Una mujer fuerte

Publicado el 03/10/2022

Alma firme y embebida de fe, no temió esa joven fundadora enfrentar tormentas y dificultades, sin tambalear, en la consolidación de la obra que le había sido encargada por la Providencia.

Hermana María Teresa Ribeiro Matos, EP.

“Ahora, padre mío, el desánimo está muy lejos de mí […]. Creed, por lo demás, que estamos muy convencidas de que no hay en nosotras la santidad que requieren las obras de Dios, y así, por mi parte, no me asombraría con ningún tipo de fracaso”. 

Estas categóricas palabras, dignas de un anciano experimentado en mil y una batallas, fluían, no obstante, de la pluma de una joven de tan sólo 24 años… Acababa de verse abandonada por su director espiritual y estaba siendo aconsejada por el superior eclesiástico a suprimir la congregación religiosa que de sus manos nacía, pero trataba del asunto con extraordinario desapego y elevación de espíritu.

¿De dónde le venía tan grande firmeza? Al haber frecuentado desde pequeña ambientes indiferentes o contrarios a la religión, esa joven fundadora supo ver lo vacías e inestables que son las cosas de esta vida —la riqueza o la pobreza, la inteligencia, el placer e incluso la convivencia familiar—, cuando falta lo esencial: la fe.

Apoyada en ese principio, grabado a fuego en su alma, Santa María Eugenia de Jesús levantó una magnífica obra en medio de terribles tormentas. Y tal fue su integridad ante las dificultades que el Papa Pío XII no dudó en calificarla de “mujer fuerte, mulier fortis, en toda la extensión del término: siempre dispuesta a cumplir la voluntad divina, de ánimo profundamente piadoso, de corazón rebosante de amor a Cristo, de inteligencia vigorosa, brillante, vasta, de carácter firme, resuelto, dirigido siempre hacia el fin perseguido”.

Una divisa olvidada por los Milleret

Vista de la ciudad de Metz, dónde nacío nuestra santa

Nihil sine fide —nada sin la fe— , era, no por casualidad, la divisa e  la familia en cuyo seno nació Ana Eugenia Milleret de Brou, el 25 de agosto de 1817. Sin embargo, a principios del siglo XIX, ese lema se había convertido únicamente en una frase grabada en el blasón familiar.

Jacques Milleret, padre de nuestra santa, prefería guiarse por las impías doctrinas de Voltaire, y su esposa, Eleonor Eugenia de Brou, descendiente de la nobleza de Bélgica y de Luxemburgo, tampoco parecía empeñada en reavivar dicho ideal.

La infancia de Ana Eugenia transcurría satisfecha y tranquila en Metz, su ciudad natal. Su padre, aparte de poseer allí una mansión, era diputado de Moselle, dueño de tres bancos y de una vasta propiedad en Preisch, donde una exuberante naturaleza hacía especialmente agradable la estancia en las mejores épocas del año.

Capilla del Castillo de Preisch, Basse-Rentgen (Francia)

A la niña no le faltaban los entretenimientos en compañía de sus hermanos, ni la sólida educación acorde con su condición social. Hablaba perfectamente el francés y el alemán, y su madre la instruía en la práctica de las virtudes naturales, pues la llevaba a visitar a los pobres y a los enfermos y le enseñaba a ser honesta y generosa.

Todos los miembros de la familia participaban en ciertas ceremonias de la Iglesia Católica, cuya presencia en las mismas era casi una obligación social en aquella época. No obstante, su vida de piedad se reducía prácticamente sólo a eso. Los niños recibieron los sacramentos, pero su educación religiosa había sido descuidada.

“Mi ignorancia de los dogmas y de las enseñanzas de la Iglesia era inconcebible. Sin embargo, había recibido como los demás las lecciones de catecismo, había hecho la Primera Comunión con amor, y Dios mismo me había concedido gracias que han sido, junto con sus palabras, el fundamento de mi salvación”, escribiría al Padre Lacordaire.

La Primera Comunión, Museo Nacional del Prado. Madrid, España

Una de esas gracias le fue dada al recibir por primera vez a Jesús
en la Eucaristía. En aquel momento sintió la pequeñez de las cosas de este mundo y oyó en su corazón estas proféticas palabras: “Perderás a tu madre, pero seré para ti más que una madre. Llegará un día en que dejarás todo lo que amas para glorificarme y servir a esa Iglesia que no conoces”.

Había quedado depositada en el alma de la joven aristócrata una poderosa semilla. Y en pocos años la veremos florecer.

Un radical cambio en la vida de su familia

Ana Eugenia ya había experimentado el amargo sabor del infortunio cuando dos de sus hermanos murieron siendo aún pequeños.

Pero en 1830 una tragedia familiar provocó un radical cambio en la vida de los Milleret. Gestiones poco acertadas de su padre hicieron que perdieran toda su fortuna. Se vieron obligados a vender todos los inmuebles y bienes. Se acabaron las fiestas y, además, Ana Eugenia, con 13 años, se tuvo que marchar con su madre a París, mientras su padre se quedaba en Metz con su hermano Luis, dos años mayor que ella, de quien era inseparable.

Y le sobrevino otra desgracia. En 1832 una epidemia de cólera arrasó París y en pocas horas Ana Eugenia vio perecer a su madre, sin que ni siquiera diera tiempo a que le administraran los últimos sacramentos.

Huérfana a los 15 años, fue acogida por una amiga de su madre, Doulcet, cuyo marido era recaudador de impuestos en Châlons.

Los placeres mundanos volvieron a formar parte de su vida y la virtud de la fe, tan poco alimentada, vacilaba ante las habituales conversaciones anticlericales de aquellos ambientes. Algunos haces de la luz que había entrado en su alma en el Bautismo y en la Eucaristía, no obstante, permanecían todavía.

“Dios, en su bondad, había dejado un vínculo de amor. Podía dudar de la inmortalidad del alma, pero rechazaba involuntariamente todo lo que atacaba al Sacramento del Altar”.

A los 18 años las diversiones no le satisfacían. Su inteligencia, muy viva, le hacía percibir que la vida no podía ser tan vacía y carente de sentido.

“Mis pensamientos son un mar agitado, que me cansa, me pesa. Tanta inestabilidad, nunca reposo, un ardor que siempre sobrepasa los límites de lo posible. A veces absorbida por cuestiones por encima de mis capacidades y sobre las cuales
me haría mejor no pensar: las más altas cuestiones del mundo. Quería saberlo todo, analizarlo todo, y lanzándome en regiones aterradoras, voy osadamente cuestionando todas la cosas, perseguida por no sé qué necesidad inquieta de conocimiento y de verdad que nada puede saciar”.

“Estaba realmente convertida”

Catedral de Notre Dame de París antes del devastador incendio del 15 de abril de 2019

A finales de 1835 su padre la envió a casa de una prima, Foulon. Tanto ésta como sus hijas eran muy piadosas, hecho que puso a la joven Milleret en un peligro, tal vez, mayor de perder la fe, pues “eran aburridas, me parecían mezquinas”, comentaría la santa.

Sin embargo, había sonado la hora de la Providencia. Siguiendo la costumbre tumbre parisiense de su siglo, fue a la catedral de Notre Dame a escuchar los sermones dominicales del padre Henri Lacordaire, en el auge de su fama como predicador.

La joven se sintió íntimamente emocionada. “Su palabra  escribiría unos años después al sacerdote dominico— respondía a todos mis pensamientos, explicaba mis mejores instintos; completaba mi entendimiento de las cosas y reanimaba en mí la idea del deber, el deseo del bien, a punto ya de marchitarse en mi alma; en fin, me daba una generosidad nueva, una fe que nada más haría vacilar”.

Interior de la Catedral de Notre-Dame de París, dónde nació la vocación de Santa María Eugenia

Ana Eugenia había encontrado el eje de su existencia. “Mi vocación nació en Notre Dame”, le gustaba decir.

¿Terminarían ahí las pruebas? ¡No! Al contrario, se volverían más penosas e intensas a lo largo de su vida; pero había afianzado su fe sobre la roca eterna y nada más la podía hacer tambalear. “Estaba realmente convertida, y había concebido el deseo de dar todas mis fuerzas, o más bien toda mi flaqueza, a esa Iglesia que en adelante sólo ella tenía, a mi ver, el secreto y el poder del bien”. 

La joven le comunicó al P. Lacordaire sus aspiraciones y éste le respondió: “Reza y espera”. Ana Eugenia obedeció.

Los albores de la fundación

Mientras esperaba, soñaba con “ser un hombre para, como ellos, ser profundamente útil”Con “su mirada, llena de vigor varonil y al mismo tiempo de femenina agudeza”, la joven había analizado a fondo los males de la sociedad laicizada en la que vivía y se lamentaba por la ausencia de formación religiosa de tantas jóvenes de la aristocracia liberal de esa época:

“Hija de una familia lamentablemente poco cristiana, educada en una sociedad que lo era menos todavía, quedándome a los 15 años sin mi madre y habiendo tenido, por las casualidades de la vida y por mi posición, bastantes más relaciones y conocimiento del mundo de lo que normalmente se tiene a esa edad, había podido comprender la desdicha de la clase social a la cual pertenecía, y le confieso que aún hoy no conozco pensamiento más triste que ese recuerdo. Me parece que cualquier alma que ama un poco a la Iglesia, y que conoce la irreligión de las tres cuartas partes de las familias ricas e influyentes de París, debe sentirse presionada a tratar de hacer de todo para intentar que Jesucristo penetre en ellas”. 

Dominada ya por el deseo de salvar almas, Ana Eugenia encuentra, en la iglesia de San Eustaquio, a otro predicador cuyo celo le impresiona y a quien le pide consejo: el Padre Teodoro Combalot. 

Éste anhelaba fundar una congregación bajo la protección de Nuestra Señora de la Asunción, que se ocupara de la educación de las niñas, como base para la regeneración de la sociedad, y vio en esa joven de 20 años todas las cualidades requeridas para ser fundadora.

En realidad, sus intenciones eran mucho más osadas. Se trataba, le explicó él, de erigir una obra dedicada a “reconstruirlo todo sobre Cristo, hacerlo conocido, así como a su Iglesia, a extender las fronteras de su Reino”. 

Aunque se siente conmovida con la propuesta, titubea y le objeta: “No conozco la vida religiosa. Tengo que aprenderlo todo. Soy incapaz de fundar nada dentro de la Iglesia de Dios”. A lo que el sacerdote le responde con convicción: “Es Jesucristo quien será el Fundador de nuestra Asunción; nosotros tan sólo seremos instrumentos, y en las manos de Dios los más débiles son los más fuertes”.

Tras cierta resistencia, Ana Eugenia acepta ser dirigida espiritual del P. Combalot y siguiendo sus orientaciones espera en las Benedictinas hasta alcanzar la mayoría de edad: 21 años, por entonces. Después viaja a Lorena para despedirse de su familia, hace el noviciado en las Salesas y, con tres vocaciones más reclutadas por el mismo sacerdote, inicia la obra de la Asunción en 1839.

Educación integral aliada a la fe

Santa María Eugenia en su juventud, poco después de recibir el hábito religioso

En medio al intenso programa de estudios establecidos por el padre director, la Madre María Eugenia de Jesús —nombre que adoptó como religiosa— estaba convencida de que la contemplación era la principal fuente de sabiduría de la nueva congregación. “La educación era nuestro deber, la vida religiosa nuestra atracción”, decía.

Habiendo experimentado por sí misma el vacío que deja en el alma ‑ una educación distante de la fe, quería que las futuras formadoras de la Asunción enseñaran, más que con palabras, con el testimonio de su vida. “La fe proporciona más sabiduría que la vejez”, afirmaba. 

“Es  necesario formar caracteres firmes […]. Nuestra misión: la fe dinámica, la fe dominando el raciocinio, el  gusto, así como los afectos”. 

El nuevo instituto tenía por carisma dedicarse a una educación integral lo que conduce a la “preocupación con la formación del criterio, del sentido crítico, de la rectitud de pensamiento, principalmente a la luz de la fe y la confianza en la gracia”. 

Dichos principios harían que Pablo VI exclamase al beatificarla:
“¡Qué luz para nosotros los cristianos, que seríamos a veces tentados, en un mundo secularizado, a separar la educación humana de la fe!”. 

Abandono a la voluntad divina

P. Teodoro Combalot

Iniciada la fundación de la anhelada obra, sin saberlo, la Madre María Eugenia se preparaba para enfrentar las mayores tormentas de su vida. Y éstas fueron causadas por quien menos se lo podía esperar: ¡el P. Combalot!

Aunque lleno de impulsos generosos, tenía un carácter muy voluble. “Cambiaba de idea sobre cualquier cosa cada quince días”, escribe la santa. Por ejemplo, a la orden de estudiar los Salmos y a San Agustín, le seguía la de abandonar todos los libros; a la de comer carne todos los días, enseguida se sobreponía la de hacer duras penitencias, intercaladas con severas reprensiones. A cada una de esas directrices, la madre se doblegaba con humildad y obediencia.

A pesar de ser sumisa a las órdenes recibidas, la gracia le inspiraba, no obstante, que no dejara el timón de la fundación en manos de alguien tan inconstante y comunica la situación al arzobispo de París, Mons. Dionisio Augusto Affre.

El prelado conocía bien al P. Combalot —a quien calificaba de hombre de “noble corazón, pero de cabeza caliente” — y enseguida comprendió lo que pasaba.

Para resolver el problema asigna un superior para la comunidad, cuyo nombramiento el impetuoso sacerdote no acepta. Decide, por el contrario, que la fundadora y las religiosas lo acompañen a Bretaña, a fin de escapar de la autoridad del arzobispo. La situación se vuelve muy tensa. Y el 3 de mayo de 1841 el P. Combalot recoge sus libros y cartas y abandona la comunidad, y nunca más la volverá a ver.

“Que la voluntad de Dios sea hecha”, exclama la joven fundadora que, a los 24 años, se veía sin el apoyo de siempre, con la obligación de llevar adelante la empresa iniciada.

Y buscaba refugio en la fe concluyendo: “Dios no quita nada sin darse más profundamente en su lugar… Nos mostró que la obra era de Él y quiere hacerlo solo”.

Padre Emmanuel d’Alzon en su juventud

Sin embargo, la Providencia le envió un nuevo auxilio en la persona del padre Emmanuel d’Alzon, joven vicario general de Nimes, con el que intercambiaba abundante correspondencia.

Ambos tenían el anhelo de hacer que Cristo estuviera presente en la sociedad laicizada en la que vivían y se daban consejos mutuamente en ese sentido. Posteriormente él fundaría la rama masculina de la Asunción.

“No creo que yo tenga otra vocación”

Dando una prueba más de su inconstancia, el P. Combalot le había dejado una carta a Mons. Affre, “tan conmovedora como desconcertante, pidiéndole que asumiera la dirección de la obra” de la Asunción.

Monseñor Jean Nicaise Gros

Entonces, el arzobispo pone a la comunidad bajo su protección y nombra a Monseñor Jean Nicaise Gros —más tarde obispo de Versalles— como superior eclesiástico. Siguiendo su orientación se redactan las constituciones y reglas y en sus manos las religiosas emiten los primeros votos, el 15 de agosto de ese mismo año de 1841, recibiendo el hábito definitivo de profesas.

No obstante, una nueva tempestad se desata sobre la frágil embarcación. Al ver las naturales dificultades de una comunidad que aún no había alcanzado la madurez, Mons. Gros temió por su futuro y le aconsejó a la fundadora que volviera a la Orden de la Visitación, donde había hecho el noviciado y de la que conservaba tan buenas impresiones. En cuanto a las otras hermanas, que cada una eligiera libremente el instituto religioso que mejor le conviniera.

Cuadro al óleo de María Eugenia de Jesús

La Madre María Eugenia no se perturbó. Le pidió un breve tiempo para reflexionar, tras el cual redactó una carta respetuosa, pero directa, exponiendo las metas, el espíritu y las características de la Asunción. Al final de la misma declaraba:

“Me atrevo a decir que nuestra propia satisfacción no hasido nunca el objetivo de nuestros pensamientos.

Que lo que ha fortalecido  nuestra valentía ha sido el oír de sus propios labios, monseñor, el testimonio de que nuestra regla es buena y edificante, y, más tarde, el haber recibido de sus manos el santo hábito, que llevamos con alegría y amor.

No sé qué es lo que hemos hecho, en la práctica de esta regla, para perder la benevolencia que su excelencia amablemente nos había concedido; pero si hemos sido consideradas indignas y no se ha de hacer con nosotras la obra de celo por la cual hemos querido trabajar, perdóneme por tomarme la libertad de decirle que es tan necesaria que se hará, tarde o temprano, por manos más santas; y que, por mí, no creo que tenga yo otra vocación que la de pertenecer a ella, cualesquiera que sean los sufrimientos o las dificultades que puedan derivarse de ahí”.

Monseñor Gros no tardó en darle una respuesta, en la que se manifestaba enteramente convencido de lo providencial de la obra, y afirmaba:

“Sólo puedo agradecerle a Dios las gracias que os haconcedido”.

Se va desarrollando la congragación

Santa María Eugenia de Jesús poco antes de morir

Al final, estaba definitivamente fundada la Asunción, sobre la fe y la firmeza de la Madre María Eugenia de Jesús. Las niñas llegaban, las escuelas empezaban a crecer y la congregación iba desarrollándose, para “formar verdaderas madres de familia, dar a las mujeres los conocimientos amplios y hábitos sencillos sin los cuales no sabrían ejercer la influencia que el cristianismo les debe dar”, como noticiaba la Gaceta de Francia, presentando las esperanzas depositadas en la nueva institución religiosa.

Con la misma valentía, la incansable fundadora enfrentó otras tormentas y obtuvo muchas victorias, como la aprobación pontificia de las constituciones de la Asunción, siempre con vistas a la implantación del Reino de Cristo.

Transcurrido poco más de un siglo de su muerte —ocurrida el 10 de marzo de 1898—, las religiosas de la Asunción tienen comunidades en varios países de Europa, África, Asia y en las tres Américas, dedicadas a la educación de las niñas de todas las clases sociales.

De esta santa y proficua vida podemos decir con el salmista: “Los que confían en el Señor son como el monte Sión: no tiembla, está asentado para siempre” (Sal 124, 1). Puesto que ella confió en el Señor, nada la hizo temblar.

Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio n°140 pp. 31-35

 

 

 

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