Evangelio de la Natividad del Señor (Misa de la vigilia)
1 Libro del origen de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abrahán. 2 Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob, Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. 3 Judá engendró, de Tamar, a Fares y a Zará, Fares engendró a Esrón, Esrón engendró a Arán, 4 Arán engendró a Aminadab, Aminadab engendró a Naasón, Naasón engendró a Salmón, 5 Salmón engendró, de Rajab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed; Obed engendró a Jesé, 6 Jesé engendró a David, el rey.
David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón, 7 Salomón engendró a Roboán, Roboán engendró a Abías, Abías engendró a Asaf, 8 Asaf engendró a Josafat, Josafat engendró a Jorán, Jorán engendró a Ozías, 9 Ozías engendró a Joatán, Joatán engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, 10 Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendró a Amós, Amós engendró a Josías; 11 Josías engendró a Jeconías y a sus hermanos, cuando el destierro de Babilonia.
12 Después del destierro de Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, 13 Zorobabel engendró a Abiud, Abiud engendró a Eliaquín, Eliaquín engendró a Azor, 14 Azor engendró a Sadoc, Sadoc engendró a Aquín, Aquín engendró a Eliud, 15 Eliud engendró a Eleazar, Eleazar engendró a Matán, Matán engendró a Jacob; 16 y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo. 17 Así, las generaciones desde Abrahán a David fueron en total catorce; desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce; y desde la deportación a Babilonia hasta el Cristo, catorce.
18 La generación de Jesucristo fue de esta manera: María, su madre, estaba desposada con José y, antes de vivir juntos, resultó que Ella esperaba un hijo por obra del Espíritu Santo.
19 José, su esposo, como era justo y no quería difamarla, decidió repudiarla en privado. 20 Pero, apenas había tomado esta resolución, se le apareció en sueños un ángel del Señor que le dijo: «José, hijo de David, no temas acoger a María, tu mujer, porque la criatura que hay en Ella viene del Espíritu Santo. 21 Dará a luz un hijo y tú le pondrás por nombre Jesús, porque Él salvará a su pueblo de sus pecados».
22 Todo esto sucedió para que se cumpliese lo que había dicho el Señor por medio del profeta: 23 «Mirad: la Virgen concebirá y dará a luz un hijo y le pondrán por nombre Enmanuel, que significa “Dios con nosotros”». 24 Cuando José se despertó, hizo lo que le había mandado el ángel del Señor y acogió a su mujer. 25 Y sin haberla conocido, Ella dio a luz un hijo al que puso por nombre Jesús (Mt 1, 1-25).
I – La preparación inmediata para el nacimiento de Dios
Después del período de las cuatro semanas de Adviento, la Misa de la vigilia, en la perspectiva de la conmemoración de la llegada del Niño Jesús, propicia que las gracias ya empiecen a hacerse sentir, llenando de alegría nuestros corazones. Estas gracias, distribuidas en el mundo entero alrededor del altar, cuando Él viene hasta nosotros todos los días en la Eucaristía, se vuelven más intensas en esta solemnidad en la que celebramos, litúrgica y místicamente, al Verbo que se hizo carne en medio de nosotros, jubiloso acontecimiento que se nos anuncia por el cántico de los ángeles.
Por lo tanto, debemos arder en deseos de que el divino Infante venga no sólo al pesebre de la gruta de Belén, sino a nuestro interior para que establezca allí su morada, y que también pueda nacer, cuanto antes y de modo eficaz, en el fondo del alma de cada uno de los habitantes de la tierra, realizándose lo que Él mismo nos enseñó a pedir en la oración perfecta, repetida por la Iglesia a lo largo de dos mil años: «Venga a nosotros tu Reino, hágase tu voluntad en la tierra como en el Cielo» (Mt 6, 10).
II – Un Dios de ascendencia humana
¿Cuál fue el momento histórico que Dios eligió para encarnarse?
No convenía, según explica Santo Tomás de Aquino,1 que el Salvador llegara inmediatamente después de la caída de Adán y Eva en el paraíso; dado que la raíz del pecado fue la soberbia, era menester que el hombre —humillado ante el espectáculo de su miseria— reconociese la necesidad de un libertador, porque si recibiese enseguida el remedio, ignorando su enfermedad, habría despreciado al Creador. Añade aún el Doctor Angélico2 que tampoco hubiera sido adecuado que la Encarnación se retrasase hasta el fin del mundo, para que no desapareciera totalmente de la faz de la tierra el conocimiento y la reverencia debida a Dios, así como la honestidad de las costumbres.
La plenitud de los tiempos
Así pues, concluimos que, como «Dios ha fijado sabiamente todas las cosas»,3 Cristo nació en la «plenitud de los tiempos» (Gál 4, 4), en el auge de la historia, en la época reservada a Él por ser la más oportuna y la más necesitada. Por consiguiente, es en función de Él, y no únicamente siguiendo un criterio cronológico, que se dividen las edades y todo se organiza y se ajusta. Puesto que el actuar de la Providencia sobre el mundo se cifra en gobernar teniendo en vista su propia gloria y la salvación de los hombres, el papel del Señor, en cuanto Salvador, lo pone aún más en el centro de los acontecimientos.
La misión de Jesús, ejercida en un marco histórico determinado, está puesta con especial destaque —irrelevante en apariencia— en la primera parte del Evangelio que la Santa Iglesia propone para nuestra consideración en esta vigilia. Habiendo explicado con detalle los versículos 18-25 de este pasaje en otro artículo,4 nos limitaremos a comentar los versículos 1-17.
Dios y hombre en una sola persona
1a Libro del origen de Jesucristo,…
Uno de los principales misterios de nuestra fe es la unión de la naturaleza divina con la humana en la persona única del Verbo. Jesús es verdaderamente hombre, con inteligencia, voluntad y sensibilidad, además de haber asumido un cuerpo padeciente; y es plenamente Dios, segunda persona de la Santísima Trinidad. En virtud de la unión hipostática, fue comunicada a la humanidad de Cristo —tanto a su alma como a su cuerpo— la santidad increada, substancial e infinita del Hijo de Dios, como enseña el Apóstol: «En Él habita la plenitud de la divinidad corporalmente» (Col 2, 9). Su cuerpo es adorable a causa de esa gracia de unión, e incluso sus huesos, su cabello o sus uñas, ¡todo es divino!
Ahora bien, parece innecesario exponer toda la ascendencia de Jesucristo desde Abrahán, enumerada con eximio cuidado por el evangelista, si ya sabemos quién es Él. ¿Para qué considerar la naturaleza humana del Mesías, una vez que el principio activo de su concepción en el seno de María es el mismo Espíritu Santo5 y que, por tanto, su concepción es obra divina? ¿Por qué incluir esta relación de los antepasados de Jesús, similar a un registro notarial? En la Sagrada Escritura todo tiene una razón de sabiduría y el Espíritu Santo fue el que inspiró a San Mateo a que lo escribiera así, como también a San Lucas, que, a diferencia del método usado por el primero, parte de San José y se remonta hasta Adán (cf. Lc 3, 23-38).
Cuando la Iglesia Católica empezó a expandirse por la predicación de los Apóstoles era indispensable que al enseñar la doctrina preparase muy bien a los neófitos. Aunque en la actualidad las verdades de la religión se nos presentan con toda naturalidad, en aquella época parecía algo absurdo defender ciertos conceptos. A unos les resultaba fácil admitir que el Salvador fuera hombre; mientras que a otros, como los judíos conversos, la fe los llevaba a recibir rápidamente el dogma de la divinidad del Señor. El gran problema estaba en aceptar que Él fuese hombre y Dios al mismo tiempo. Y se planteaban, en los primeros siglos, cuestiones profundas al respecto y objeciones contra la persona de Jesús que perturbaban a aquella gente a la que los Apóstoles habían de instruir: «¿Será hombre?». «¿Dónde nació?». «¿De quién es hijo?». «¿Cómo puede Dios ser hijo de una mujer?». «¿De dónde le viene tanta fuerza?».
La intención de San Mateo fue, por tanto, mostrar, subrayar y resaltar la humanidad de Cristo, probando a través de esas cuarenta y dos generaciones que Él es hombre, nacido de mujer. Hombre con genealogía, hombre hijo de Adán y de Eva, que posee una naturaleza humana íntegra, concebido en la carne, pero por mano de Dios, de modo completamente milagroso e inefable. De este modo, la Virgen María, mera criatura, por haber dado su consentimiento y haber proporcionado la materia para la formación del cuerpo de Jesús, es Madre de Dios.
El simbolismo de los números
El número cuarenta y dos es simbólico, porque, en realidad, estas generaciones abarcan una enorme franja de tiempo —alrededor de unos 2.130 años, según Fillion6— y deben haber sido muchas más. El evangelista las divide en tres conjuntos de catorce: desde Abrahán hasta David, de David hasta el exilio de Babilonia y de éste hasta el Mesías. «Gustaban los judíos de dividir sus genealogías en grupos más o menos ficticios, conforme a cifras místicas fijadas de antemano».7 En este caso, se explica la elección de catorce por el hecho de ser dos veces siete, número considerado en la literatura judaica como la cifra simbólica de multiplicidad, de universalidad y de perfección. Así, el número perfecto duplicado se repite tres veces, porque el tres también es un número perfecto.8 Sobre esto es interesante la aplicación que hace San Remigio: «Dividió las generaciones en series de catorce cada una, porque el número diez significa el decálogo, y el número cuatro los cuatro libros del Evangelio, mostrando en esto la conformidad de la ley con el Evangelio, y repitió tres veces el número catorce, para enseñarnos que la perfección de la ley, de la profecía y de la gracia consiste en creer en la Santa Trinidad».9
Otra interpretación que los exegetas proponen está basada en la intención que animaba al primer evangelista de probar la ascendencia davídica de Jesús, pues «el número catorce tenía la ventaja de incluir eminentemente al siete, número sagrado, y de representar el valor numérico del nombre de David, verdadera fuente de esta genealogía».10 En efecto, «dado que las letras hebreas tienen, además del significado verbal, otro numérico, resulta que el nombre de las letras de David en cifras es el siguiente: David = 4 + 6 + 4, cuya suma da 14».11
El depositario de la promesa hecha a Abrahán
1b … hijo de David, hijo de Abrahán. 2 Abrahán engendró a Isaac, Isaac engendró a Jacob,…
Cuando Dios maldijo a la serpiente justo después de la caída de Adán y Eva, les prometió que enviaría un Salvador (cf. Gén 3, 15), sin haber hecho aún una alianza concreta con ellos. Expulsados del paraíso, durante su larga existencia nuestros primeros padres vieron cómo la tragedia se establecía en la faz de la tierra, a partir del fratricidio perpetrado por Caín contra su hermano Abel, así como todas las desgracias que después se abatieron sobre la humanidad, derivadas de un mal del cual ellos mismos eran los culpables: ¡el pecado!
Sólo más tarde Dios haría una alianza con Abrahán, anunciándole una descendencia más numerosa que las estrellas del cielo y la arena de la playa (cf. Gén 15, 18; 22, 17). A primera vista, pareciera tratarse aquí de una posteridad en cuanto a la sangre, pero al hacer tal juramento, en realidad, Dios le estaba prometiendo sobre todo hijos en una línea sobrenatural, porque de su linaje nacería un varón extraordinario, el Salvador esperado. Por lo tanto, cuando describe la ascendencia de Jesús, San Mateo empieza en el santo patriarca de propósito y concluye diciendo:
16 y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la cual nació Jesús, llamado Cristo.
Cristo era justamente el Deseado, que vino a redimir. Pensar en un Dios que se hace hombre supera de tal modo cualquier inteligencia —incluso la angélica— que de no ser por la revelación hecha por el propio Señor ni siquiera entraría en la especulación de los judíos. No obstante, ese insólito acontecimiento sucedió.
Cuatro mujeres extranjeras
2b … Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. 3a Judá engendró, de Tamar, a Fares y a Zará, […] 5a Salmón engendró, de Rajab, a Booz; Booz engendró, de Rut, a Obed […] 6b David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón,…
En contraste con la destacada referencia a Abrahán, patriarca del pueblo elegido, llama la atención el hecho de que San Mateo incluya a cuatro mujeres extranjeras dentro de esas cuarenta y dos generaciones: Tamar, que probablemente fuera cananea; Rajab, también cananea; Rut, la moabita; y Betsabé, esposa del hitita Urías, que parece ser del mismo origen que su marido. Según la opinión del P. Manuel de Tuya,12 la intención del evangelista era sugerir, de manera indirecta, el carácter universal de la Encarnación y de la Redención, y de toda la obra mesiánica, no circunscrita sólo a los judíos, sino que abarcaba a las naciones paganas.
Una genealogía de pecadores
Se vuelve prácticamente imposible comentar en el reducido espacio de un artículo la genealogía completa. Elijamos, pues, un aspecto para mayor provecho de nuestra vida espiritual.
Dentro de esa secuencia sorprende un punto, que va en contra de un perfeccionismo mal entendido. Según éste, el linaje del Señor debería ser el más elevado y excelente en cuanto a virtud se refiere. Sin embargo, al analizar algunos nombres a la luz de la historia sagrada, el número y gravedad de sus pecados nos causan escalofríos.
Un patriarca dominado por la envidia
2b … Jacob engendró a Judá y a sus hermanos. 3a Judá engendró, de Tamar, a Fares y a Zará,…
Judá, uno de los doce hijos del patriarca Jacob, dio origen a la principal tribu del pueblo hebreo y es uno de los más ilustres antepasados de Jesús. Ahora bien, la envidia por su joven hermano José lo llevó a cometer un gran crimen. Maquinó junto con todos sus otros hermanos la trama de hacer desaparecer al inocente José. Judá tan sólo defendió la vida del pequeño, pero no su libertad; al contrario, propuso venderlo como esclavo a mercaderes ismaelitas (cf. Gén 37, 26-27).
Además, también es conocido el desagradable episodio ocurrido entre él y su nuera Tamar, la cual por medios fraudulentos le dio dos hijos, Fares y Zará (cf. Gén 38, 13-30), igualmente nombrados en el Evangelio de hoy.
Una mujer de malas costumbres
5a Salmón engendró, de Rajab, a Booz;…
Lo mismo observamos en el caso de Salmón, príncipe de los judíos, casado con la cananea Rajab, mujer de malas costumbres de los tiempos de Josué (cf. Jos 2, 1-21). Para tomar posesión de la tierra prometida era imprescindible que los israelitas conquistasen la ciudad de Jericó, considerada inexpugnable. De hecho, no podían ignorar esa fortaleza y seguir adelante, pues serían atacados por la retaguardia. Entonces Josué mandó a dos espías para que examinaran las posibilidades de dominar la ciudad. Éstos fueron protegidos y bien informados por aquella mujer, que vivía en una casa adosada a las murallas, con la condición de que ella fuera salvada junto con toda su familia cuando los judíos asaltasen Jericó.
Cuando unos emisarios del rey de Jericó llegaron a la residencia de Rajab en busca de los exploradores que se hospedaban allí, ella los escondió entre unos haces de lino que tenía apilados en su azotea; luego los ayudó a escapar descolgándolos por una ventana con una soga. Por ese motivo, cuando el Señor entregó Jericó en las manos de Josué, la mujer y sus parientes se libraron de la muerte y ella pasó a vivir en medio de Israel (cf. Jos 6, 25). Rajab, «justificada por sus obras» (Sant 2, 25), aunque era extranjera, abrazó la verdadera religión y se casó con Salmón, de quien nació Booz, bisabuelo del rey David.
Dos pecados terribles reunidos en un rey santo
6b David, de la mujer de Urías, engendró a Salomón,…
La Sagrada Escritura subraya que el rey David engendró a Salomón de la que fuera mujer de Urías: Betsabé. Urías era un famoso general de los ejércitos de David. Mientras se encontraba en una campaña militar, el rey, que se había quedado en Jerusalén, cometió adulterio con Betsabé, que concibió un hijo. Después de haber llamado al oficial para que regresara a la Ciudad Santa a fin de que su presencia justificase los hechos y no habiendo sido exitoso su propósito, el rey entonces envió una carta al mando militar ordenándoles que pusieran a Urías en el lugar más arriesgado del combate, con el objetivo de que fuese herido y muriese. Una vez ejecutado lo mandado, Urías cayó heroicamente en la batalla, como era de esperar, y David, avisado de lo ocurrido, tomó a Betsabé como esposa. El profeta Natán reprendió al soberano, anunciándole que el niño que había nacido de ese pecado moriría, y fue lo que ocurrió. Con todo, David tuvo con ella un segundo hijo, al que llamó Salomón (cf. 2 Sam 11–12, 1-24). Es verdad que éste no fue el fruto del crimen, pero Dios podía evitar que un antepasado de Jesús fuese hijo de Betsabé, reservando tal honor a otra mujer. No. Permitió la infidelidad de un rey santo y quiso que el Mesías proviniese de la descendencia de ella.
Una secuencia de reyes prevaricadores
7a Salomón engendró a Roboán, […] 9b Joatán engendró a Acaz, Acaz engendró a Ezequías, 10a Ezequías engendró a Manasés, Manasés engendró a Amós,…
El rey Salomón, galardonado por Dios con el don de sabiduría, decayó hasta el punto de mantener relaciones con numerosas mujeres paganas, hasta acabar, en determinado momento, él mismo entregado a la idolatría (cf. 1 Re 11, 4-10). Una de sus esposas, Nanmá, de origen amonita (cf. 1 Re 14, 21), le dio a Roboán por hijo, quien heredó el reino.
Este joven monarca «abandonó la ley del Señor» (2 Crón 12, 1), y durante su reinado el pueblo de Judá construyó «santuarios, cipos y estelas en toda colina elevada, bajo todo árbol frondoso» (1 Re 14, 23), para rendir culto a los ídolos. Igual proceder siguió la mayoría de los reyes de Judá que le sucedieron.
Acaz, por ejemplo, llegó a arrojar a su hijo a la hoguera en una ceremonia en honor a Moloc, «según la abominable costumbre de las naciones que el Señor había expulsado ante los hijos de Israel» (2 Re 16, 3). También osó confiscar los bienes y objetos sagrados del templo para darlos en obsequio al rey de Asiria y sustituir el altar de bronce por otro, construido según el modelo de Damasco.
Manasés, nieto de Acaz, fue todavía peor que todos sus antecesores, porque además de adorar a las divinidades de los paganos y de caer en horrorosos pecados de impureza y de magia «derramó tanta sangre inocente que inundó Jerusalén de punta a punta» (2 Re 21, 16).
Amós, su hijo, siguió los pasos de su padre, postrándose ante falsos dioses (cf. 2 Re 21, 21) y manteniendo, incluso, a personas de pésima vida dentro del mismo Templo de Jerusalén, las cuales no sólo ejercían execrables funciones, sino que tejían velos para el ídolo Aserá (cf. 2 Re 23, 7).
La lista de los pecados cometidos por esos reyes infieles podría alargarse mucho. No obstante, los hechos descritos más arriba parecen suficientes para que entendamos la «calidad» de algunos antepasados de Jesucristo, que San Mateo no creyó conveniente dejar de lado en su genealogía y que por inspiración del Espíritu Santo mencionó explícitamente.
III – Se hizo hombre para divinizarnos
Al tomar conocimiento de todas esas abominaciones nos quedamos impresionados y enseguida nos preguntamos cuál fue la razón de que Dios las tolerase. ¿Por qué el Salvador había consentido y querido que en su linaje constase gente de vida disoluta? Conocía esos errores desde siempre y podía eliminarlos en un instante.
Vino a reparar y a salvar
Sin embargo, no los eliminó y permitió que se realizasen para que la acción de la Providencia quedara más clara: Jesús, al nacer de una virgen concebida sin pecado original, bajo los cuidados de José, varón santísimo, vino a reparar las iniquidades de Adán y Eva, de todos sus antepasados y de la humanidad entera. Vino, ante todo, para salvar a los pecadores y, admitiéndolos en su ascendencia, daba a entender que Dios no sólo acepta a los inocentes, sino también a los que incurren en faltas.
«Él vino a la tierra —dice San Juan Crisóstomo— no para huir de nuestras ignominias, sino para tomarlas sobre sí mismo. […] No sólo es justo que nos maravillemos de que tomara carne y se hiciera hombre, sino de que se dignara tener parientes tales, sin avergonzarse para nada de nuestras miserias. Desde la cuna, pues, proclamó que no se avergüenza de nada nuestro».13
Por lo tanto, pone un punto final a esa cadena de miserias con una gloria extraordinaria, porque si los hombres fuesen perfectos no se justificaría la Redención, conforme canta la Iglesia en la liturgia de la Pascua: «Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la culpa que mereció tal Redentor!».14
Para ser perdonado, es necesario conocer las propias miserias
Entre esos pecadores está David, que por medio de un sublime arrepentimiento mereció pasar a la Historia como «el penitente».
Entonces, ¿Qué es necesario de nuestra parte? Humildad, reconocimiento de nuestros propios defectos, pedido de perdón y penitencia. Debemos confiar en la bondad infinita y en el deseo de perdonar del Señor, porque Él se alegra de eso. Nunca desesperemos si el pecado acaba manchando nuestra vida, pues, aunque hayamos errado, si sabemos implorar misericordia y reparar la ofensa, de ahí saldrán maravillas, tal y como de la ascendencia de Jesús nació Dios. Si somos completamente inocentes, estemos seguros de que esa inocencia proviene de la gracia; si caemos en alguna falta, recordemos que la Virgen puede purificarnos, cubriéndonos con su manto y haciéndonos capaces de obras grandiosas.
¡Cuántos Padres y doctores comentan el misterio de Dios haberse hecho hombre a fin de hacernos dioses! 15 En efecto, es lo que ocurre en el momento en que las aguas del Bautismo son derramadas en nuestra cabeza: la naturaleza divina es infundida en nosotros.
Nuestro corazón, gruta inhóspita en la que Dios quiere nacer
La Natividad del Niño Jesús, máximo acontecimiento en toda la historia de la creación, está impregnada del pensamiento de la misericordia, de la bondad y del perdón concedido a quien lo pide. La Misa de la vigilia, con la que comienza la solemnidad, trae a nuestra memoria ese punto, presentándonos una genealogía en la cual encontramos la marca del insuperable amor de Dios con la humanidad. Por eso permanezcamos en la expectativa de su venida que se producirá en esta noche santa. Nacerá litúrgicamente, pero bajará también al corazón de cada uno de nosotros. Sin embargo, no podemos decirle: «Ven ahora, Señor, a nacer dentro del palacio de mi corazón…». Antes, para que pueda venir con todo esplendor, es necesario que nuestra alma se reconozca como es: una gruta fría, inhóspita, ofreciéndole únicamente un pobre pesebre lleno de paja, símbolo de nuestra miseria y de nuestras carencias, todo por Él elegido para ser recibido y que tanto desea transformar. ◊
Notas
1 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO. Suma Teológica. III, q. 1, a. 5.
2 Cf. Idem, a. 6.
3 Idem, a. 5.
4 Cf. CLÁ DIAS, EP, João Scognamiglio. «Dos silencios que cambiaron la Historia». In: Heraldos del Evangelio. Madrid. N.º 89 (dic, 2010); pp. 10-17; Comentario al Evangelio del IV Domingo de Adviento – Ciclo A, en el vol. I de la colección Lo inédito sobre los Evangelios.
5 Cf. SANTO TOMÁS DE AQUINO, op. cit., q. 32, a. 2; a. 3, ad 1.
6 Cf. FILLION, Louis-Claude. Vida de Nuestro Señor Jesucristo. Infancia y Bautismo. Madrid: Rialp, 2000, t. I, p. 172.
7 Idem, p. 173.
8 Cf. TUYA, OP, Manuel de. Biblia Comentada. Evangelios. Madrid: BAC, 1964, t. V, pp. 418; 878; SCHUSTER, Ignacio; HOLZAMMER, Juan B. Historia Bíblica. Antiguo Testamento. Barcelona: Litúrgica Española, 1934, t. I, pp. 88-89; 586-587, nota 7. TUYA, OP, Manuel de; SALGUERO, OP, José. Introducción a la Biblia. Madrid: BAC, 1967, v. II, pp. 37-38.
9 SAN REMIGIO, apud SANTO TOMÁS DE AQUINO. Catena Aurea. In Matthæum, c. I, v. 17.
10 LE CAMUS, Emile. La vita di N. S. Gesù Cristo. 3.ª ed. Brescia: Vescovile Queriniana, 1908, t. I, p. 130.
11 TUYA; SALGUERO, op. cit., p. 38. En el antiguo alfabeto hebreo no existía un registro de vocales, además cada letra recibía un valor numérico. El nombre David (ד??) estaba compuesto por las letras וד) estaba compuesto por las letras dalet (ד) y waw (ו), cuyos valores eran 4 y 6, respectivamente, y sumaban el simbólico resultado de 14.
12 Cf. TUYA, op. cit., p. 24.
13 SAN JUAN CRISÓSTOMO. «Homilías sobre el Evangelio de San Mateo. Homilía III, n.º 2». In: Obras. 2.ª ed. Madrid: BAC, 2007, t. I, p. 42.
14 VIGILIA PASCUAL. «Pregón pascual». In: MISAL ROMANO. Texto unificado en lengua española. Edición típica aprobada por la Conferencia Episcopal Española y confirmada por la Congregación para el Culto Divino. 17.ª ed. San Adrián del Besós: Coeditores Litúrgicos, 2001, p. 282.
15 Cf. SAN AGUSTÍN. «Sermo CXCII». In Natali Domini, IX, c. 1, n.º 1; SAN LEÓN MAGNO. «Sermo XXVI», In Nativitate Domini, VI, c. 2; SAN IRINEO DE LYON. Adversus hæreses. L. III, c. 19, n.º 1; SAN ATANASIO DE ALEJANDRÍA. Oratio De Incarnatione Verbi, 54; SAN CIPRIANO DE CARTAGO. Quod idola dii non sint, 11; SAN HILARIO DE POITIERS. De Trinitate. L. IX, n.º 3. SAN GREGORIO NACIANCENO. «Oratio XL». In Sanctum Baptisma, n.º 45. SAN CIRILO DE ALEJANDRÍA. Thesaurus de sancta et consubstantiali Trinitate. Assertio XXIV; SANTO TOMÁS DE AQUINO. Officium Corporis Christi «Sacerdos». Vesp. I, lect. 1.cf