
Por fin, el odio culminó en la lapidación, y entonces pasó esta escena maravillosa: San Esteban, como otro Cordero de Dios, con los ojos elevados al cielo, todo herido, pronunció esta oración:“¡Señor Jesús, recibid mi espíritu!”
Plinio Corrêa de Oliveira
A medida que San Esteban manifestaba las maravillas que traía en su interior, el odio contra él iba aumentando.
Primero, delante de los milagros que operaba, los enemigos se levantaron para disputar con él. Después, habiendo discutido maravillosamente el santo diácono, reduciéndolos al silencio, aumentó en ellos el odio al punto de hacerles rechinar los dientes. Al verlo en un éxtasis, transbordando de sobrenatural, decidieron matarlo.
¿Odio a qué? No pensemos que San Esteban fue inhábil, imprudente, de manera a no hacerse entender por aquella gente. Lo entendieron con perfección.
Pero está en la esencia de la iniquidad y perfidia de los hijos de las tinieblas odiar el bien y la verdad, que, cuanto más se van manifestando, más son odiados.
Por fin, el odio culminó en la lapidación, y entonces pasó esta escena maravillosa: San Esteban, como otro Cordero de Dios, con los ojos elevados al cielo, todo herido, pronunció esta oración:“¡Señor Jesús, recibid mi espíritu!” Enseguida, encorvado por las pedradas, cayó de rodillas y dijo: “¡Señor, no les imputes este pecado!”
Un suspiro… y aquel hombre todo ensangrentado durmió en el Señor. La tormenta se había transformado en un sueño, en la muerte plácida de los justos; el martirio estaba consumado y su alma subía al Cielo.