inocentes, todos los que se habían organizado porque anhelaban una verdadera restauración espiritual de Israel fueron meticulosamente asesinados, junto con sus hijos, por conspirar contra el trono de Herodes.

Son los mártires de la casa de David, cuya sangre sirvió para fertilizar las primeras semillas del Evangelio que el Divino Maestro lanzaría tres décadas después. Allí desaparecieron para siempre, olvidados incluso por la Historia, Judas, Simeón y los niños que lo acompañaron al Pesebre de Belén, y tantos otros varones y niños del linaje davídico, muchos de los cuales murieron resistiendo con una valentía heroica. Sin embargo, habían unido su sacrificio al del Cordero, como sus líderes habían discernido claramente el día de la Circuncisión de Jesús. Ellos tenían la esperanza de ser en el futuro, seguidores de Nuestro Señor, a fin de operar un cambio de mentalidad en el pueblo elegido; pero entregaron sus vidas para comprar lo que el Redentor traería, no sólo para los judíos, sino para toda la humanidad decaída.

Concluido su trabajo, se fueron los verdugos.

Una matanza abominable que clamaba al Cielo y hecha con sangre inocente, se realizó a los ojos de Dios, dentro de Él, y conocida por Él desde toda la eternidad. Pero, como Hombre, Él también la acompañó de lejos, mientras iba camino del desierto… Su Corazón Divino, Sagrado y Modelo de todos los corazones, si bien fuera el de un Bebé, era más sensible que cualquier otro. Así, tal vez lo hayan hecho llorar los gritos, gemidos y llantos de aquellos Inocentes, que eran como que llevados por el viento hasta los sacrosantos oídos de Nuestro Señor Niño, que se encontraba en el regazo de su Madre y lejos de sus perseguidores.

Pensaba en aquellas escenas horribles y se condolía profundamente de esas víctimas que se habían inmolado, muchas sin saberlo, para salvarlo a Él. A su lado estaba San José. ¿Qué sentimientos tuvo el Santo Patriarca cuando se enteró de la infame actitud que había adoptado Herodes para eliminar a nuestro Señor Jesucristo de la faz de la tierra? Quien ama algo odia lo contrario, afirma Santo Tomás. 

Y el odio legítimo se mide, entre otras cosas, por el valor de lo que se defiende. Ahora bien, en este caso, el defendido era el propio Dios.  Por lo tanto,dada la completa santidad del padre del Niño Jesús, su odio debió ser perfecto.

Tanto San José como la Virgen rezaron por todos y cada uno de aquellos mártires, para que su muerte fuera ejemplar y fecunda, pero lamentaron muchísimo la desaparición de esos verdaderos hijos de Abrahán, en quienes tanta esperanza había depositado el núcleo fiel de Israel. No obstante, comprendían que aquel sacrificio era fruto de un generoso ofrecimiento, cosechado con avidez por la Providencia, y a él se unían dispuestos a todo lo que Dios les pidiera.

Tomado del libro, San José, ¿Quién lo Conoce?, p. 273-27

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