Hay quien sostiene que Dios tan sólo consuela y que el pecado nunca debe ser castigado… No es esto, sin embargo, lo que se desprende de las revelaciones recibidas por la Beata Isabel, en armonía con un flujo de profetismo neotestamentario que desemboca en Fátima.
Carolina Fugiyama Nunes
Mísera ciudad, gente ingrata! La justicia de Dios os castigará». «Me pareció entonces ver el mundo entero en desorden, particularmente la ciudad de Roma. […] El cielo se cubrió de una negra neblina, descargando los rayos más tremendos, incendiando aquí, quemando allá: la tierra, no menos que el cielo, quedó convulsionada. Los terremotos más horribles, las vorágines más ruinosas provocaron los últimos estragos sobre la tierra. De esta guisa fueron separados los buenos católicos de los falsos cristianos». «¡Ay de aquellos religiosos y religiosas inobservantes, que despreciaron las santas reglas! ¡Ay, ay, porque todos perecerán bajo el terrible flagelo!».1
¿Qué pensar de estas palabras? ¿Serán predicciones de la ciencia, un mito o invenciones concebidas por alguna fértil imaginación? No, querido lector, son profecías transmitidas por Dios a una de sus hijas más dilectas en el siglo xviii.
Hay quien sostiene, movido por un falso concepto de misericordia, que Dios tan sólo consuela y alienta; otros pregonan que el pecado nunca debe ser castigado… Sin embargo, no es esto lo que se desprende de las revelaciones recibidas por la Beata Isabel Canori Mora. Como en tantos otros pronósticos de almas dotadas de carisma profético a lo largo de la historia, en sus escritos destacan duras recriminaciones contra el mundo pecador, visiones de terribles y amenazantes castigos venideros, e invectivas de un Dios justiciero que, airado por los crímenes cometidos contra su Iglesia, promete vengarla, restaurarla y glorificarla. Esto es algo similar al mensaje que, en 1917, la Virgen les transmitió a los tres pastorcillos de Fátima, el cual, aunque pueda sorprender por el anuncio de graves puniciones, llena de esperanza el corazón católico por la previsión del triunfo del Inmaculado Corazón de María.
Veamos, en unas pinceladas, fragmentos de las profecías de esta beata y del mensaje que la divina Justicia, por su intermedio, quiso enviar a los hombres aspirando a su conversión.
«Yo seré el sacerdote y tú, la víctima»
María Isabel Cecilia Canori Mora nació en Roma, el 21 de noviembre de 1774. A los 12 años, por orden del Señor, hizo voto de castidad. No obstante, dejándose influenciar por su familia, tiempo después abrazó las costumbres más mundanas. A pesar de los problemas de conciencia que le causaba su falta de correspondencia, se casó con un reconocido abogado romano, Cristóbal Mora, quien a partir de entonces se transformaría en la cruz y el aguijón de su vida.
Era el amor de Dios el que la perseguía, dirigiendo su vida hacia una dolorosa conversión. Con el auxilio de la gracia, encontró en el sufrimiento el camino para purgar sus numerosos pecados y el medio para iniciar una íntima relación con Dios.
A los 29 años el Señor la visitó con las primeras experiencias místicas. Isabel se convirtió en una vidente de las tribulaciones de la Iglesia, siendo favorecida con dones proféticos y con los estigmas de la Pasión. Dios le mostró, en visiones sobrenaturales, las duras batallas que la Iglesia militante tendría que librar en los últimos tiempos contra las fuerzas del mal que, externamente y en su interior, buscaban destruirla.
En 1814, decidió hacer un acto de ofrecimiento de su vida, dispuesta a renunciar a todo y a sufrir en sí todas las penas que el Señor quisiera enviarle. Sediento de tales sacrificios, Dios enseguida la tomó como víctima de amor por la Iglesia y por el papado, animándola, en dos ocasiones, con estas palabras: «Hija, amada mía, ofrécete a mi Padre celestial en pro de mi Iglesia. Te prometo mi ayuda»; «Confía en los excesos incomprensibles de mi infinita misericordia. Ten valor para sufrir por mi amor. Estaré siempre contigo para ayudarte y para hacerte victoriosa de ti misma. Te dejo a mi querida Madre para tu consuelo. Hija, mi amor es el que te crucificará en esta cruz. Yo seré el sacerdote y tú, la víctima».
Dolorosas aflicciones de la Santa Iglesia
Las visiones de Isabel son insistentes en relación con las tragedias que, aun habiendo comenzado en su tiempo, todavía estaban a punto de descargarse en toda su plenitud sobre el mundo y sobre la Iglesia. Le fueron mostradas las dolorosas aflicciones que la Santa Iglesia tendría que sufrir «por parte de quienes, en nombre del bien y del provecho, pretenden arruinarla; pues son los lobos rapaces que, con piel de oveja, buscan su total destrucción».
La beata percibía claramente que, muchas veces, los peores enemigos y perseguidores de Jesús crucificado se encuentran en la propia Iglesia, profanando la santa fe de los Apóstoles y desviando a los fieles de la ley divina con doctrinas nefastas; «sirviéndose —decía— de las mismas palabras de las sacrosantas Escrituras y de los santos Evangelios para pervertir el recto sentido, para sustentar su perversa malicia y sus máximas indignas».
Con gran horror, Isabel comprendió el estado lamentable de innumerables almas consagradas al Señor: «¡Vi los sacrilegios que cometen tantos ministros de Dios! ¡Vi su codicia, su apego a los bienes transitorios, su olvido del verdadero culto a Dios! ¡Vi el bien aparente, hecho con fines sinuosos! […] Me mostraron la mala administración de los santuarios. Vi la gran deshonra que Dios recibe de los malos sacerdotes».
Su mayor tristeza consistía en constatar cómo la Esposa Mística de Cristo era perjudicada por la infidelidad de sus ministros que, en lugar de sostenerla al precio de su propia sangre, la traicionaban, apoyándose en las falsas máximas del mundo…
Verdadera víctima por la Iglesia, Isabel sufría profundamente con los pecados del clero y le pedía ardientemente a Dios: «Descarga sobre mí el terrible castigo, aniquílame, haz de mí lo que quieras; pero salva a los pobres pecadores, ¡salva a la Iglesia!». Entonces, el Padre eterno, al verla desbordante de este deseo, condescendió en darles algo de tiempo a los pecadores para que se convirtieran.
El triunfo de la justicia sobre la misericordia
Nuestro Señor, sin embargo, insistió en convencerla de que las iniquidades de la humanidad clamaban al Cielo: «Mi justicia está cansada de soportar el grave peso de estas atrocidades. Mi eterno Padre ya no quiere aceptar los sacrificios de sus almas escogidas, que como víctimas se ofrecen con rígidas penitencias para contener su airada indignación».
¡Dura revelación para un corazón inflamado de caridad como el de Isabel! Las barreras que su deseo de misericordia ponía a esta afirmación la hicieron sufrir inmensamente más que las privaciones y los sacrificios con los que torturaba su cuerpo para apaciguar la justicia divina.
Un día, Dios se le apareció bajo la apariencia de un fuerte guerrero armado. «Con su espada vengadora estaba a punto de desquitar los graves agravios que recibía de los suyos», narra la vidente. Incapaz de complacerse ante las desgracias que estaban por sobrevenirle al mundo, Isabel sintió que se iniciaba en su interior un duelo terrible… Al fin y al cabo, la justicia triunfó sobre la misericordia y la beata se rindió ante los divinos anhelos que le eran manifestados.
Terribles castigos sobre el mundo
Igualmente impresionantes son los mensajes recibidos por la bienaventurada sobre las penas reservadas al mundo pecador. El Señor le mostró la enormidad de los pecados que reinaban sobre la tierra, la injusticia, el fraude, el libertinaje y toda clase de iniquidades: «¡Dios mío! Qué dolor sintió mi pobre espíritu al ver que todos aquellos pueblos tenían apariencia más de bestias que de hombres. ¡Oh, qué horror tenía mi espíritu ante todos estos hombres tan deformados por el vicio!».
Así describe Isabel la visión que el Señor le confió: «El cielo se cubrió de un tenebroso azul, que sólo verlo causaba horror. […] El terror, el espanto, dejará a todos los hombres y a todos los animales en sumo pavor. El mundo entero estará en rebeldía y [los hombres] se matarán unos a otros, se masacrarán unos a otros sin piedad. En el tiempo de la sangrienta lucha, la mano vengadora de Dios estará sobre estos desdichados y, en su omnipotencia, castigará su orgullo, su temeridad y su descarada osadía».
Quizá estas palabras no sean tan exageradas dada la brutalidad de las guerras contemporáneas, inimaginables en tiempos de la beata. Pero, en realidad, parecen que apuntan a acontecimientos distintos, aún no vistos por la humanidad.
De hecho, llama la atención que, según Isabel, los ejecutores de la justicia divina en esta ocasión serán los propios demonios y seres infernales que buscan destruir a su Iglesia.
Aurora del triunfo y de la glorificación
Ahora bien, una vez concluido este período en el que la santísima cólera de Dios se manifestará como nunca, Isabel relata que el castigo dará paso a una feliz y universal restauración del orden y de la virtud. En efecto, incluso en su justicia más implacable, la Providencia siempre tiene como objetivo promover el bien y hacer reinar la santidad. Además, no dejará de premiar con una era de gracia y de santidad al pequeño número de sus elegidos que se mantuvieran fieles durante la gran purificación del mundo.
Las divinas palabras dirigidas a la Beata Isabel son muy claras y están llenas de esperanza: «Enviaré celosos sacerdotes para predicar mi fe, formaré un nuevo apostolado, enviaré mi divino Espíritu para renovar la tierra. […] Daré a mi Iglesia un nuevo pastor, docto y santo, lleno de mi espíritu, que con su santo celo reformará la grey de Jesucristo».
Al recibir estas revelaciones y entender la imperiosa necesidad de un castigo para que éstas se cumplieran plenamente, Isabel comenzó a amar con mayor profundidad las sabias disposiciones de Dios. Esto es lo que narra acerca de los efectos de la punición divina: «Habiendo realizado esto, me pareció que el mundo entero respiraba en paz, y que por medio de hombres doctos y santos se restablecería el justo orden en la tierra, para suprema gloria de Dios y honra de nuestra Santa Iglesia Católica. Me parecía que habían cesado los pecados y que se hacía verdadera penitencia por todas partes; me parecía que reinaba la paz, la justicia; la fe de Jesucristo triunfaba por todas partes y hacía a los hombres seguidores del santo Evangelio».
Purificada y restaurada, la Esposa Mística de Cristo irradiará su santidad sobre los pueblos: «Toda la Iglesia se reordenó según los verdaderos dictados del santo Evangelio, se restablecieron las órdenes religiosas y todas las casas de los cristianos se convirtieron en otras casas religiosas; tal era el fervor, el celo por la gloria de Dios, que todo se ordenaba en función del amor a Dios y al prójimo. De esta manera se formó en un momento el triunfo, la gloria, la honra de la Iglesia Católica: por todos era aclamada; por todos, estimada; por todos, venerada; todos se dedicaron a seguirla, reconociendo todos al vicario de Cristo, el sumo pontífice».
¿No parece brillar en estas palabras el anuncio profético de María Santísima en Fátima: «Por fin, mi Inmaculado Corazón triunfará»?
«¡Tempus faciendi!»
Analizando detenidamente la historia, desde los tiempos de la Beata Isabel Canori Mora hasta nuestros días, no podemos afirmar que sus revelaciones ya se hayan cumplido por completo. Al mismo tiempo, es innegable que los pecados y las calamidades que ella predijo se han confirmado de forma creciente, y a escala mundial. ¿No será lícito e incluso sensato confiar, por tanto, que la intervención de Dios esté cerca y que Él espera de sus hijos pasos decisivos hacia la conversión de los corazones.
Si la respuesta a estas interrogantes es afirmativa, imploremos a la Virgen María y a su Hijo Santísimo que nos concedan ser parte del número de aquellos que, aun en medio de las más terribles convulsiones, verán en éstas la mano misericordiosa de Dios velando por el bien de la humanidad, para permanecer fieles a la Santa Madre Iglesia y luchar con ahínco por su triunfo.
Notas
1Todas las citas de las profecías de la Beata Isabel Canori Mora han sido sacadas de la obra: BEATA ISABEL CANORI MORA. La mia vita nel Cuore della Trinità. Diario della Beata Elisabetta Canori Mora, sposa e madre. Città del Vaticano: LEV, 1996.