Habiendo llegado a la gruta, la visión de su interior les causó pena: humedad, abandono y desorden. Su único adorno era un pesebre con algunas pajas, dispuestas allí para alimentar a los animales. San José, junto con Simeón y sus amigos, se puso a iluminar el local, a limpiarlo y organizarlo. Nuestra Señora permaneció del lado de afuera, sentada sobre una piedra, absorta en pensamientos serios y sublimes. A medida que los trabajos avanzaban, la atmósfera sobrenatural y la presencia de los ángeles se hacían más intensas. Se diría que el encanto y la bendición de las fiestas de Navidad tienen su principal analogía en aquella noche en que la gruta fría y oscura se transformó en una catedral esplendorosa por fuerza de la acción de la gracia.
El Glorioso Patriarca se acercó a su Esposa. Al verla toda inmersa en Dios, sintió un gran temor. Arrodillándose delante de Ella, dijo:
– Señora mía, la gruta está lista. Cuando quisiereis, podéis entrar.
Ella tomó las manos de San José y se levantó, irguiendo al mismo tiempo su esposo con delicadeza virginal. Acompañada por él entró en la gruta, como la más grandiosa de las reinas haría su ingreso en una ceremonia solemne de una corte. Su presencia llevó al pináculo el clima de bendiciones. Todo parecía estar penetrado por una luz suave llena de misterio y de alegría. Nuestra Señora irradiaba tal inocencia y paz, que San José se preguntaba si ya no sería una visión del Cielo.
Tan pronto se acomodó, María se puso de rodillas en una actitud de mucho recogimiento. Aunque estuviese cada vez más arrebatada en contemplación, se volvió hacia José y, con una sonrisa encantadora, le hizo presentir que el momento del parto se aproximaba. En el rostro de Nuestra Señora transparecía tal afecto con relación a su esposo, que las últimas tinieblas de la prueba se disiparon, ¡mereciendo Ella en esa ocasión el título de Consoladora de los Afligidos! San José se retiró a un rincón para rezar, no sin antes aconsejar a Simeón y a sus amigos que descansaran. Estos, sin embargo, se quedaron en la parte exterior de la gruta, a la espera del grandioso acontecimiento. ¡La atmósfera sobrenatural era tal, que no había lugar para el sueño!
La Virgen quiso que su esposo presenciase el parto. Pero él no estaba solo: muchos ángeles se hicieron ver y oír con cánticos de exultación. ¡Esas eran las primeras músicas de Navidad! Nuestra Señora, por así decir, se transfiguró delante de él, emitiendo una luz cada vez más intensa, venida del propio Jesús, el cual preparaba su nacimiento en una epifanía de gloria sin par. De forma milagrosa salió el Niño del vientre purísimo de su Madre, sin herir en nada su virginidad; al contrario, ¡Él la confirmó y ennobleció aún más! María “dio a luz a su hijo primogénito, lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre” (Lc 2, 7). San José, rebosante de admiración y de temor a Dios, se convirtió así en testigo de su triple virginidad: ¡antes, durante y después del parto!
Breves instantes después del inaudito suceso, Simeón y sus amigos se acercaron a la entrada de la gruta en un silencio reverente y con el alma rebosante de estupor, sin atreverse a entrar. Nunca pensaron ver tanta grandeza, ni contemplar una luz tan inefable.1
(¡María Santísima! El Paraíso de Dios revelado a los hombres. Mons. João Scognamiglio Clá Dias, EP. Tomo II: Los misterios de la vida de María: una estela de luz, dolor y gloria, pp. 293 a 295 – Arautos do Evangelho, São Paulo, 2019).