
Las enseñanzas que trae la Solemnidad de Pentecostés nos ponen en la perspectiva de la enorme necesidad de crecer en la devoción al Espíritu Santo, a quien un gran teólogo del siglo XX, el P. Antonio Royo Marín, OP, llamó “el gran desconocido”,1 y que también podría ser denominado como “el gran olvidado”.
Desde que nos levantamos debemos pedir su intervención en todas nuestras actividades del día, de acuerdo con los puntos contemplados en la Secuencia de esta Liturgia. No hay nada que pueda abatir a quien está lleno del Espíritu Santo. Si nos edifica la integridad de los mártires — siempre firmes en la fe, como lo fue San Lorenzo al ser quemado en la parrilla—, también nosotros, aunque no hayamos pasado por suplicios como los de ellos, estamos sometidos al martirio de la vida diaria, con sus decepciones, desilusiones y traumas de relaciones —a veces incluso dentro de nuestra propia familia. En cualquier circunstancia, debemos tener la certeza de que la solución para todas las angustias, aflicciones o perturbaciones está en la luz del Espíritu Santo.
Si vivimos en este mundo no por la carne, sino por el Espíritu, siguiendo el consejo de San Pablo —“cuantos se dejan llevar por el Espíritu de Dios, esos son hijos de Dios” (Rm 8, 14)—, percibiremos la insignificancia de todos los tormentos que nos asaltan ante la esperanza en la maravilla de la resurrección, cuando recuperaremos nuestra propia carne, finalmente gloriosa y transformada.
“Emitte Spiritum tuum et creabuntur…”
En esta solemnidad que cierra el ciclo pas cual, debemos entregarnos por entero al Espíritu Santo, suplicándole que cuide de nosotros, según reza la Oración del Día: “no dejes de realizar hoy, en el corazón de tus fieles, aquellas mismas maravillas que obraste en los comienzos de la predicación evangélica”.2 ¡Deseemos con ardor participar de la misma alegría que sintieron los Apóstoles en el momento de Pentecostés en el Cenáculo! ¡Pidamos que la disposición de llevar el Reino de Cristo hasta los confinesdel universo sea una realidad también en nuestros días! Queramos ver la faz de la tierra incen- diada por una llamarada de amor según las palabras de Jesús: “He venido a prender fuego a la tierra. ¡Y cuánto deseo que ya esté ardiendo!” (Lc 12, 49). ¡Ése es nuestro anhelo! Que se propague ese fuego con todo su esplendor, pa- ra infundir nueva vida a la Santa Iglesia: “Emitte Spiritum tuum et creabuntur, et renovabis faciem terræ” (Sal 103, 30), y pueda la Virgen María proclamar: “¡Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfó!”.
Tomado de la Revista Heraldos del Evangelio nº118, mayo de 2013; pp.17-18