El abordaje de la cuestión sobre los ángeles, a menudo, se ve distorsionado por el sincretismo, por pseudoespiritualidades o, incluso en el ámbito católico, por una visión edulcorada de su función. El romanticismo contribuyó a representarlos como seres infantiles y fatuos, aunque virtuosos tocando el violín en el Cielo… Y la bibliografía contemporánea acerca de los ángeles crece, lamentablemente, en proporción a su tergiversación.
Sin embargo, este interés hodierno no encuentra un eco proporcional en las investigaciones teológicas serias. Cabe señalar que, si bien la angelología es parte colateral de la teología, cuyo eje gira en torno al Dios Uno y Trino, los ángeles se incluyen justo al inicio del Símbolo de la fe, como lo muestra el Concilio de Nicea, del año 325: «Creemos en un solo Dios Padre omnipotente, creador de todas las cosas, de las visibles y de las invisibles» (DH 125).
En el Antiguo Testamento, a veces la manifestación de los ángeles se confunde con la divina, como es el caso de la aparición de Dios a Abrahán junto a la encina de Mambré, seguida de la visión de tres hombres a la manera de ángeles (cf. Gén 18). En cuanto a la teofanía a Moisés, el Libro del Éxodo afirma: «El ángel del Señor se le apareció en una llamarada entre las zarzas» (3, 2) y, luego, Dios «lo llamó desde la zarza» (3, 4).
Por otra parte, a lo largo de la historia el diablo ha sembrado en la imaginación de los fieles una visión borrosa de los espíritus angélicos y de lo sobrenatural, y hasta de su propia naturaleza demoníaca, transfigurándose como «ángel de luz» (2 Cor 11, 14). En la Edad Moderna, por ejemplo, los ángeles, como ya hemos dicho, fueron humanizados en inofensivas formas pueriles de «angelitos barrocos». Tal visualización es diametralmente opuesta al relato bíblico: el Señor es «Dios de los ejércitos» (cf. 1 Sam 1, 3) angélicos, de los cuales, verbigracia, un solo oficial exterminó a ciento ochenta y cinco mil soldados asirios (cf. 2 Re 19, 35).
La imagen más representativa de los ángeles como miembros de la milicia celestial es la de San Miguel, defensor del pueblo de Dios, general del proelium magnum en el Cielo y de todas las grandes batallas en este mundo que «yace en poder del Maligno» (1 Jn 5, 19).
El demonio, a su vez, busca constantemente minar las fuerzas del bien con tentaciones, perpetradas incluso contra el Hombre-Dios. El objetivo de Satanás —que significa adversario— era precisamente impedir que el Redentor cumpliera su misión de liberar a los cautivos (cf. Lc 4, 18).
Por el momento, la Providencia permite que Satanás actúe en los cuatro rincones de la tierra, hasta que finalmente sea arrojado al lago de fuego y azufre por los siglos de los siglos (cf. Ap 20, 7-10). Así pues, por nuestra parte, debemos confiar y vigilar, como nos exhorta San Pedro: «Vuestro adversario, el diablo, como león rugiente, ronda buscando a quien devorar. Resistidle, firmes en la fe» (1 Pe 5, 8-9).
Una de las tácticas más eficaces de la guerra consiste exactamente en crearle engaños al enemigo, y eso es una especialización del diablo, el «padre de la mentira» (Jn 8, 44). Por tanto, se sirve de innumerables artificios, sea para menguar la auténtica concepción castrense de los ángeles, sea para disfrazarse de ángel bueno. Los demonios seguirán intentando conseguir conquistas hasta el fin de los tiempos. En vano… Porque Dios, por su parte, no «lo intenta»; Él sólo triunfa, junto con sus ángeles y sus santos.