Víctima expiatoria

Publicado el 10/02/2022

Santa Teresita era singularmente hermosa, de trazos regulares, aspecto luminoso y semblante vasto, firme y resuelto; su fisonomía permite mostrar cualidades que parecen opuestas, al menos según la mentalidad liberal, como la bondad y la firmeza, la distinción y la sencillez, el dominio perfecto y absoluto de sí y la naturalidad más atractiva.

Plinio Corrêa de Oliveira

Santa Teresita del Niño Jesús es, por así decirlo, una Santa de nuestros días. Celebraremos en poco tiempo el cincuentenario de su muerte, y muchas de las personas que por ventura aún se encuentran entre nosotros, son absolutamente contemporáneas de la joven carmelita que expiró a la edad de veinticuatro años.

Trataron de ocultar el sentido profundo, admirable y heroico de su existencia

Afortunadamente, la fotografía ya estaba inventada en sus días, por lo que conservamos el auténtico retrato de la gran Santita: singularmente hermosa, de trazos regulares, aspecto luminoso y semblante vasto, firme y resuelto; su fisonomía permite mostrar cualidades que parecen opuestas —al menos según la mentalidad liberal— como la bondad y la firmeza, la distinción y la sencillez, el dominio perfecto y absoluto de sí y la naturalidad más atractiva.

Si no tuviéramos fotos de la “Santa Rosa del Carmelo”, ¿qué idea tendríamos de ella? La que nos presentan muchas de sus imágenes: dulce, de una dulzura sentimental y casi romántica; buena, de una bondad puramente humana y sin el menor soplo de sobrenatural; en fin, una joven de buenas inclinaciones, aunque demasiado sensible, nunca una auténtica y genuina santa, una luz brillante en el firmamento espiritual de la Iglesia del Dios Verdadero. Cierta iconografía, sin cambiar los rasgos de la Santa, alteró, no obstante, su fisonomía.

Lo mismo ocurre con su biografía. Según alguna literatura sentimental religiosa, sin manipular propiamente los datos biográficos de Santa Teresita, dicha literatura encontró formas de interpretar de manera tan unilateral y superficial ciertos episodios de su vida, que llegó a desfigurar de alguna manera su significado. Las deformaciones iconográficas y biográficas se hicieron todas en una misma dirección: ocultar el sentido profundo, admirable y heroico de la existencia de la inmortal Santa.

En el cincuentenario de su muerte alguien que le debe mucho y quizás excesivamente, procurará pagarle con respetuoso amor parte de esta deuda, haciendo un comentario doctrinal de su vida.

El tesoro de la Iglesia

El pecado original cometido por Adán y los pecados posteriormente practicados por la humanidad son ofensas a Dios. Para rescatar esas ofensas y aplacar la ira divina era necesario que la humanidad expiara, y esta expiación era como el pago de un precio que compensaría la falta cometida. Hay en esto, en cierto modo, una restitución. Por el pecado, el hombre se apropió de manera indebida de placeres, ventajas y deleites a los que no tenía derecho. Para reparar la justicia, era necesario abandonar, inmolar y sacrificar todo esto. El sacrificio reparador toma, así, el aspecto de un precio de rescate por el cual se repara la falta cometida. Para redimir estos pecados, la Santa Iglesia dispone de un tesoro. Veamos de qué naturaleza es.

Por supuesto que no se trata de un tesoro en riquezas materiales. Es un tesoro moral y espiritual, como la naturaleza moral de las faltas que deben ser rescatadas. Se compone, antes que nada y esencialmente, de los méritos infinitamente preciosos de Nuestro Señor Jesucristo, que, en el momento de la Santa Muerte del Salvador, fueron aceptados por Dios y produjeron la Redención de la humanidad. Los sufrimientos, las virtudes, las expiaciones de los hombres pecadores serían totalmente incapaces de aplacar la cólera divina. El Santo Sacrificio del Hombre-Dios sería suficiente para hacerlo. Además, una simple gota de la preciosa Sangre bastaría para redimir a toda la humanidad.

Sin embargo, por designios insondables de la Divina Providencia, la Redención no se obró en el momento en que vertió la primera Sangre del Redentor, sino sólo cuando expiró por nosotros en la Cruz, después de un diluvio de tormentos. Por un carácter igualmente misterioso, Dios no se contenta con el sacrificio súper abundantemente eficaz del Redentor. La humanidad está redimida, y en sí misma, la obra de la Redención se ha completado; pero para salvar a los pecadores, para expiar sus pecados actuales, para que las almas descarriadas puedan aprovecharse del Sacrificio del Hombre-Dios, es necesario que nosotros también alcancemos méritos.

Papel de la gracia divina

El tesoro de la Iglesia está compuesto, por tanto, de dos parcelas. Una, infinitamente preciosa, súper abundantemente eficaz: es la de los méritos de Nuestro Señor Jesucristo. Otra pequeñísima e insignificante: es la de los méritos de los hombres, adquiridos a lo largo de la vida multisecular de la Iglesia. La pequeña parte sólo es válida en unión con la parte infinita. Pero —misterio de Dios— aunque perfectamente prescindible en sí misma, esta parte es indispensable porque Dios lo quiso: “Quien te creó sin ti, no te salvará sin ti”, dice San Agustín. Dios nos creó sin nuestra cooperación, pero para salvarnos Él quiere nuestra cooperación. Cooperación de apostolado, sí, pero también en oración y sacrificio. Sin los méritos de los hombres, el tesoro de la Iglesia no estará completo y la humanidad no disfrutará plenamente de los frutos de la salvación.

Visto el tema desde otro ángulo, debemos recordar el papel de la gracia para la salvación. Ningún hombre es capaz del más mínimo acto de virtud cristiana sin ser llamado a esto por la gracia de Dios, y ayudado por ella.

En otras palabras, la primera idea, el primer impulso, toda la realización del acto de virtud sobrenatural se hace con la ayuda de la gracia. Esto de tal manera que nadie podría practicar el más mínimo acto de virtud cristiana, ni siquiera pronunciar con piedad los Santísimos Nombres de Jesús y María, sin la ayuda sobrenatural de la gracia. Todo esto es verdad de Fe, y quien lo negara sería hereje. Nuestra voluntad coopera con la gracia, y sin su ayuda no hay virtud posible; pero, por sí sola, sin la gracia, ella es absolutamente incapaz de practicar la virtud sobrenatural.

Ahora bien, como sin virtud nadie agrada a Dios o es salvado, siendo la gracia necesaria para la virtud, es fácil darse cuenta de que ella es necesaria para la salvación.

Todos los hombres reciben suficientes gracias para salvarse. Esto también es una verdad de fe. Pero, de hecho, por la maldad humana, que es inmensa, muy pocos serían los hombres que se salvarían sólo con la gracia suficiente. Es necesario que la gracia sea abundante para vencer la maldad del abuso del libre albedrío humano. La abundancia de esta gracia, ¿cómo obtenerla de Dios, justamente enojado por los pecados de los hombres? Evidentemente con el tesoro de la Iglesia.

Sin embargo, como hemos visto, este tesoro consta de dos parcelas, una de las cuales es perfecta e inmutable, la de Dios, y la otra, cambiante e imperfecta, la de los hombres. Cuanto más deficiente es la parte humana del tesoro de la Iglesia, tanto menos abundantes serán las gracias. Cuanto menos abundantes sean las gracias, tanto menos numerosas serán las almas que se salven. De donde se deduce que un elemento capital para que las almas se salven es que el tesoro de la Iglesia siempre esté lleno de los méritos producidos por los hombres. Los grandes pecadores son hijos enfermos para cuya curación los tesoros de la Iglesia se dan pródigamente. Los grandes santos son los hijos sanos y actuantes que reponen, a cada instante, en ese tesoro riquezas nuevas que sustituyen las que se emplean con los pecadores.

Todo esto nos permite establecer una correlación: para los grandes pecadores, grandes gastos en el tesoro de la Iglesia. O estos grandes gastos son suplidos por nuevas ofertas de generosidad de Dios y de las almas santas, o las gracias son cada vez menos abundantes, y el número de pecadores aumenta.

Jamás hacer su própria voluntad

De ello se deduce que nada más necesario para la expansión de la Iglesia

que enriquecer, siempre y cada vez más, su tesoro sobrenatural con nuevos méritos. Evidentemente, se pueden adquirir méritos practicando la virtud en todas partes. Pero hay almas en el jardín de la Iglesia que Dios destina especialmente para este propósito. Son las que él llama a la vida contemplativa, en conventos solitarios, donde almas de elección están especialmente dedicadas a amar a Dios y a expiar por los hombres. Estas almas valientemente le piden a Dios que les mande todas las pruebas que quiera, siempre y cuando se salven numerosos pecadores. Dios las flagela sin cesar, de un modo o de otro, cogiendo de ellas la flor de la piedad y del sufrimiento, para que estos méritos salven nuevas almas. Consagrarse a la vocación de víctima expiatoria por los pecadores: ¡no hay nada más admirable! Y esto mucho más cuanto son muchos los que trabajan, muchos los que rezan; pero ¿quién tiene el coraje para expiar?

Este es el sentido más profundo de la vocación de los trapenses, de las franciscanas, dominicas y carmelitas entre las cuales floreció la suave y heroica Teresita.

Su método fue especial. Practicando la conformidad plena con la voluntad de Dios, ella no pidió sufrimientos, ni los rehusó. Que Dios hiciese de ella lo que entendiese. Nunca pidió a Dios o a sus superioras que apartaran de ella cualquier dolor, cualquier mortificación. La sumisión plena era su camino. Y, en materia de vida espiritual, la sumisión plena es equivalente a la plena santificación.

Su método se caracteriza por otra nota importante. Santa Teresita no practicó grandes mortificaciones físicas. Ella simplemente se limitaba a las prescripciones de su Regla. Pero se esmeró en otro tipo de mortificación: hacer mil pequeños sacrificios a toda hora, a cada instante. Nunca hacer su voluntad propia. Nunca buscar comodidades o aquello que es deseable. Siempre realizar lo contrario de lo que pedían los sentidos. Y cada uno de estos pequeños sacrificios era una pequeña moneda en el tesoro de la Iglesia. Moneda pequeña, sí, pero oro de ley: el valor de cada pequeño acto consistía en el amor de Dios con que era hecho.

¡Y qué amor tan meritorio! Santa Teresita no tenía visiones, ni siquiera los movimientos sensibles y naturales que hacen tan amena a veces la piedad. Absoluta aridez interior, amor árido, pero admirablemente ardiente, de la voluntad dirigida por la fe, firme y heroicamente adherida a Dios en la atonía involuntaria e irremediable de la sensibilidad. Amor árido y eficaz es sinónimo, en una vida de piedad, de amor perfecto.

Gran camino, camino simple. ¿No es simple hacer pequeños sacrificios? ¿No es más simple no tener visiones que tenerlas? ¿No es más sencillo aceptar los sacrificios que pedirlos?

Camino simple, camino para todos. La misión de Santa Teresita fue mostrarnos un camino en el que todos podíamos transitar. Espero que ella nos ayude a recorrer este camino real que conducirá a los altares no sólo a una u otra alma, sino a legiones enteras.

Extraído de O legionário, No. 790, 28/9/1947

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