Verdadero campo de batalla

Publicado el 11/07/2024

La voz de los Papas

Debemos adorar las disposiciones de la Divina Providencia, que, habiendo
establecido su Iglesia aquí abajo, le permite que encuentre en su camino obstáculos de toda clase y formidables resistencias.

Lucha que concluirá al final de los tiempos

La razón es evidente, porque la Iglesia es militante y, por tanto, está en lucha continua: lucha que hace del mundo un campo de batalla vivo y del cristiano un valeroso soldado, que combate bajo el estandarte del Crucificado; lucha que, iniciada con la vida de nuestro santísimo Redentor, sólo concluirá al final de los tiempos. Por eso cada día, como los valientes de la tribu de Judá al regresar del cautiverio, debemos con una mano rechazar al enemigo y con la otra erigir las paredes del Templo santo, es decir, trabajar por nuestra santificación. Y nos confirma en esta verdad la vida misma de los héroes para quienes se acaban de publicar los decretos: héroes que alcanzaron la gloria no sólo entre negros nubarrones y pasajeras borrascas, sino en medio de continuos conflictos y duras pruebas, hasta el punto de dar su sangre y su vida por la fe. 

El coraje llegará cuando la fe esté viva

 En efecto, el coraje no tiene razón de ser más que en la medida en que tiene como fundamento una convicción. La voluntad es una potencia ciega cuando no está iluminada por la inteligencia; y no se puede caminar con paso firme entre las tinieblas. Si la generación actual tiene todas las incertidumbres y dudas de un hombre que anda a tientas, es una clara señal de que ya no valora la palabra de Dios, que es la lámpara que guía nuestros pasos y la luz que ilumina nuestros senderos: «Lucerna pedibus meis verbum tuum et lumen semitis meis» (Sal 118, 105). El coraje llegará cuando la fe esté viva en el corazón, cuando se practiquen todos los preceptos impuestos por la fe, porque la fe es imposible sin obras, como es imposible imaginar un sol que no dé luz y calor. Y los mártires que conmemoramos son testigos de esta verdad, porque no se puede creer que el martirio sea un acto de simple entusiasmo en el que se coloca la cabeza bajo el hacha para ir directo al Cielo; supone el largo y pepenoso ejercicio de todas las virtudes, omnimoda e immaculata munditia.

Pura como un ángel, altanera como un león

Y para hablar de la que os es más conocida, la Doncella de Orleans, ya en su humilde pueblo natal, ya entre la licencia de las armas, se mantiene pura como un ángel, altanera como un león en todos los peligros de batalla, y compasiva para con los miserables e infelices. Sencilla como una niña, en la quietud de los campos y en el tumulto de la guerra, está siempre recogida en Dios, y es toda amor por la Virgen y por la santísima Eucaristía como un querubín. Llamada por el Señor a defender su patria, responde a la vocación para una empresa que todos, incluida ella misma, creían imposible; pero lo que es imposible para los hombres siempre es posible con la ayuda de Dios.

Flaqueza de los cristianos, nervio del reino de Satanás

No exageremos, por tanto, las dificultades de practicar lo que la fe nos impone para cumplir con nuestros deberes, para ejercitar el fructífero apostolado del ejemplo, que el Señor espera de cada uno de nosotros: «Unicuique mandavit de próximo suo»2 (Eclo 17, 12). Las dificultades vienen de quien las crea y las exagera, de quien confía en sí mismo sin la ayuda del Cielo, de quien cede cobardemente, temeroso a la burla y al escarnio del mundo. Por eso se ha de concluir que, en nuestros tiempos más que nunca, la principal fuerza de los malos es la cobardía y la debilidad de los buenos, y todo el nervio del reino de Satanás reside en la flaqueza de los cristianos.

Lamentación del Papa

¡Oh!, si se me permitiera, como lo hacía en espíritu el profeta Zacarías, preguntar al divino Redentor: «¿Qué son estas llagas entre tus manos? — Quid sunt plagae istae in medio manuum tuarum?» (13, 6a). No cabría duda sobre la respuesta: «Me han sido infligidas en casa de los que me amaban —His plagatus sum in medio eorum qui diligebant me» (13, 6b); por mis amigos, que nada hicieron por defenderme y que, al contrario, se hicieron cómplices de misadversarios.

«¡Gran Dios, salva a Francia!»

Y de este reproche, hecho a los cristianos negligentes y medrosos de todos los países, no pueden eximirse muchos cristianos de Francia; a la cual, si mi venerado predecesor la llamó nobilísima nación misionera, generosa, caballeresca, […] yo añadiré a su gloria lo que al rey San Luis le escribió el papa Gregorio IX: «Dios, a quien obedecen las legiones celestiales, habiendo establecido aquí abajo diferentes reinos según la diversidad de lenguas y climas ha confiado a gran número de gobiernos misiones especiales para el cumplimiento de sus designios. Y como otrora prefiriera la tribu de Judá a la de los demás hijos de Jacob y la dotase de bendiciones especiales, así eligió Francia con preferencia a todas las demás naciones de la tierra para la protección de la fe católica y para la defensa de la libertad religiosa. Por eso Francia es el reino de Dios mismo y los enemigos de Francia son los enemigos de Cristo. Por eso Dios ama a Francia, porque ama a la Iglesia, que atraviesa los siglos y recluta legiones para la eternidad. Dios ama a Francia, que ningún esfuerzo ha logrado jamás separar enteramente de la causa de Dios. Dios ama a Francia, donde en ningún momento la fe ha perdido su vigor; donde reyes y soldados nunca han titubeado en afrontar los peligros y dar su sangre por la conservación de la fe y la libertad religiosa». […] Lo que parece imposible a los hombres es posible para Dios. Y en esta certeza me afirman la protección de los mártires que dieron su sangre por la fe y la intercesión de Juana de Arco, que, como vive en el corazón de los franceses, repite continuamente en el Cielo la oración: «¡Gran Dios, salva a Francia!».

 

Fragmentos de: SAN PÍO X. Discurso en la publicación de los decretos sobre las virtudes heroicas de Juana de Arco, Juan Eudes, Francisco de Capillas, Juan Teófano Vénard y compañeros, 13/12/1908 –

Traducción: Heraldos del Evangelio.

1 Del latín: omnímoda e inmaculada pureza.

2 Del latín: «Le dio a cada uno preceptos

acerca del prójimo».

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