Así murió San José

Publicado el 03/27/2021

A medida que la mirada de San José se iba apagando para este mundo, aún pudo encontrar junto a sí la causa de su maravillado encanto durante toda su existencia: Jesús y María,1 que junto a su lecho continuaban creciendo en gracia y santidad. Al verlos crecer de esa manera, él conquistó también la última cima que su alma debía escalar en esta vida, llegando al auge de la perfección para la que había sido creado.

Y murió en paz, con la candidez de un niño y la majestad del más grandioso de los reyes, acompañado por la presencia sacral y bondadosa de Jesús y de María, convirtiéndose así en el patrono de la buena muerte.2

Cuando su alma se separó del cuerpo, pudo contemplar a su Divino Hijo y a su Inmaculada Esposa que le sonreían, pero de forma sobrenatural. Su Arcángel guardián, San Asael, se le apareció con un esplendor especial, seguido por las cohortes angélicas de Nuestro Señor y de Nuestra Señora, para acompañarlo en fiesta hasta el trono del Padre Celestial, con quien tanto se había comunicado en la tierra y que ahora deseaba abrazar tiernamente por toda la eternidad.

Al comparecer ante Él, San José se encontró lleno de todas las gracias, virtudes y dones: había correspondido por entero a la expectativa del Altísimo y era premiado con una generosidad que excede toda medida: «Bien, siervo bueno y fiel; […] entra en el gozo de tu Señor» (Mt 25, 21).

Sí, Dios crea las reglas y hace brillar las excepciones. Y el Autor cree que una de las más bellas excepciones divinas ha sido la entrada de San José en el Paraíso Celestial inmediatamente después de su muerte. Así como él y la Virgen fueron santificados en previsión de los méritos de la Pasión redentora de Nuestro Señor, también por estos méritos pudo entrar en el Cielo el padre inmaculado de Jesús. Efectivamente, las puertas del Paraíso estaban cerradas para aquellos que habían heredado de Adán y Eva la mancha del pecado, pero éste no era su caso, ni el de la Virgen María: «¿Quién puede subir al monte del Señor? ¿Quién puede estar en el recinto sacro? El hombre de manos inocentes y puro corazón» (Sal 23, 3-4). De la misma manera, los Ángeles que perseveraron durante la prueba que Dios les puso, lo hicieron en previsión de los méritos de Cristo, y por eso ya gozaban de la visión de Dios.

Por otra parte, la santidad y la misión de San José hacían necesaria su entrada en el Cielo, a fin de adornarlo para la llegada de su Divino Hijo y de su santísima Esposa, como indica la frase del Génesis que se aplica al Santo Patriarca: Dios lo constituyó señor de su casa y príncipe de toda su posesión (cf. Gén 41, 40). A partir de este momento, el glorioso esposo de María fue instituido Padre y Patriarca de la Santa Iglesia, y ministro de la bondad del Padre Eterno junto a cada uno de los bautizados. Él es el verdadero «Ángel Custodio» del Cuerpo Místico, velando por cada uno de sus miembros con un afecto difícil de calcular. A todos ama y protege como si de Jesucristo se tratara, pues en ellos ve el sello de su Hijo conferido en el Bautismo.

La sepultura

Una vez que San José había fallecido en día de sábado, Nuestro Señor y su Madre Santísima permanecieron en casa rezando junto al cuerpo, tomando sólo las medidas indispensables permitidas por la Ley para avisar a los parientes y amigos de lo ocurrido. Los dos acompañaban místicamente las alegrías del Patriarca y así se consolaban mutuamente, tranquilizando las enormes saudades que su muerte había encendido en sus Inmaculados Corazones.3

San José quiso explicarles que había pedido al Padre fallecer en un sábado por tres motivos: quería entrar en el descanso de Dios el día en que el mismo Dios reposó después de la Creación; deseaba también beneficiarse de modo particular de la mediación de María Santísima,4 a quien ese día se dedicaría en el futuro; y, por último, esperaba ser velado por más tiempo de lo habitual, a fin de que su cuerpo exánime fuera santificado, antes de darle sepultura, por la compañía y por las oraciones de Cristo y de María.

Todavía en la intimidad, la Virgen María se arrodilló frente a su Hijo y le suplicó que obtuviera lo más pronto posible la resurrección de San José, como estaba escrito en el Salmo: «Por eso se me alegra el corazón, se gozan mis entrañas, y mi carne descansa esperanzada. Porque no me abandonarás en la región de los muertos ni dejarás a tu fiel ver la corrupción» (15, 9-10). Jesús, conmovido por el afecto esponsalicio de su Madre, le prometió que muy pronto vería a San José retomar su cuerpo en estado glorioso.

Al anochecer, algunos vecinos y parientes fueron hasta la casa de la Sagrada Familia para hacer compañía a Nuestra Señora quien, muy serena, pero dejando ver una pequeña nota de tristeza, a todos acogía con bondad, contándoles los últimos momentos de su esposo, cuyo cuerpo inerte exhalaba un perfume indescriptible, como bálsamo aromático al mismo tiempo suave y varonil, que parecía ser la manifestación de sus virtudes.

Sucedieron incluso algunos milagros. El hijo pequeño de una pariente lejana de María era ciego; estando esta pariente en casa de la Santísima Virgen, el niño ciego se sintió atraído por el perfume del cuerpo del Patriarca y deseó acercarse a él, movido por la acción de los Ángeles de San José. La madre no quería dejarle que lo tocara, pues era motivo de impureza legal, pero él insistía tanto que, finalmente, consintió. Apenas se acercó, sus ojos se curaron del mal que padecían y el niño empezó a ver, dando muestras de una viva y cándida alegría. En aquel mismo instante la mirada de la madre y la de la Virgen se entrecruzaron. El hecho fue poco comentado, a pesar de haberse dado en la presencia de varias personas, pero es que había ocurrido en un sábado y tocando un cadáver… El corazón de los nazarenos albergaba ya mucho de la dureza que luego exteriorizarían durante las predicaciones del Divino Maestro (cf. Mt. 13, 57- 58; Mc 6, 1-6; Lc 4, 14-30).

Jesús y su Madre Santísima tomaron las providencias debidas para ofrecerle a San José la sepultura de un rey, en la medida en que sus posibilidades se lo podían permitir. La Sagrada Familia poseía un sepulcro en Nazaret, adquirido por el propio San José, que había sido un administrador eximio, eficaz y totalmente desinteresado.

El domingo, muy temprano, acudieron al sepulcro casi todos los habitantes de la ciudad y varios parientes de la Virgen María. Estaban presentes Zebedeo y Alfeo con sus familias. El cuerpo de San José parecía estar sumergido en un castísimo y suave sueño, y no presentaba el menor signo de corrupción. La ceremonia, aunque realizada con sencillez, fue muy bendecida. El Divino Redentor lloró, como lo haría más tarde ante la tumba de Lázaro, con una compostura regia. También María, emocionada, dejó entrever a todos, el profundísimo afecto que nutría por su virginal esposo.

Cuando todo estaba listo para la sepultura, el Divino Hijo que José había educado, rebosante de emoción y cariño por su padre, entonó el hermoso cántico de la Sabiduría: «La vida de los justos está en manos de Dios, y ningún tormento los alcanzará. Los insensatos pensaban que habían muerto, y consideraban su tránsito como una desgracia, y su salida de entre nosotros, una ruina, pero ellos están en paz. Aunque la gente pensaba que cumplían una pena, su esperanza estaba llena de inmortalidad. Sufrieron pequeños castigos, recibirán grandes bienes, porque Dios los puso a prueba y los halló dignos de Él. Los probó como oro en el crisol y los aceptó como sacrificio de holocausto. En el día del juicio resplandecerán y se propagarán como chispas en un rastrojo. Gobernarán naciones, someterán pueblos y el Señor reinará sobre ellos eternamente» (Sab 3, 1-8).

Finalmente, cuando corrieron la piedra del sepulcro, María se acercó y, con una delicadeza incomparable, la besó.

Tomado de la obra, San José ¿Quién lo conoce? pp. 376-383

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Notas:
1) Conmovedora es la descripción que hace Sinibaldi de la última mirada de San José: «¡El santo moribundo mira fijamente a Jesús! ¡Cuántas cosas recuerdan y se significan en esta última mirada! Se acuerda de toda la vida del Hombre-Dios: Belén… Egipto… el Templo… el taller… Significa todo el reconocimiento por tantas gracias recibidas, y toda la angustia que le oprime el alma al reflejar que aquel Jesús, tan amable y tan inocente, será condenado, dentro de pocos años, a morir en un patíbulo de infamia y de dolor» (SINIBALDI, op. cit., p. 203).

2) Además de haber entregado su alma a Dios siendo asistido por Jesús y María, y de ser el padre virginal de nuestro Juez, su formidable poder contra los demonios constituye otro importante motivo que hace de San José el patrono de la buena muerte. Según el P. Huguet: «José es uno de los primeros potentados del Cielo y allí ocupa un trono que conviene al padre del Rey y al esposo de la Reina. Lucifer lo sabe y por eso no se aproxima, sino con temor, del lecho de un agonizante que durante su vida ha sido devoto servidor de San José; él no ignora que el Divino Salvador, para recompensar a este gran Santo por haberle librado de la espada de Herodes y de una muerte prematura, le concedió el privilegio especial de librar de la espada de los demonios y de la muerte eterna a los agonizantes que se ponen bajo su protección» (HUGUET, SM, Jean-Joseph. Considérations sur les prérogatives de ce glorieux Patriarche. In: L’auréole de Saint Joseph. 4.a ed. Paris: Tolra, 1875, p. 48).

3) Sobre la relación entre Jesús, María y José, comenta Gerson: «Ay, si tuviera yo las palabras necesarias para describir el misterio más profundo y recóndito de los siglos sobre tan admirable trinidad: Jesús, José y María. Pero, por más que lo intento, no lo consigo. Donde existe tanta gracia y gloria, la naturaleza nada pierde, sino que se eleva y se perfecciona; únicamente pensemos, con devoción, en el vínculo natural que obliga al Hijo respecto a la Madre y a la Madre respecto al esposo, y a los dos, Hijo y Madre, respecto a José, fidelísimo custodio, vigilantísimo y ansioso por servir, que fue cabeza de María, con autoridad, principado, dominio e imperio sobre Ella, así como María, a su vez, por derecho natural de su maternidad, respecto a su Hijo Jesús. Por todo esto, ¿cuánta gloria no tendrá el justo José ahora en los Cielos, tanto mayor cuanto fue grande su sufrimiento en la tierra?» (GERSON, Jean. Sermo de Nativitate Gloriosæ Virginis Mariæ. Consideratio IV. In: Opera Omnia. 2.a ed. Hagæ Comitum: Petrum de Hondt, 1728, t. III, col. 1356).
4) Sobre la mediación de la Virgen Santísima, Sinibaldi explica que, al haber reparado la falta de Eva, María se convirtió en Madre de todos los hombres y Medianera de las gracias que fueron perdidas por la antigua «madre de todos los que viven» (Gén 3, 20), cuyo primer beneficiario fue San José: «Dios, al infundir en nosotros la gracia, que es una partici- pación de su Esencia infinita, nos hace semejantes a Él y capaces de realizar acciones sobrenaturales y divinas. Jesús es la fuente perenne de esta vida; María es el vaso espiritual que la recoge y la derrama sobre toda la humanidad. Así, Jesús es el nuevo Adán, el Hombre celestial; María, la nueva Eva, la Madre de los que viven. Muy cerca de Jesús y de María, José recibe, antes que todos los demás, la más pura y la más abundante efusión de esta vida divina. Y Jesús, al darse a él como Hijo, convirtió al Santo Patriarca en las primicias de su amor y de su gracia. Es el privilegio de José, y es también su derecho» (SINIBALDI, op. cit., p. 193-194).

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