Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP.
Elías, el tesbita, representa junto con Moisés el modelo acabado del profeta del Antiguo Testamento. Su lema lo define enteramente: “Zelo zelatus sum pro Domino, Deo exercituum”[1]. (I Re 19, 10). La intimidad con Dios hizo de él una bendición extraordinaria para su generación. Sin embargo, el hecho de haber sido arrebatado en un carro de fuego muestra que aquellos hombres no merecían a un varón de su estatura moral, y ya no eran dignos de contemplar su rostro.
Lleno de odio sacral contra la idolatría, Elías brilla por su confianza plena en la Providencia, incluso en los momentos más angustiantes de su vida, llena de riesgos y epopeyas sacrosantas. Su rica personalidad se caracteriza por un equilibrio a toda prueba, así como también por un finísimo sentido profético, que lo llevaba a percibir con claridad la voluntad divina, a fin de ponerla en práctica con energía, énfasis y resolución.
Él manifestó ser una antorcha de la fe que mueve montañas, en medio de una generación que cojeaba con ambos pies pretendiendo servir ignominiosamente a Dios y a Baal. Con autoridad profética decretó la sequía y así se hizo, imploró el fuego del cielo y este bajó, consumiendo el holocausto que había preparado, diezmó a
los falsos sacerdotes idólatras y, al ver en el horizonte una nube del tamaño de un puño, anunció la inminencia de un temporal después de siete años de aridez.
Su vínculo con la Santísima Virgen es estrecho. El filón marial pasa por él y se enriquece en vista de la sublimidad de la Dama prefigurada. En efecto, la “nubecilla de Elías” se presenta como una señal radiante del advenimiento de María, que indicaba la lluvia torrencial de bendiciones por Ella traída a la tierra con el nacimiento de Jesús. Por ese motivo, el profeta de fuego se convirtió en el primer gran devoto de Nuestra Señora, a quien conoció místicamente.
De él surgiría la cohorte profética del Monte Carmelo, guiada por Eliseo después de su partida para el Cielo (cf. II Re 2, 11), que atravesaría los siglos y daría origen a la Orden Carmelitana, dedicada a honrar a la Virgen. No se puede llegar a la perfecta devoción a María sin participar del espíritu de Elías profeta. Esa marca eliática distingue a los verdaderos servidores de Nuestra Señora, confiriéndoles celo por la gloria de Dios, agilidad de águila para la contemplación divina, y santa cólera contra los demonios y los hijos de las tinieblas.
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