
Existe en la vida del católico una actitud espiritual que es extremadamente peligrosa. Sutil, discreta y con extrema facilidad para camuflarse bajo un disfraz de virtud, es un veneno mortal para el alma, pues, sin darnos cuenta, nos transformamos en lo opuesto al católico: en verdaderos herejes. ¿Cuál es esta actitud? ¿Tiene un nombre? ¿Cómo la podemos evitar?
Hno Andrés Franco
Criminales potenciales. Herejes potenciales.
En cierta ocasión, Monseñor João contó el siguiente hecho a algunos de sus hijos espirituales: estaba él por una calle de la ciudad de São Paulo, en Brasil, y dieron con una casa que tenía un curioso aviso en su parte exterior: “¡Usted puede ser un criminal sin saberlo! Contáctenos.” Era una propaganda de una oficina de abogados, que de manera muy hábil ofrecían sus servicios insinuando algo que, analizado con cuidado, puede ser bastante real. ¡Son tantas las leyes que existen en nuestra sociedad, cuantas veces desconocidas por el común de las personas, y que, no menos veces son contradictorias con otras leyes ya existentes, con lo cual quien practique una ley necesariamente estará dejando de cumplir la otra… ¡Qué fácil es ser un “criminal” hoy en día! Sin saberlo y sin quererlo, usted y yo podemos estar incumpliendo la ley.
Pues bien, existe también un peligro, mucho más grave y con consecuencias aún más funestas que las que puede traer el no cumplir la ley a un ciudadano. Este peligro está al acecho de todos los católicos y, triste es decirlo, ya hace parte de la cotidianeidad de muchos otros… Este peligro es ser un hereje. ¿Cómo? Sí, estimado lector, usted puede ser un hereje sin saberlo… La objeción a una acusación así es natural, puesto que la creencia en las verdades de la Fe en usted, con certeza, es firme e inquebrantable: la Santísima Trinidad, la Presencia Eucarística, la Maternidad Divina de María, la Infalibilidad del Papa, etc. Todos los dogmas son conocidos y aceptados. ¡Es verdad! La objeción tiene cabida. Entonces, ¿qué puede hacer que seamos herejes sin saberlo?
Las virtudes son hermanas

Santo Tomás de Aquino
Las virtudes cristianas son todas ellas hermanas, como explican numerosos teólogos, a la cabeza de ellos Santo Tomás de Aquino. Esto quiere decir que, al practicar una de ellas, todas las demás suben, pues están vinculadas, pero, de la misma forma, si una se deja de practicar, todas las demás se perjudican. Este principio moral es tan importante que lleva a afirmar al Doctor Angélico que el bien en sí mismo proviene de una causa íntegra, pero el mal está presente habiendo cualquier defecto1. Es decir, sin integridad, no hay bien.
Entendido y aceptado lo anterior, pasemos a otra premisa, no menos importante: la herejía es la negación a cualquier verdad, revelada y enseñada como tal por quien tiene autoridad para hacerlo. Esta autoridad, en la tierra, solo la posee la Santa Iglesia Católica, única con el poder de “atar y desatar” dado por el mismo Jesucristo a San Pedro y sus sucesores (cf. Mt 16, 19).
Teniendo como base estas dos importantes premisas, continuemos nuestro raciocinio. Existe un inmenso número de virtudes que revisten el carácter de cristiano. Y no cabe duda que la caridad, la paciencia, la bondad, la mansedumbre, son especialmente destacables de este número. ¿No nos enseña Jesucristo: “aprended de mí que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11, 29); “sed sencillos como palomas” (Mt 10, 16b)? La nota característica del católico es esta bondad y mansedumbre que recubre todos sus actos exteriores. Pero tampoco podemos olvidar que existen de igual forma virtudes en apariencia contradictorias con las que acabamos de mencionar: el celo, la astucia, la radicalidad, la intransigencia, la combatividad. Y no ceden en importancia a las anteriores. Pero para muchos espíritus, la práctica de estas últimas está como que “vetada”, en el escrúpulo de dejar de ser lo primero. En este caso se aplica el refrán, cambiando su sentido: lo cortés quitó lo valiente…
La “herejía blanca”
Durante mucho tiempo se nos ha estado mostrando y enseñando una imagen del hombre y la mujer santos como personas practicantes de actos de amor, bondad y paciencia para con todos, incluso contra los malos y casi se diría que sobre todo con ellos, que en su vida aguantan persecuciones y odios, incluso mortales, y esparciendo amor y perdón, retribuyendo el bien por el mal. ¿Es esto erróneo? ¡Por supuesto que no! El mismo Jesucristo nos dio ejemplo de esta caridad y paciencia infinitas en lo alto del Calvario, cuando pronuncia sus primeras palabras estando crucificado: “Padre, perdónalos porque no saben lo que hacen” (Lc 23, 34). Pero si continuamos en nuestro análisis comienza a parecernos extraño notando que estos santos se nos muestran también carentes de fuerza, imposibilitados de cualquier acto de celo, incapaces de emprender cualquier lucha contra quien ataque sus principios morales y doctrinarios. Esto lo podemos notar abundantemente en la iconografía general de los santos… Pero no se queda solo en imágenes. Esta incompleta figura del santo se expande a la vivencia de muchos en nuestra actualidad. En resumen: nos es vendida una imagen simulada de lo que es la santidad, disfrazada con dicho nombre para ocultar lo que no es otra cosa que mediocridad, tibieza y debilidad.
Esto ya es una doctrina establecida y, triste es decirlo, enseñada aquí y allá, proyectando la imagen del bueno como el débil, el tonto, el mediocre y pusilánime, mientras que el malo se proyecta como el sagaz, el astuto, el único con capacidad y fuerza física y espiritual para realizar actos de importancia y realce. Esta doctrina, peligrosa hasta el último punto, fue titulada por el Dr. Plinio como “herejía blanca”. Es, en efecto, una negación al principio de una de las enseñanzas fundamentales de la Iglesia, basadas en la Sagrada Escritura: el bien debe ser practicado y el mal combatido. La llama “blanca” puesto que se disfraza de virtud, mostrándose cuidadosa y escrupulosamente practicante de una lista específica de virtudes, dejando la apariencia de estarse procediendo correctamente… Veneno sutil pero efectivo, que ya ha emponzoñado a tantas almas.
La virtud está en los extremos
Recordábamos antes la sabia sentencia del Aquinate, que el bien proviene de una causa íntegra. No puede titularse de bien algo en lo que culposamente falta una parte esencial: la intransigencia y el santo odio a lo que es contrario a ese bien. De ahí lo fundamental de la práctica de estas virtudes hoy tan olvidadas, criticadas, estigmatizadas y rechazadas. Esta herejía blanca ha hecho un daño tan profundo a las mentalidades católicas que incluso la concepción de actos heroicos, con carácter de lucha, de polémica, de apología, incluso física, con el mal es ya objeto de toda suerte de sospecha. Se prefiere, al mostrar la vida de los santos, ocultar todo aquello que pueda parecer “violento”, “radical”, “extremo”, siendo que la santidad no es otra cosa que el amor radical y extremo al Bien en esencia, que es Dios, y no ama verdaderamente a Dios quien no detesta con todas sus fuerzas lo que se opone a Él. Ser santo pasó a tener la connotación del débil: solo los malos son fuertes. A la hora del combate contra los agentes del mal, los buenos solo sabrían sonreír, aguantar y “ofrecer la otra mejilla”, pero no el en sublime sentido evangélico enseñado por Jesucristo, que proviene de la humildad, sino por la incapacidad y la irresolución. Y lo que se nos muestre diferente de esta imagen ya estereotipada causa estupor y choque.

San Francisco de Asís
¿Quién conoce, por ejemplo, que San Francisco de Asís, el santo que personificó la paz y el amor, después de inútiles intentos de convertir a los infieles de Oriente, predicó una Cruzada para que se tomara por las armas aquello que no se había podido recuperar por la disuasión pacífica? ¿Quién conoce que este mismo santo, durante una predicación en la que un niño interrumpía sin cesar por estar jugando con un objeto ruidoso, después de varios intentos de silenciarlo, sentenció a quien no era otra cosa que un ente satánico disfrazado con las siguientes palabras: “demonio, llévate lo que es tuyo”, abriéndose la tierra y tragando a la criatura? ¿Quién conoce que San Ignacio de Loyola, astro refulgente en el Cielo de los santos, fundó la Compañía de Jesús con la intención de ser un ejército armado con la doctrina para refutar y destruir completamente la herejía protestante, que hacía estragos en los reinos católicos de entonces? ¿Alguien conoce acaso el documento redactado por San Bernardo de Claraval, el Doctor Melifluo, en el que elogia la vida de los caballeros templarios, de quienes él mismo había redactado la regla, enseñándoles que la lucha que emprendían contra los infieles era un alto llamado, pues se santificaban con la espada en la mano? Y si expusiéramos aquí las vidas y obras de San Fernando de Castilla, San Luis Rey, Santa Juana de Arco, San Francisco de Sales, Santa Teresa de Ávila, San Juan Bosco… La lista sería interminable. Esto sin mencionar las innumerables citas de la Sagrada Escritura en las que el mal es castigado con una radicalidad pasmosa, o también las luchas sin cuartel sostenidas por los primeros Padres de la Iglesia contra las nacientes herejías, que amenazaban destruir a la Iglesia en sus primeros siglos de existencia Pero ¿Quién conoce o recuerda estos hechos? ¿No es curioso, cuando no sospechoso, que solo conozcamos una parte, obstinadamente mostrada bajo el mismo punto de vista?
¿Por qué estos santos —en realidad todos los santos—, tuvieron estos impresionantes actos de beligerancia contra el mal? Precisamente porque entendían que la santidad está en la práctica eximia de todas las virtudes, no solo de algunas de ellas, y que esa práctica estaba en los extremos: extremo de amor al bien y extremo de odio al mal. Para no ir más lejos, basta con leer un poco los Evangelios, en los que vemos con claridad este principio aplicado en la predicación de Nuestro Señor Jesucristo con sublime e inigualable perfección.
La fuerza de los malos está en la debilidad de los buenos
Si le formulara ahora mismo a usted, estimado lector, la pregunta siguiente: “¿usted quiere ser santo?”, no dudo un momento que la inmediata respuesta sería la afirmativa. Pero si modificáramos la pregunta y se la formulara de la siguiente manera: “¿Qué tipo de santo quiere ser?”, la respuesta tal vez solo venga después de una reflexión en todo lo que acabamos de exponer. Pues así es. Es la decisión que ahora usted, yo, todos debemos tomar: ser santos en el pleno sentido de la palabra. En un santo no cabe la mediocridad, la tibieza, las medias tintas, la pusilanimidad. En un santo no cabe la fragilidad y debilidad de la inseguridad frente al mal, no cabe la posibilidad de compaginarse con él, creando un estado de cosas indefinido, relativo y maleable entre lo bueno y lo malo, en una especie de entendimiento pacífico en el que el mal no es del todo mal ni el bien es del todo bien. ¡Esto no sería santidad! ¡Esto sería relativismo, que no es otra cosa que complicidad con el mal! Y un santo nunca es cómplice con el mal.
Jamás se repetirá con suficiente insistencia este principio: la fuerza de los malos está en la debilidad de los buenos. Y lo opuesto es igualmente cierto: la debilidad de los malos está en la fuerza de los buenos. Mientras el espíritu de la herejía blanca siga siendo el norte y el motor de la vida cristiana generalizada, el mal tendrá franqueadas las puertas para seguir su proceso de demolición de la obra de Dios y el imperio de Satanás terminará por instaurarse en el mundo. Es de esperar que ningún hombre y mujer de bien desee ser culpable de, por debilidad, haber permitido que tal cosa se dé. Cuidémonos en extremo de este sutil y peligroso veneno de la vida espiritual y seremos un obstáculo infranqueable para el avance del proceso del mal, seremos soldados victoriosos del Bien y la Verdad absolutos, seremos instrumentos eficaces para la derrota definitiva del demonio y la instauración del Reino de Cristo en la Tierra.
Sobra decirlo: jamás el ser combativo y radical contradirá el ser bondadoso, afable, paciente y caritativo. Si toda virtud proviene del amor a Dios, el sano equilibrio entre todas esas virtudes tiene su raíz en ese amor a Dios. No existiendo éste, todo, tanto un punto como otro entrarán en desequilibrios y peligrosos desvíos.

Nuestra Señora del Rosario de Lepanto
Pidamos a la Santísima Virgen, Reina victoriosa contra el mal, que nos ayude en nuestra lucha cotidiana para ser realmente íntegros. Que nos proteja de la herejía blanca, y de todo y cualquier desvío en la práctica de la perfección cristiana a la cual todos estamos llamados. Ella, más que nadie, practicó eximiamente las virtudes, ¡todas ellas! En María se verificó de modo inigualable el amor perfectísimo a Dios junto con el recíproco odio perfectísimo al mal. Que Ella nos oriente y nos ayude para saberla imitar, siendo auténticos y eficaces miembros de la Iglesia Militante.
1 Bonum ex íntegra causa, malum ex quocumque defectu (ST, I-II, q. 71, a. 5, ad 1).