Vinculo indisoluble con María Santísima

Publicado el 04/08/2023

En el amanecer del Sábado Santo, cuando Nuestra Señora vio a San Pedro que venía a verla le dirigió una mirada llena de afecto maternal y, enseguida, se abrieron de par en par las puertas de aquel duro corazón. Mientras las lágrimas le purificaban el alma, algo semejante a una luz, que salía de Nuestra Señora, encontraba en su interior un lugar para el perdón.

Monseñor João Clá Dias, EP

Contemplando aquella Luz que resplandecía ante sus ojos, San Juan discernía la imagen perfecta del Hijo de Dios grabada en el Corazón de su Señora. Allí estaba el único Templo vivo y verdadero, junto a quien permanecía, perseverante, el hijo a quien Ella más amaba y cuya firme disposición consistía en velar junto a la Cruz que aún estaba levantada en el alma de María.

Al notar su presencia,la Santísima Virgen lo llamónuevamente, pues, para mitigar las saudades que oprimían su Corazón materno, deseaba contarle diversos episodios de la infancia del Niño Jesús que simbolizaban o se relacionaban con los acontecimientos vividos durante la Pasión.

Una mirada ‘sacramental’

La mirada de María presenta, por lo tanto, un aspecto sacramental y divino que nos mueve a pensar en una serie de maravillas que están en su alma. -Imagen peregrina de Nuestra Señora de Fátima que lloró en la Casa de los Heraldos del Evangelio en San José de Costa Rica el 21 de abril del año 2018-.

En medio de aquella conversación se escucharon unos golpes en la entrada de la casa, que rompieron el silencio de aquel final de noche. Era Simón Pedro, que deseaba encontrarse con Nuestra Señora. En cuanto se abrió la puerta, cantó el gallo, anunciando su llegada, y con ello aumentó la intensidad de su amargo llanto…

Con franqueza apostólica y gran afecto fraterno, San Juan le hizo recordar:

«¡Señor, daré mi vida por Ti!»… Ahora llora, Pedro, pues Aquel que te salvó de las aguas ya no está aquí para rescatarte. Ahora llora por Aquel que te lavó los pies para limpiar tus pecados.

El Discípulo Amado se daba cuenta de que el Príncipe de los Apóstoles, por el hecho de haberse presentado allí para confesar su traición, dejaba claro que, por fin, había sabido reconocer su debilidad y buscaba en la oscuridad la única Luz que permanecía encendida. Él, Piedra de Cristo, quería proclamar su vergüenza por el hecho de que las llaves del Reino de los Cielos, que había recibido en Cesarea de Filipo (cf. Mt 16,19), no fueron capaces de abrir las puertas de su corazón.

¿De dónde le vino el ánimo para buscar a la Virgen María aquella misma noche? Porque fuerzas para seguir los pasos del Divino Maestro, no tuvo; valentía, mucho menos. No obstante, mientras el Hijo de Dios sufría los crueles dolores de la Pasión, Pedro acompañaba de lejos sus tormentos, pues la mirada de Jesús se había grabado de forma indeleble en su alma. En aquella ocasión, oyó una voz que le decía: «A donde me llevan ahora, también llevarán a mi Iglesia, de la cual Yo te constituí Jefe».

Sin aliento ya para responder a la invitación de unirse al holocausto redentor, encontró refugio en las lágrimas, hasta tal punto que comprendió que sólo la Santísima Virgen sería capaz de contenerlas. El único medio de fortalecer a la Iglesia naciente, que había asistido a la muerte de su Dios, era seguir a María, pero no a distancia, como había hecho él con el Cordero Inmaculado, sino muy cerca de su Corazón Misericordioso. Con todo, la conciencia le pesaba sin medida al primer Papa, debido a su falta… Solamente las oraciones de la Abogada de los pecadores consiguieron atraerlo.

Bastó, entonces, conducirlo hasta la Madre de Jesús…

Cuando Ella vio a Pedro, se levantó muy consolada, le dirigió una mirada llena de afecto maternal y, enseguida, se abrieron de par en par las puertas de aquel duro corazón. Mientras las lágrimas le purificaban el alma, algo semejante a una luz, que salía de Nuestra Señora, encontraba en su interior un lugar para el perdón. El Apóstol cayó rostro en tierra y, en aquel mismo instante, el gallo cantó otra vez, haciéndole gemir con más vehemencia. Sin decir una palabra, la mirada de la Celestial Señora hizo que el Verbo de Dios volviese a reinar sobre aquella roca.

Cuando el Apóstol fue a encontrarse con la Virgen, Ella no le dijo nada, apenas lo miró. Aquello fue suficiente para reavivar en su alma pecadora la gracia del Papado y convertirlo, con una fuerza que santifica, perdona, restaura, corrige, eleva…

La mirada de María presenta, por lo tanto, un aspecto sacramental y divino que nos mueve a pensar en una serie de maravillas que están en su alma.

Nuestro Señor había perdonado ya a San Pedro cuando se cruzó con él en el Pretorio; sin embargo, algo de aquel indulto todavía necesitaba ser como que completado por la Madre de Jesús.

Cuando el Apóstol fue a encontrarse con la Virgen, Ella no le dijo nada, apenas lo miró. Aquello fue suficiente para reavivar en su alma pecadora la gracia del Papado y convertirlo, con una fuerza que santifica, perdona, restaura, corrige, eleva… Pero ¿quién sería capaz de describir todos los efectos de una mirada de la Madre de Dios?

La Luz que aterroriza a los infiernos, fortalece a los sabios y confirma a los justos hizo resplandecer en el alma de Pedro la señal de la victoria prometida por Jesús: «Yo he pedido por ti, para que tu fe no se apague. Y tú, cuando te hayas convertido, confirma a tus hermanos» (Lc 22, 32).

Entonces, Nuestra Señora le hizo recordar:

Hijo mío, ¿recuerdas cuando estuviste en el Templo en tu juventud, indeciso acerca de tu futuro y temeroso por tu salvación? Yo recé por ti en aquella ocasión, y ni siquiera te conocía.

¿Crees que ahora te voy a abandonar?

Estas palabras llenas de afecto, provenientes de aquel Corazón traspasado por la espada de dolor, infundieron en el alma de Pedro una paz indecible. Al contrario de lo sucedido con el infame Judas Iscariote, que se ahorcó hundido en el lodo de la traición y de su obstinado orgullo, él experimentó el insondable abismo de amor que incendiaba el Corazón de María. Y comprendió que, en cualquier situación de la vida, fuese bueno o malo el estado de su alma, siempre encontraría allí un océano de misericordia, bondad y cariño, desde que recurriese a Ella con un espíritu contrito y humillado. Se había formado así un vínculo inquebrantable entre la Madre de la Iglesia y su Piedra fundamental, por el cual quedaba consolidada la promesa del Divino Redentor: «El poder del infierno no la derrotará» (Mt 16, 18). 

Poco a poco, las lágrimas de Simón cesaron, la luz volvió a brillar en su alma, y el perdón logró establecer, en aquel pescador de hombres, un trono de esperanza, llenándolo de valentía para esperar el regreso del Maestro. En un corto espacio de tiempo, la Inmortal Señora había encerrado a su Jesús, para siempre, en el corazón de Pedro. A su vez, el arrepentimiento sincero del primer Papa significó un lenitivo para los dolores que María estaba sufriendo.

Vínculo indisoluble con María

Con toda naturalidad, María aceptó la consagración que aquellos dos Apóstolos le hicieron. Detalle de Pentecostés – Catedral de Curitiba (Brasil)

Los hechos de aquella noche crearon en San Juan, que era el más amado por Nuestro Señor, y en San Pedro, que era el que más lo amaba, un vínculo personal, entrañado e indefectible con la Madre de Jesús. El Maestro nada les había dicho sobre la estrecha relación que en el futuro deberían tener con Ella, pero lo había dado a entender por medio de muchos gestos y mociones interiores.

Ambos Apóstoles notaban la verdadera veneración que el Salvador sentía por su Madre, pues se comportaba con Ella como Hijo y Esclavo. Todo lo que María le pedía era infaliblemente atendido, sin demoras ni dudas. Sobre todo, se dieron cuenta de hasta qué punto la santidad de Nuestra Señora correspondía plenamente al trato que le dispensaba su Divino Hijo.

Por lo tanto, incluso en vida del Señor, la gracia les indicaba la conveniencia de establecer un vínculo especial con Ella.

El temperamento fogoso de San Pedro, que lo llevaba a hablar sin reflexionar ni profundizar en aquello que el Espíritu Santo soplaba en su alma, había sido un instrumento providencial para que se acercase a María. El Apóstol, tantas veces incomprendido por sus pares a causa de sus ímpetus, acudía a Ella para pedir dido por sus pares a causa de sus ímpetus, acudía a Ella para pedirconsejos y conversar a respecto de lo que pensaba sobre el Hijo de Dios. La Santísima Virgen incentivaba su entusiasmo por Jesús, equilibrándole el ánimo a fin de que fuese menos presuntuoso y se habituase a decir las cosas debidas en los momentos adecuados. Esto lo preparó para tener una mayor apertura de alma con Ella en horas clave como aquélla. El modo como Nuestra Señora lo recibió cuando él la buscó para pedirle perdón, cristalizó en su alma el deseo de hacerse esclavo de María.

A San Juan, la necesidad de aquella forma de relación le quedó particularmente clara en el momento en que Nuestro Señor, desde lo alto de la Cruz, le dio a María por Madre. Allí, el Discípulo Amado comprendió que tal entrega no se refería simplemente a la maternidad, sino también al señorío que él había podido contemplar a lo largo de los años. Debería, por lo tanto, consagrarse a María para toda la vida; y esta impresión quedó consolidada en su alma durante los inefables momentos vividos aquella noche.

Los dos Apóstoles aprovecharon aquel ambiente de intimidad para abordar el asunto con Nuestra Señora. Ella lo tomó con toda naturalidad, aceptándolos en aquel mismo instante como a dilectos siervos suyos. A partir de entonces, la Virgen tendría un trato muy especial y cercano con ambos, cuya dependencia de Ella iría en un aumento continuo. San Pedro ya no conseguía pasar un único día sin estar con María, y acabó siendo un hijo amoroso que la consolaba y, en cierta medida, llenaba las saudades del trato con Jesús.

A través de aquella imbricación de su alma con la de San Pedro, Ella guiaría a la Iglesia naciente.

En el apóstol San Juan Evangelista, Nuestra Señora veía el primer eslabón de un filón marial, el primogénito de sus hijos espirituales, en el cual velaba por todos los que habrían de consagrarse a Ella como esclavos hasta el final de los tiempos.

San Juan, por su parte, viviría en función de Nuestra Señora hasta la Asunción. Aquel trato con el discípulo comportaba, naturalmente, aspectos diversos del que tenía con su Hijo. María no se preocupaba con hacer que Jesús avanzase en las vías de la perfección, pues Él era Dios; al Apóstol Virgen, en cambio, le manifestaba un constante empeño en santificarlo. Para ello, penetraba en su alma, le explicaba cómo progresar en la virtud y abría sus horizontes a la importante misión que le cabía en la Iglesia.

En él, Nuestra Señora veía el primer eslabón de un filón marial, el primogénito de sus hijos espirituales, en el cual velaba por todos los que habrían de consagrarse a Ella como esclavos hasta el final de los tiempos.

Tomado del libro ¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres .Tomo II -Los misterios de la vida de María: una estela de luz, dolor y gloria-, Cap. 13; pp. 501-507

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